El viajero (120 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
5.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cuéntanoslo todo, Buyantu. Me alegro de que estés todavía entre los vivos, pero ¿qué

milagro te permitió sobrevivir? ¿Es posible que Biliktu viva también? Alguien murió en aquel accidente dentro de mis habitaciones. ¿Y qué estabas haciendo aquí murmurando palabras en el Pabellón del Eco?

—Por favor, Marco —dijo Ali con voz más temblorosa que la mía —. Primero lo primero.

¿Dónde está Mar-Yanah?

—¡No voy a hablar con un esclavo vil! —contestó Buyantu secamente.

—Ya no es un esclavo —le dije —. Es un hombre libre que ha perdido a su esposa. Ella también es libre, por lo tanto quien la haya secuestrado puede ser ejecutado por este delito.

—Prefiero no creer nada de lo que dices. Y no voy a hablar con un esclavo.

—Entonces habla conmigo. Es mejor que te desahogues, Buyantu. No puedo prometer el perdón por un crimen, pero si nos lo cuentas todo y si recuperamos sana y salva a Mar-Yanah el castigo puede ser algo más clemente que una ejecución.

—¡Escupo sobre tu perdón y tu clemencia! —exclamó ella violentamente —. No se puede ejecutar a los muertos. Y yo morí en aquel accidente.

Los ojos y la nariz de Ali se dilataron de nuevo y dio un paso atrás. Yo casi lo hice también, porque sus palabras sonaban terriblemente sinceras. Pero me mantuve firme, la agarré de nuevo, la sacudí y le dije amenazadoramente:

—¡Habla!

Ella se limitó a repetir tozudamente:

—No voy a hablar delante de un esclavo.

Podía haberla sacudido hasta que lo hiciera, pero quizá hubiese necesitado toda la

noche. Me volví hacia Ali y le propuse:

—Quizá todo resulte más rápido si te vas un momento, y la rapidez puede ser vital. —Tal vez Ali aceptó esta razón o quizá prefirió alejarse de una persona que al parecer había vuelto de entre los muertos. Lo cierto es que movió afirmativamente la cabeza, y yo añadí —: Espérame en mis habitaciones. Asegúrate de que conservo todavía estas habitaciones y de que son habitables. Iré a buscarte cuando sepa algo útil. Confía en mí. Cuando se hubo alejado, colina abajo, y ya no pudo oírnos dije a Buyantu:

—Habla. ¿Está a salvo Mar-Yanah? ¿Está viva?

—Ni lo sé ni me preocupa. Los muertos no nos preocupamos por nada. Ni por los vivos ni por los muertos.

—No tengo tiempo para escuchar tus filosofías. Cuéntame solamente qué pasó. Ella se encogió de hombros y dijo con voz cargada de resentimiento:

—Aquel día… —no tuve que preguntar nada para saber a cuál se refería —. Aquel día empecé a odiarte por primera vez, y continué odiándote y todavía te odio. Pero aquel día también morí. Los cuerpos muertos se enfrían, y supongo que también se enfría el odio abrasador. En todo caso no me importa ahora que conozcas mi odio ni que sepas cómo lo manifesté. No puede cambiar nada.

Se detuvo un momento y yo insistí:

—Sé que me estabas espiando por cuenta del valí Achmad. Empieza con esto.

—Aquel día… me enviaste a pedir audiencia al gran kan. Cuando volví te encontré a ti y a mi… a ti y a Biliktu en la cama juntos. Aquello me enfureció, y allí mismo, te mostré

algo de mi irritación. Me dejaste luego con Biliktu para que vigilara un fuego de brasero debajo de cierta vasija. No nos dijiste que fuera peligroso, ni yo sospeché nada. Aún estaba rabiosa y quería hacerte daño, o sea que dejé a Biliktu con el brasero y fui a ver al ministro Achmad, quien desde hacía tiempo me pagaba para que le informara sobre ti. Aunque ya conocía este hecho debí de hacer un sonido de desagrado, porque ella gritó:

—¡No hagas ese ruido! No finjas que mi acción va en contra de tus elevados principios. Tú también utilizaste a un espía. Aquel esclavo. —Movió la mano en la dirección de Ali

—. Y le pagaste haciendo de alcahuete en favor suyo. Le pagaste con la esclava Mar-Yanah.

