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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (44 page)

BOOK: El viajero
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cuando un tzaddik muere, Dios nombra a otro hombre bueno para este oficio, sin que él sepa el honor que le ha correspondido. Otros afirman que en realidad sólo hay un tzaddik, que puede estar simultáneamente en treinta y seis lugares, si así lo desea. Pero todos los que creen en la leyenda están de acuerdo en que Dios acabaría con este mundo si los lamed-vav dejaran de hacer sus buenas obras. De todos modos no había oído contar nunca que uno de ellos hiciera beneficiario de sus buenos oficios a un gentil.

—El que encontré en Bagdad quizá no era ni judío —repliqué —Era un fardarbab adivino del futuro. Podía haber sido un árabe.

Ella se encogió de hombros.

—Los árabes tienen una leyenda idéntica. Llaman al justo abdal. Sólo Alá conoce la verdadera identidad de cada uno de ellos, y sólo porque ellos existen permite Alá que el mundo continúe existiendo. Ignoro si los árabes tomaron la leyenda de nuestros lamed-vav, o si es una creencia que ellos y nosotros hemos compartido desde mucho tiempo antes, cuando todos éramos hijos de Sem. Pero sea quien fuere vuestro justo, tanto si se trata de un abdal que dispensa sus favores a un infiel como de un tzaddik que lo hace con un gentil, habéis sido muy favorecido y deberíais prestar atención.

—Al parecer sólo me hablan de belleza y de sed de sangre. Pero lo que yo hago, cuando puedo, es precisamente buscar la primera y evitar la segunda. No creo que necesite más consejos sobre este tema.

—Creo que una y otra son como las dos caras de una misma moneda —dijo la viuda, mientras aplastaba con su zapatilla otro escorpión —. Si hay peligro en la belleza, ¿no hay también belleza en el peligro? ¿Si no, por qué los hombres se van de viaje tan contentos?

—¿Yo? Bueno, yo viajo únicamente por curiosidad, mirza Ester.

—¡Sólo por curiosidad! ¿He oído bien? Joven, no lamentéis nunca esa pasión llamada curiosidad. ¿Dónde estaría entonces el peligro si no existiera la curiosidad, o dónde estaría la belleza?

No vi mucha relación entre estas tres cosas, y empecé a preguntarme de nuevo si estaba hablando con una persona algo divané. Ya sabía que los viejos a veces hablan de modo sorprendentemente inconexo, y eso pensé cuando la viuda dijo a continuación:

—¿Puedo repetiros las palabras más tristes que haya oído jamás?

Continuó hablando, como suelen hacer los viejos, sin esperar a que yo dijera sí o no.

—Fueron las últimas palabras de mi marido Mordecai (alav ha-sholom) cuando agonizaba. Estaban presentes el darían y otros miembros de nuestra pequeña congregación, y yo también, como es natural, llorando e intentando hacerlo con una silenciosa dignidad. Mordecai se había despedido de todos, había recitado el Sema Yisrael y se había preparado para la muerte. Tenía los ojos cerrados, las manos juntas y todos creíamos que se nos iba en paz. Pero luego sin abrir los ojos ni dirigirse a nadie en especial habló de nuevo, con voz muy clara y distinta. Y lo que dijo fue lo siguiente… La viuda imitó la postura del moribundo. Cerró los ojos, cruzó las manos sobre su pecho, una de las cuales sostenía todavía su zapatilla sucia, inclinó la cabeza algo hacia atrás y dijo con voz sepulcral:

—Siempre deseé ir allí… y hacer esto… pero nunca lo hice. La vieja se quedó en esta postura; era evidente que esperaba que yo dijera algo. Repetí

las palabras del moribundo «Siempre deseé ir allí… y hacer esto…» y luego pregunté:

—¿Qué quería decir? ¿Ir adonde? ¿Hacer qué cosa?

La viuda abrió los ojos y me amenazó con la zapatilla.

