El viajero (12 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
5.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ignoro cuánto tiempo permanecí en aquella celda ciega. Estuve por lo menos el resto de aquel día, y quizá llegué a estar dos o tres, porque si bien me esforcé en controlar mi vientre retorcido por el terror, contribuí en varias ocasiones a aumentar la suciedad del suelo. Cuando finalmente llegó un guardia para conducirme fuera, supuse que se había proclamado mi inocencia y exulté de alegría. Aunque yo hubiera sido culpable y hubiese matado al dogo electo, estaba convencido de haber sufrido bastante castigo, y de haber padecido remordimientos suficientes y de haber jurado arrepentirme dignamente. Pero como es lógico mi júbilo desapareció cuando los guardias me contaron que había padecido únicamente el primero de mis castigos, probablemente el menor, porque la orbá es sólo la celda provisional donde se encierra a los prisioneros hasta su interrogatorio preliminar.

Me condujeron ante el tribunal llamado los Señores de la Noche. Subí a una habitación del Vulcano y quedé enfrente de una larga mesa donde estaban sentados ocho serios

ancianos con jubones negros. No me pusieron muy cerca de su mesa, y los guardias que tenía a ambos lados se quedaron a una cierta distancia, porque sin duda el hedor que yo despedía era el que yo mismo percibía. Si mi aspecto era igual de terrible debí de parecer el auténtico retrato de un criminal vil y brutal.

Los Signori della Notte se turnaron formulándome algunas preguntas inocuas: mi nombre, mi edad, mi residencia, detalles de mi historia familiar, etc. Luego uno de ellos consultó un papel que tenía delante y me dijo:

—Habrá que hacerte muchas preguntas más antes de poder dictaminar auto de procesamiento. Pero este interrogatorio se aplazará hasta que se te haya asignado un hermano de la Justicia para tu defensa, porque se te ha denunciado como autor de un crimen castigado con la pena capital…

¡Denunciado! Quedé tan sorprendido que se me escaparon casi todas las palabras siguientes de aquel hombre. El denunciante tenía que haber sido o bien Doris o bien Ubaldo, porque sólo ellos sabían que yo había estado cerca del hombre asesinado. Pero

¿cómo podían haber actuado con tanta rapidez? ¿Y de quién se sirvieron para que les escribiera la denuncia que luego debían meter en uno de los morros?

Los señores concluyeron su discurso preguntando:

—¿Tienes algún comentario que hacer sobre estas graves acusaciones?

Carraspeé un poco y dije con voz vacilante:

—¿Quién… quién me denunció, miceres?

La pregunta era inútil, porque lo lógico sería que no respondiesen, pero era la pregunta que tenía ocupada entonces mi mente. Y con gran sorpresa mía el interrogador respondió:

—Tú mismo te denunciaste, joven micer. —Sin duda le miré con aire estúpido, porque añadió —: ¿No has escrito tú mismo esto?

Cogió un trozo de papel y leyó la frase «¿Asistirá el al funeral y a la proclamación?»

Debí de parpadear de nuevo estúpidamente, porque él añadió:

—Está firmado «Marco Polo».

Los guardias me cogieron y bajé de nuevo las escaleras caminando como un sonámbulo, luego recorrí otro tramo de escalera hasta llegar a lo que llaman los pozos, la parte más profunda del Vulcano. Me dijeron que tampoco aquello era el calabozo real de la prisión; lo normal era que cuando me hubiesen condenado con todas las de la ley me trasladaran a los Jardines Oscuros, reservados para los condenados que esperaban su ejecución. Rieron groseramente y abrieron en el muro de piedra una puerta de madera gruesa, que me llegaba sólo a la rodilla, me empujaron dentro y la puerta se cerró tras de mí con un golpe parecido a una campanada del día del Juicio Final. Por lo menos esta celda era bastante más grande que la orbá y tenía un agujero en la puerta baja. Éste era demasiado pequeño y no pude amenazar con el puño a los carceleros que se alejaban, pero dejaba entrar algo de aire y un rastro de luz que impedía que en la celda se formaran tinieblas absolutas. Cuando mis ojos se hubieron adaptado a la oscuridad, pude ver que la celda estaba equipada con un cubo con tapa para la pissóta y dos maderos desnudos por camas. No pude distinguir nada más excepto una especie de montón arrugado de sábanas en un rincón. Sin embargo cuando me acerqué al montón se movió, se levantó y se convirtió en una persona.