—Dejemos esto. Continúa.

Se detuvo un momento para poner en orden sus pensamientos.

—Fui a ver al ministro Achmad, porque tenía muchas cosas que contarle. Aquella misma mañana te había oído hablar con tu esclavo del ministro Bao, un yi que se hacía pasar por han. También aquella mañana prometiste a tu esclavo que se casaría con Mar-Yanah. Conté todo esto al ministro Achmad. Le dije que en aquel momento estabas acusando al ministro Bao ante el kan Kubilai. El ministro Achmad escribió

inmediatamente un mensaje y lo hizo mandar al ministro Bao.

—Aja —murmuré —. Y Bao consiguió escapar a tiempo.

—Luego el ministro Achmad envió a otro mayordomo para que te buscara a la salida de tu audiencia con el gran kan. Me ordenó mientras tanto que esperara. Cuando llegaste yo estaba escondida en sus habitaciones privadas.

—Y no estabas sola —la interrumpí —. Había alguien más allí dentro. ¿Quién era ella?

—¿Ella? —preguntó Buyantu, como sorprendida.

Luego me miró astutamente entre las rendijas de sus ojos.

—La mujer alta. Sé que estaba allí porque estuvo a punto de entrar en la habitación donde el árabe y yo estábamos hablando.

—Ah… sí… la mujer alta. Una mujer excepcionalmente robusta. Supuse que sería algún nuevo capricho del ministro Achmad. Quizá estás enterado de que Achmad es algo raro. Si aquella persona tenía nombre de mujer, no lo pregunté, e ignoro cuál es. Estuvimos

sentadas una al lado de otra, mirándonos de reojo, hasta que te fuiste. ¿Te interesa mucho conocer la identidad de aquella mujer alta?

—Quizá no. Supongo que no todo el mundo estaba implicado en aquellos tortuosos planes. Continúa, Buyantu.

—Cuando te fuiste, el ministro Achmad me llamó y me llevó a la ventana. Me enseñó el Pabellón del Eco, en lo alto de la Colina de Kara, por donde tú subías en aquel momento. Me ordenó que corriera detrás tuyo sin que me vieras y que murmurara las palabras que oíste. Aunque ignoraba de qué se trataba, me gustó lanzar contra ti amenazas secretas, porque te odiaba. ¡Te odiaba!

Aquellas palabras rabiosas la ahogaron, y se detuvo. No pude evitar sentir algo de compasión por ella, y le dije:

—Y unos minutos después tuviste más razones todavía para odiarme. Ella asintió tristemente y tragó saliva, pero pudo hablar de nuevo:

—Estaba acercándome a tus habitaciones cuando todo reventó ante mis ojos con un ruido terrible, entre llamas y humo. Biliktu murió entonces, y lo mismo me sucedió a mí: todo murió excepto mi cuerpo. Ella había sido desde siempre mi hermana, mi melliza, y siempre nos habíamos querido. Mi furia hubiese sido suficiente si sólo hubiese perdido a mi hermana melliza. Pero fuiste tú quien nos hizo algo más que hermanas. Tu nos hiciste amantes. Y luego tú destruiste a mi amada. ¡Tú!

Esta última palabra estalló con una lluvia de saliva. Me abstuve por prudencia de replicar y ella prosiguió diciendo:

—Me hubiese gustado matarte en aquel momento. Pero estaban sucediendo demasiadas cosas, había demasiada gente por allí. Y luego partiste repentinamente de viaje. Me quedé sola. Me quede sola como nadie en el mundo. La única persona a quien amaba estaba muerta, y todos los demás creían que yo también había muerto. No había trabajo para mí, no tenía a nadie a quien responder, ningún lugar donde se me esperara. Me sentí totalmente muerta. Todavía ahora me siento muerta.

Volvió a callar hoscamente, y yo dije entonces:

—Pero el árabe te encontró un empleo.