—Esto mismo preguntó el darían cuando hubimos esperado unos momentos para que dijera algo más. Se inclinó sobre la cama y le preguntó: «¿Ir a qué lugar, Mordecai?

¿Hacer qué cosa?» Pero Mordecai no dijo nada más. Había muerto.

Yo hice el único comentario que se me ocurrió:

—Lo siento, mirza Ester.

—También yo. Pero así era él: un hombre que en el último parpadeo de su vida lamentaba algo que había picado alguna vez su curiosidad, y que él por desidia no había conseguido ver o tocar, algo que ya no podía tener.

—¿Era viajante Mordecai?

—No, era mercader de paños, y muy bueno. No viajó nunca más allá de Bagdad o de Basora. Y quién sabe lo que le hubiera gustado ser y hacer.

—Entonces creéis que murió desgraciado.

—Por lo menos insatisfecho. Ignoro de qué habló al morir, ¡pero cuánto me hubiese gustado que en vida hubiese podido ir donde quería y hacer lo que fuera!

Yo intenté sugerirle delicadamente que ahora esto ya no podía importarle. Ella contestó con firmeza:

—Le importaba cuando podía importarle más. Cuando sabía que había perdido para siempre la oportunidad.

Yo le dije, para animarla un poco:

—Pero quizá si hubiese aprovechado la oportunidad, ahora vos lo sentiríais más. Quizá

era algo… algo no muy recomendable. Me he dado cuenta de que en estos países abundan las tentaciones de pecado. Supongo que en todos los países. Yo mismo en una ocasión tuve que confesarme a un sacerdote por haberme dejado llevar demasiado libremente por mi curiosidad y…

—Confesaos, si es preciso, pero no abjuréis nunca de la curiosidad ni la ignoréis. Esto es lo que intentaba deciros. Si un hombre ha de tener una falta, que sea una falta apasionada, como la curiosidad insaciable. Sería una lástima condenarse por algo de poca monta.

—Confío en no condenarme, mirza Ester —dije piadosamente —, como también confío en que mirza Mordecai no se condenó. Quizá dejó perder esta oportunidad, sea lo que fuere, por pura virtud. Puesto que no podéis saberlo, no es necesario que lo lamentéis…

—No lloro por esto. No toqué este punto para soltar unas lágrimas. Entonces me pregunté por qué lo había tocado. Y ella, como si contestara a mi silenciosa pregunta, dijo:

—Quería que lo supieras. Cuando os llegue el momento final de la muerte quizá hayáis perdido todos los impulsos, sentidos y facultades, pero sin embargo continuaréis poseyendo la pasión de la curiosidad. Es algo que incluso tienen los mercaderes de paños, que quizá tienen incluso los escribientes y otros hombres de oficios aburridos. Es evidente que un viajero la tiene. Y en estos momentos finales lamentaréis, como le sucedió a Mordecai, no lo que habéis hecho en vuestra vida, sino lo que no habéis hecho.

—Mirza Ester —dije protestando —. Una persona no puede vivir siempre con el miedo de perderse algo. Sé, por ejemplo, que nunca seré Papa, ni sha de Persia, pero espero que este fallo no amargará mi vida. Ni mi hora final en el lecho de muerte.

—No me refiero a cosas inalcanzables. Mordecai murió lamentando algo que había estado a su alcance, dentro de sus posibilidades, al alcance de su mano, y que él dejó

escapar. Imaginaos llorando por los espectáculos, las delicias y las experiencias de que habíais podido disfrutar, pero que os perdisteis, o imaginaos llorando sólo por una pequeña experiencia de éstas, y que lloráis demasiado tarde, cuando todo aquello es ya algo inalcanzable para siempre.

Intenté obedientemente imaginármelo. Y aunque yo era joven, y esta perspectiva tardaría en llegar, o así lo suponía, sentí un ligero escalofrío.