—Salameléch —dijo con voz áspera.

El saludo parecía extranjero. Forcé la vista y reconocí un cabello y una barba fungoides de color rojo grisáceo. Era el zudio cuyo apaleamiento público yo había presenciado en un día memorable Por muchos más conceptos.

10

—Mordecai —dijo presentándose —. Mordecai Cartafilo.

Entonces me hizo la pregunta que se hacen todos los prisioneros cuando se ven por primera vez:

—¿Por qué te han metido aquí?

—Por asesinato —respondí —. Y supongo que por traición y lesamaestá y algunas cosas.

—Con el asesinato bastará —dijo secamente —. No te preocupes, muchacho. Dejarán de lado esas otras cuestiones sin importancia. No te pueden castigar por ellas cuando te hayan castigado por asesinato. A esto se le llama doble inculpación, y la ley del país lo prohíbe.

Le dirigí una aviesa mirada.

—Seguro que bromeas, viejo.

Él se encogió de hombros.

—Uno ilumina las tinieblas lo mejor que puede.

Nos sentamos un rato en silencio. Luego dije:

—Estáis aquí por usura, ¿no es cierto?

—No por eso. Estoy aquí por una cierta dama que me acusó de usura.

—Esto es una coincidencia. Yo también estoy aquí, por lo menos indirectamente, por culpa de una dama.

—Bueno, he dicho dama sólo para indicar el género —escupió en el suelo —. En realidad es una shéquesa károve.

—No entiendo estas palabras extranjeras.

—Una gentile putana cagna —dijo, mientras seguía escupiendo —. Me suplicó que le prestara dinero y me entregó algunas cartas de amor como fianza. Cuando no pudo pagar y yo no le devolví las cartas, quiso asegurarse de que no las entregaría a nadie más.

Moví la cabeza comprensivamente.

—Vuestro caso es triste, pero el mío es más irónico. Mi dama me suplicó que le hiciera un servicio y prometió su persona como recompensa. El servicio ha sido realizado, pero no por mí. Sin embargo, aquí estoy yo, recompensado de un modo bastante distinto, y mi dama probablemente ni siquiera lo sabe todavía. ¿No es irónico?

—Más bien hilarante.

—Sí, Ilaria. ¿Conocéis a la dama?

—¿Qué? —me miró intensamente —. ¿Vuestra károve también se llama liaría?

Yo le miré del mismo modo.

—¿Cómo os atrevéis a llamar a mi dama una putana cagna?

Luego dejamos de mirarnos, nos sentamos en las tablas de la cama y comenzamos a comparar experiencias, y, ¡ay de mí!, resultó que los dos habíamos conocido a la misma dona Ilaria. Le conté al viejo Cartafilo mi aventura entera, y al final dije:

—Pero vos habéis hablado de cartas de amor. Y yo nunca le envié ninguna.

—Siento tener que ser yo quien os lo diga —me dijo —. No estaban firmadas con vuestro nombre.

—Entonces, en ese mismo momento, tenía amoríos con alguien más.

—Eso parece.

—Me sedujo solamente para que le hiciera de bravo —murmuré —. Me he portado como un ingenuo. He sido totalmente imbécil.

—Eso parece.

—Y el único mensaje que yo firmé, el que ahora tienen los Signori, lo debió de meter ella en el morro. Pero ¿por qué me ha hecho esto?

—Ya no necesita mas a su bravo. Su marido esta muerto, su amante disponible, vos no

sois más que un estorbo del que hay que desprenderse.

—¡Pero yo no maté a su marido!

—¿Quién lo hizo? Probablemente el amante. ¿Y esperabais que lo denunciara a él, cuando podía ofreceros a vos a cambio, y de este modo salvarle?

Yo no sabía qué responder a esto. Al cabo de un momento preguntó:

—¿Oísteis hablar en alguna ocasión de la lamia?

—¿Lamia? Significa bruja.