—El sabía que yo no estaba en la habitación con Biliktu. Era la única persona que lo sabía. Nadie más sospechaba mi existencia. Me dijo que podía encontrar una ocupación para una mujer invisible como yo, pero durante mucho tiempo no fue así. Me pagó mi salario y viví sola en una habitación de la ciudad, sentada todo el día mirando las paredes. —Suspiró profundamente —. ¿Cuánto tiempo ha durado?

—Mucho —dije con simpatía —. Ha durado mucho tiempo.

—Luego un día me mandó llamar. Me dijo que ibas a regresar y que debíamos preparar una sorpresa adecuada para darte la bienvenida. Escribió dos papeles y me ordenó que me envolviera en velos, para que fuera una mujer más invisible todavía, y que los entregara. Uno era para ti. Si lo has visto sabes que no está firmado. El otro lo firmó, pero no con su propio yin y lo entregué algo más tarde al capitán de la Guardia de Palacio. Era una orden para arrestar a Mar-Yanah y llevarla al acariciador.

—Amoredéi! —exclamé horrorizado —. Pero… pero… los guardias no arrestan a nadie ni el acariciador castiga a nadie sólo por obedecer el capricho de una persona. ¿De qué se acusó a Mar-Yanah? ¿Qué decía el papel? ¿Y con qué lo firmó el vil valí sino con su propio nombre?

Mientras Buyantu estuvo contando hechos su voz tenía una cierta energía, aunque sólo fuera la de una serpiente venenosa que se satisface con sus malignas hazañas. Pero cuando empecé a pedirle detalles, la energía desapareció y su voz se volvió pesada y sin vida. Respondió lo siguiente:

—Cuando el kan no está en la corte, el ministro Achmad es el vicerregente. Tiene

acceso a todos los yin oficiales. Supongo que puede utilizar el que le plazca y firmar con él cualquier documento. Utilizó el yin del armero de la Guardia de Palacio, que era la dama Zhao Guan, antigua propietaria de la esclava Mar-Yanah. La orden acusaba a la esclava de ser una fugitiva y de pasar por mujer libre. Los guardianes no pondrían en duda la palabra escrita de su propio armero, y el acariciador no interroga a nadie excepto a sus víctimas.

Yo continué balbuceando lleno de consternación y sorpresa:

—Pero… pero…, incluso doña Zhao… que no es un modelo de virtud, incluso ella rechazaría una acusación ilícita formulada en su nombre.

Buyantu contestó a esto:

—Doña Zhao murió poco después.

—Ah, sí. Lo había olvidado.

—Probablemente no se enteró del abuso de su yin oficial. En todo caso no detuvo el proceso, y ahora ya no puede hacerlo.

—No. ¡Qué conveniente todo para el árabe! Cuenta, Buyantu. ¿Te dijo alguna vez por qué motivo se preocupaba tanto por mí, comprometiendo al mismo tiempo a tanta gente, o eliminándola?

—Sólo me dijo: «El infierno es lo que duele más»; no sé si esto tiene algún sentido para ti. Para mí no lo tiene. Lo repitió esta tarde cuando me ordenó que te siguiera y que murmurara una vez más esta amenaza.

Yo dije entre dientes:

—Creo que ha llegado el momento de ampliar el ámbito de este infierno. —Luego una idea me heló la sangre, y exclame —: ¡Tiempo! ¿Cuánto tiempo? Buyantu, rápido, dime:

¿qué castigo debía infligir el acariciador a Mar-Yanah por su supuesto crimen?

Ella contestó con indiferencia:

—¿Un esclavo que intenta pasar por ser libre? No sé exactamente, pero…

—Si no es muy severo, todavía hay esperanza —añadí en un susurro.

—…pero el ministro Achmad dijo que un crimen así equivale a una traición contra el estado.

—¡Dios mío! —gemí —. ¡La traición se castiga con la Muerte de un Millar! ¿Cuánto… cuánto tiempo hace de la detención de Mar-Yanah?