—Imaginaos que vais a la muerte —continuó ella implacablemente —sin haberlo probado

todo en este mundo. Lo bueno, lo malo, incluso lo indiferente. Y sabiendo, en ese momento final, que nadie os privó de hacerlo sino vos mismo, por exceso de precaución, por una elección descuidada o por no haber sido capaz de seguir el impulso de vuestra curiosidad. Decidme, joven, ¿puede haber algo más doloroso al otro lado de la muerte? ¿Incluso la misma condenación?

Al cabo de un momento, cuando conseguí quitarme el escalofrío de encima, dije con toda la animación que pude:

—Bueno, quizá con la ayuda de los treinta y seis de que habéis hablado podré evitar tanto la privación en esta vida como la condena en la próxima.

—Aleichem sholem —dijo, mientras golpeaba con la zapatilla otro escorpión. No acabé de comprender si me deseaba la paz a mí o al escorpión. La viuda se quedó recorriendo el huerto y levantando piedras, y yo, sin nada que hacer, entré en el establo por si alguno de los nuestros había regresado ya de su paseo por la ciudad. Había vuelto uno de ellos, pero no solo, y el espectáculo hizo que me parara en seco y lanzara un grito sofocado.

Allí estaba nuestro esclavo Narices con un forastero, uno de los magníficos jóvenes de Kashan. Quizá mi conversación con la criada Sitaré me había hecho temporalmente inmune al asco, porque no protesté violentamente ni me retiré de la escena. Me quedé

mirando con indiferencia, como los camellos, que se limitaban a mover las patas, a rumiar y a mascar. Los dos hombres iban desnudos; el forastero estaba de cuatro patas en la paja y tenía a nuestro esclavo encorvado sobre su espalda como un camello en celo. Los lascivos sodomitas giraron sus cabezas en plena cópula cuando yo entré, pero se limitaron a sonreírme y continuaron con su indecencia.

La figura del joven era tan agradable de mirar como su cara. Pero el aspecto de Narices era repelente incluso vestido, como ya he dicho. Sólo puedo agregar ahora que su torso panzudo y sus nalgas cubiertas de granos y sus miembros zanquivanos totalmente expuestos formaban un cuadro tal que la mayoría de personas al verlo vomitaría su última comida. Me asombró que un ser tan repulsivo pudiera persuadir a alguien, ni siquiera a alguien un poco menos repulsivo que él, a interpretar el papel de al-mafa'ul mientras él hacía de al-fa'il.

El instrumento fa'il de Narices era invisible para mí, porque lo tenía metido donde lo tenía, pero el órgano del joven era visible debajo de su vientre, y estaba endurecido como un candelóto, lo cual me sorprendió un poco porque ni él ni Narices lo estaban manipulando en absoluto. Y todavía me pareció más sorprendente que al final, cuando él y Narices se pusieron a gemir y a retorcerse juntos, su candelóto lanzara un chorro de spruzzo sobre la paja del suelo sin que nadie lo tocara ni lo acariciara. Cuando hubieron descansado y jadeado brevemente, Narices levantó su cuerpo brillante de sudor de la espalda del chico. Sin echarse encima ni una gota de agua del abrevadero de los camellos, sin siquiera coger algo de paja para limpiar su órgano extraordinariamente diminuto empezó a vestirse mientras tatareaba una alegre cancioncilla. El joven forastero también empezó a vestirse de modo más indolente y lento, como si disfrutara francamente exhibiendo su cuerpo desnudo en circunstancias tan vergonzosas.

Me apoyé en un pequeño tabique y dije a nuestro esclavo, como si hubiésemos pasado todo el rato charlando amistosamente:

—¿Sabes una cosa, Narices? Hay muchos pillos y bribones que protagonizan canciones y cuentos, personajes como Encolpios y Renart el Zorro. Viven una vida de alegre abandono, y lo consiguen gracias a su astuto ingenio, pero resulta que nunca cometen ningún crimen ni ningún pecado. Lo único que hacen son bromas y travesuras. Sólo roban a los ladrones, sus hazañas eróticas no son nunca sórdidas, beben y comen sin

emborracharse nunca ni hacer el tonto, cuando manejan la espada sólo propinan leves cortes. Tienen un aire atractivo, ojos que guiñan alegres y una risa contagiosa, incluso en el patíbulo, porque no los llegan a colgar nunca. En todas sus aventuras, estos bribones aventureros son siempre encantadores y gallardos, inteligentes y divertidos. Estos cuentos te dan ganas de conocer a algún bribón valiente, atrevido y atractivo.