—No exactamente. La lamia puede tomar la forma de una bruja muy joven y muy bella. Seduce a muchachos que se enamoran de ella. Cuando alguno ha caído en la trampa, hace el amor con él tan voluptuosa y laboriosamente que el chico queda exhausto. Y

cuando él está ya débil e indefenso, se lo come vivo. Esto es sólo un mito, claro, pero un mito curiosamente difundido y que persiste. Me lo he encontrado en todos los países que he visitado a orillas del Mediterráneo. Y he viajado mucho. Es extraño que gentes tan diferentes entre sí crean en la sed de sangre de la belleza. Pensé un momento y dije:

—Ella sonreía mientras miraba cómo os flagelaban, viejo.

—No me sorprende. Ella probablemente alcance el máximo de excitación sexual cuando os vea ir al matarife.

—¿Al qué?

—Así es como los viejos veteranos de la cárcel llamamos al verdugo, el matarife. Yo grité muy agitado:

—Pero a mí no me pueden ejecutar. ¡Yo soy inocente! ¡Soy de los Ene Aca! Ni siquiera deberían de haberme encerrado con un judío.

—Oh, perdóneme, su señoría. Es que la mala luz de este lugar ha debilitado mi vista. Os tomé por un preso común encerrado en los pozos del Vulcano.

—¡No soy un común!

—Perdonadme de nuevo —dijo, y alargó el brazo a través del espacio que separaba los dos camastros. Arrancó algo de mi jubón y lo miró detenidamente.

—¡Es sólo una pulga! ¡Una vulgar pulga! —La reventó con sus uñas —. Parece tan común como las mías.

—¡Tenéis la vista perfecta! —refunfuñé.

—Si realmente sois noble, joven Marco, debéis hacer lo que hacen todos los prisioneros nobles. Exigir una celda mejor, una celda privada, con una ventana que dé a la calle o al canal. Desde allí podréis tirar una cuerda y enviar mensajes o pedir que os los suban. En teoría no está permitido, pero tratándose de un noble se hace la vista gorda.

—Habláis como si tuviera que estarme aquí mucho tiempo.

—No —suspiró —, probablemente no mucho.

El tono de esta observación me puso los pelos de punta.

—Ya os lo he dicho, viejo loco, ¡soy inocente!

Él contestó entonces con la misma voz violenta e indignada que yo:

—¿Y por qué me lo decís a mí, infeliz mamzar? Contadlo a los Signori della Notte. Yo también soy inocente, pero aquí estoy, y aquí me pudriré.

—¡Esperad! ¡Tengo una idea! —dije —. Los dos estamos aquí por culpa de los ardides y mentiras de dona Ilaria. Si ambos se lo decimos a los Signori, acabarán sospechando que ella miente.

Mordecai movió la cabeza incrédulo:

—¿Y a quién harían caso? Ella es la viuda de un casi dogo. A vos os acusan de asesinato y yo soy un usurero convicto.

—Puede que tengáis razón —dije desalentado —. Es una mala suerte que seáis judío. Fijó en mí una mirada bastante penetrante y contestó:

—La gente siempre me ha dicho lo mismo. ¿ Por qué me lo repetís ahora?

—Me refería a que el testimonio de un judío es naturalmente sospechoso.

—Eso he notado con frecuencia. Y me pregunto por qué.

—Bueno… vosotros matasteis a nuestro Señor Jesús…

Soltó un bufido y dijo:

—Sí, fui yo mismo.

Y como si se hubiera disgustado conmigo, me dio la espalda, se tumbó sobre su tabla y se envolvió con sus voluminosas ropas. Luego murmuró dirigiéndose a la pared:

—Yo sólo hablé al hombre… solamente dos palabras… —luego al parecer se durmió. Al cabo de un rato, largo y tenebroso, cuando el agujero de la puerta ya había quedado oscuro, la puerta se abrió ruidosamente y entraron a gatas dos guardianes arrastrando una gran tinaja. El viejo Cartafilo dejó de roncar y se sentó impaciente. Los guardas nos dieron a cada uno una tablilla de madera, sobre la cual vertieron una masa grumosa, pegajosa y tibia sacada de la tinaja. Luego nos dejaron un débil candil, formado por un tazón lleno de aceite de pescado con un pedazo de trapo que ardía con mucho humo y poca luz, se marcharon y cerraron dando un portazo. Yo miré la comida con ciertas dudas.