—Déjame pensar —dijo lánguidamente —. Fue después de que tu esclavo partiera para reunirse contigo y entregarte el mensaje anónimo. Esto fue hace… unos dos meses… dos meses y medio…

—Sesenta días… setenta y cinco días… —intenté calcular, aunque mi mente estaba hirviendo —. El acariciador dijo una vez que si tenía tiempo y ganas podía prolongar este castigo hasta casi un centenar de días. Y tener a una mujer bella en sus garras sin duda le ha de inspirar al máximo. Quizá todavía estemos a tiempo. Tengo que apresurarme.

—¡Espera! —dijo Buyantu tirando de mi manga. Su voz recobró un poco de vida, aunque esto no concordara mucho con sus palabras —. No te vayas antes de matarme.

—No voy a matarte, Buyantu.

—¡Tienes que hacerlo! Estoy muerta desde hace mucho tiempo. Mátame ahora, para que pueda descansar por fin.

—No lo haré.

—Nadie te castigará, porque podrías justificar tu acción. Pero ni siquiera te acusarán de nada, porque vas a matar a una mujer invisible, a una mujer inexistente, cuya muerte ya fue certificada. Hazlo ya. Debes de sentir la misma rabia que sentí yo cuando mataste a mi amor. He estado trabajando mucho tiempo para hacerte daño y ahora he enviado a tu señora amiga al acariciador. Tienes motivo suficiente para matarme.

—Tengo más motivos para dejarte viva y para que purgues tu culpa. Tú serás la prueba

de la participación de Achmad en esta sucia historia. No queda tiempo para más explicaciones. Tengo que apresurarme. Pero te necesito, Buyantu. ¿Me esperarás aquí

hasta que vuelva? Iré lo más rápido que pueda.

Ella contestó con apatía:

—Si no puedo descansaren mi tumba, ¿qué importa donde esté?

—Limítate a esperarme. Intenta imaginar que me debes por lo menos esto. ¿Lo harás?

Buyantu suspiró y se sentó pesadamente, con la espalda vuelta a la curva interior de la Puerta de la Luna.

—¿Qué importa? Te esperaré.

Bajé por la colina a grandes zancadas, preguntándome si tenía que enfrentarme primero con Achmad, el instigador, o con el acariciador, el ejecutor. Lo mejor era correr primero hacia el acariciador y confiar en que podría suspender su trabajo. Pero ¿estaría trabajando tan entrada la noche? Mientras me deslizaba por los túneles subterráneos hacia sus habitaciones cavernosas, toqué a tientas mi bolsa intentando contar el dinero al tacto. La mayoría de las piezas eran de papel, pero había algunas monedas de buen oro. Quizá a aquellas alturas el acariciador se estaba aburriendo de aquel placer y se le podría sobornar con facilidad. Resultó al final que el funcionario estaba todavía trabajando y que respondió con sorprendente facilidad a mi petición, pero no por aburrimiento ni por avaricia.

Tuve que gritar mucho y aporrear la mesa y amenazar con el puño al austero y frío jefe de la sala de secretarios, pero al final cedió y salió para interrumpir a su amo. El acariciador apareció con pasos menudos por la puerta tachonada de hierro, limpiándose cuidadosamente las manos en un paño de seda. Contuve las ganas de estrangularle allí y en aquel momento, y volteé mi bolsa sobre la mesa que nos separaba, vertí todo su contenido y le dije jadeante:

—Maestro Ping, tenéis un sujeto llamado Mar-Yanah. Acabo de enterarme de que fue injustamente condenada y entregada a vos. ¿Está todavía viva? ¿Puedo solicitar que se interrumpa provisionalmente el proceso debido?

Sus ojos centellearon clavados en mí.

—Tengo un mandato para ejecutarla —dijo —. ¿Traéis un documento revocándolo?

Other books

His Tempest by Candice Poarch
The Zoya Factor by Anuja Chauhan
Pushing the Limits by Jennifer Snow
Love at Second Sight by Cathy Hopkins
Plague War by Jeff Carlson
Year of Being Single by Collins, Fiona
Fortune's Formula by William Poundstone