—Y vos acabasteis conociendo a uno —dijo Narices.

Guiñó sus porcinos ojos, sonrió para mostrar sus dientes rotos y adoptó una pose que sin duda creía gallarda.

—Acabé conociendo a uno —repliqué —. Y en ti no hay nada atractivo ni admirable. Si tú

eres el bribón típico, todas las historias son mentira y un bribón es un cerdo. Eres una persona sucia de cuerpo y de hábitos, de aspecto y carácter repugnantes, de inclinaciones cloacales. Te mereces perfectamente aquel caldero de aceite hirviendo del cual conseguí librarte con demasiada indulgencia.

El guapo forastero se echó a reír roncamente al oír esto. Narices respiró con ruido y murmuró:

—Amo Marco, en mi calidad de devoto musulmán debo protestar por haberme comparado a un cerdo.

—Confío que también te resistirías a copular con una cerda —dije —. Pero lo dudo.

—Por favor, joven amo. Estoy cumpliendo devotamente el Ramazan, que prohíbe la relación sexual entre hombres y mujeres. Debo reconocer que incluso en los meses permisibles a veces me cuesta conseguir mujeres, sobre todo porque desfiguraron mi bello rostro con la desgracia de mi nariz.

—Vaya, no exageres —dije —. Siempre hay en algún lugar mujeres desesperadas dispuestas a todo. A lo largo de mi vida, he visto a una mujer esclava copular con un negro y a otra árabe copular con un mono de verdad.

Narices dijo altaneramente:

—Confío que no me imaginaréis capaz de condescender a tener relación con una mujer tan fea como yo. En cambio Yafar, este Yafar, es tan lindo como la mujer más bella. Yo dije con un gruñido:

—Dile a este lindo desgraciado que acabe de vestirse rápidamente y que se vaya, de lo contrario lo daré de comida a los camellos.

El lindo desgraciado me miró furiosamente y luego dirigió una desarmadora mirada de súplica a Narices, quien me insultó inmediatamente con una pregunta impertinente.

—¿Os apetecería probarlo vos mismo, amo Marco? La experiencia podría ampliar vuestros horizontes mentales.

—¡Lo que voy a hacer es ampliar el agujero de tu nariz! —grité sacándome la daga del cinto —. Voy a abrirlo hasta que dé toda la vuelta a tu fea cabeza. ¿Cómo te atreves a hablar así a un amo? ¿Por quién me tomas?

—Os tomo por un joven al que le falta mucho por aprender —dijo —. Ahora sois un viajero, amo Marco, y antes de volver a casa habréis llegado mucho más lejos que ahora y habréis visto y experimentado muchas más cosas. Cuando volváis a casa os burlaréis, y con razón, de los hombres que llaman altas a las montañas y profundos a los pantanos sin haber escalado nunca una montaña ni sondeado un pantano, hombres que no se han aventurado nunca más allá de sus estrechas callejuelas, y de sus rutinas vulgares y de sus precavidos pasatiempos y de sus vidas pequeñas y encogidas.

—Quizá sí. Pero ¿qué tiene esto que ver con tu puta gallineta?

—Hay otros viajes que pueden llevar a una persona más allá de lo corriente, amo Marco, no por la lejanía de la tierra sino por el mundo de los conocimientos. Considerad esto. Habéis insultado a este joven llamándole puta, cuando de hecho es lo único para lo cual le criaron y le educaron y lo único que le enseñaron a ser.

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