—Gachas de polenta —me dijo Mordecai, tomando ávidamente las suyas con dos dedos -

. Un holósh, pero haréis bien en comerlo. Es la única comida del día. No os darán nada más.

—No tengo hambre —dije —. Podéis quedaros con mi ración.

Casi me la arrebató, y se comió los dos platos sorbiendo ruidosamente. Cuando hubo terminado se sentó y comenzó a limpiarse los dientes succionándolos, como si no quisiera perderse ni una partícula, me miró desde debajo de sus cejas fungoides y finalmente me dijo:

—¿Qué coméis normalmente para cenar?

—Pues… a lo mejor una fuente de tagiadéle con persuto… y para beber un zabagión…

—Bongusto —dijo sarcásticamente —. No puedo tentar un gusto tan refinado como el vuestro, pero quizá os gustaría probar una de éstas. —Hurgó entre sus ropas —. Las tolerantes leyes venecianas me permiten observar algunos preceptos religiosos, incluso estando en la cárcel.

No pude entender qué relación tenía todo esto con las galletas cuadradas y blancas que sacó y me dio. Pero me las comí con gusto, aunque apenas sabían a nada, y se lo agradecí.

Pero al día siguiente, a la hora de cenar, estaba demasiado hambriento para hacer ascos. Probablemente me habría comido esa masa grumosa aunque sólo fuese porque rompía la monotonía de no hacer nada más que estar sentado, dormir sobre el duro y desnudo banco, dar los dos o tres pasos que la celda permitía y de vez en cuando charlar con Cartafilo. Pero así es como pasaban los días, marcados simplemente por la iluminación y el oscurecimiento del agujero de la puerta, las oraciones del viejo zudío tres veces al día y la llegada de la horrible comida por la tarde.

Quizá para Mordecai la experiencia no era tan terrible, pues por lo que pude saber, hasta entonces había pasado todos sus días acurrucado en su tienda de prestamista, una especie de celda situada en la Mercetia, y nuestra reclusión no podía ser muy diferente de aquélla. Pero yo había vivido libre, alegre y sin trabas; encerrarme en el Vulcano era como enterrarme en vida. Comprendía que debía estar agradecido de tener al menos compañía en mi prematura sepultura, aunque se tratara sólo de un judío, y aunque su conversación no fuera siempre alegre. Un día le comenté que había visto administrar diferentes tipos de castigo en los pilares de Marco y Todaro, pero nunca una ejecución.

—Eso se debe a que la mayoría de ejecuciones se llevan a cabo aquí, dentro de los

muros, para que no se enteren ni siquiera los demás prisioneros hasta el final. Encierran al condenado en una de las celdas de los llamados Giardini Foschi, que tienen barrotes en las ventanas. El matarife espera fuera de la celda, pacientemente, hasta que el hombre de dentro, moviéndose de un lado a otro, se queda delante de la ventana y de espaldas a la reja. Entonces el matarife, con un movimiento rápido pasa la garrotta entre los barrotes y alrededor de su garganta, y le quiebra el cuello o lo estrangula hasta matarlo. Los Jardines Oscuros están en el lado de este edificio que da al canal, y en el corredor hay una losa de piedra que puede levantarse. Por la noche deslizan el cuerpo de la víctima por ese agujero secreto, lo meten en una barca que está a la espera y lo llevan a la Sepoltúra Pública. La ejecución sólo se anuncia cuando ha terminado todo. De este modo, la conmoción es mucho menor. Venecia no quiere que en todos los sitios se sepa que aquí aún se ejerce con tanta frecuencia la lege de tagión romana. Por esto, las ejecuciones públicas son escasas. Se castigan así solamente los crímenes realmente atroces.

Other books

Italian Stallions by Karin Tabke, Jami Alden
The Accidental Pallbearer by Frank Lentricchia
The Real Mrs. Price by J. D. Mason
Split Images (1981) by Leonard, Elmore
Our Lady of Darkness by Fritz Leiber
Tin Swift by Devon Monk
Dog Whisperer by Nicholas Edwards
Alive and Dead in Indiana by Michael Martone