—Un sodomita, pues, si así lo prefieres: un estado pecaminoso para un cristiano, tanto el pecador como el pecado son aborrecibles.
—Sólo os pido, amo Polo, que hagáis un corto viaje por el mundo de este joven. —Antes de que yo pudiera protestar, dijo —: Yafar, cuéntale al extranjero tu educación. Yafar, que tenía aún en las manos la prenda inferior, me miró inseguro y empezó a decir:
—Oh, joven mirza, reflejo de la luz de Alá…
—Deja esto —le dijo Narices —. Cuéntale únicamente cómo prepararon tu cuerpo para el trato sexual.
—Oh, bendición del mundo —empezó de nuevo Yafar —. Desde los primeros años que guardo memoria, siempre que dormía llevaba metido en mi abertura inferior un golulé, que es un instrumento fabricado de cerámica kasi, una especie de pequeño cono en punta. Después de finalizar mi aseo nocturno, me metían cada vez el golulé, bien engrasado con una droga que estimulaba el desarrollo de mi badam. Mi madre o mi niñera con el tiempo me lo iban metiendo más hondo, y cuando me cupo entero lo cambiaron por uno mayor. De este modo mi abertura fue ensanchándose, pero sin perjudicar el músculo de cierre que lo rodea.
—Gracias por la historia —le dije fríamente, y agregué dirigiéndome a Narices —: Tanto si nace como si se hace, un sodomita continúa siendo una abominación.
—Creo que la historia no ha concluido —dijo Narices —. Viajad un poco más lejos.
—Cuando tenía unos cinco o seis años —continuó Yafar —. Pude prescindir del golulé, y en su lugar animaron a mi hermano mayor, el siguiente en edad, a que hiciera uso de mí
siempre que tuviera deseos de ello y el órgano erecto.
—Adrio de vu! —exclamé con voz entrecortada, convirtiéndose mi asco en compasión —.
¡Qué infancia más horrible!
—Podía haber sido peor —dijo Narices —. Cuando un bandido o un mercader de esclavos captura a un niño, al que no han preparado con tanto cuidado, el capturador lo empala brutalmente con una estaca de tienda para que su abertura se adapte a su uso consiguiente. Pero esto destroza el músculo circundante, y el niño no puede luego contenerse nunca, y excreta de modo incontinente. Además, tampoco puede utilizar luego este músculo para proporcionar contracciones placenteras durante el acto. Continúa, Yafar.
—Cuando me hube acostumbrado a que me utilizara este hermano, el siguiente en edad y mejor equipado colaboró en mi posterior desarrollo. Y cuando mi badam estuvo ya maduro para empezar a disfrutar con el acto, entonces mi padre…
—Adrió de vu! —exclamé de nuevo. Pero ahora la curiosidad superaba ya mi asco y compasión —. ¿Qué quiere decir esto de badam?
Yo no podía entender este detalle, porque la palabra badam significa almendra.
—¿No lo sabéis? —preguntó Narices sorprendido —. Vos tenéis una. Todos los varones tienen una. Lo llamamos almendra debido a su forma y tamaño, pero a veces los médicos lo llaman también el tercer testículo. Está situado detrás de los otros dos, no en la bolsa sino escondido dentro de la ingle. Un dedo o, ejem… cualquier otro objeto metido a suficiente profundidad en el ano se restriega contra esta almendra y la estimula y excita de modo agradable.
—¡Ah! —dije, entendiendo —. Por eso Yafar hace un momento largó un spruzzo sin recibir ninguna caricia ni provocación aparentes.
—Llamamos a esta corrida leche de almendra —dijo Narices remilgadamente. Luego añadió —: Algunas mujeres de talento y experiencia conocen la existencia de esta glándula masculina invisible. Cuando copulan con un hombre le hacen cosquillas de un modo u otro y cuando él eyacula la leche de almendra su placer aumenta
deliciosamente.
Moví la cabeza admirado y dije:
—Tenías razón, Narices. Se pueden aprender nuevas cosas en los viajes. —Metí de nuevo la daga en su vaina —. Perdono tu descaro por lo menos en esta ocasión. Él respondió con aire satisfecho:
—Un buen esclavo antepone la utilidad a la humildad. Y ahora, amo Marco, ¿quizá
deseéis introducir vuestra otra arma en otra vaina? Mirad el magnífico artículo de Yafar…
—Scaragón! —grité —. Puedo tolerar en otros tales costumbres mientras esté en estas regiones, pero no participaré en ellas. Aunque la sodomía no fuera un vil pecado, preferiría el amor de las mujeres.
—¿Amor, señor? —repitió Narices, y Yafar se echó a reír bastamente como antes y uno de los camellos eructó —. Nadie hablaba de amor. El amor entre dos hombres es una cosa totalmente distinta, y creo que sólo nosotros, los guerreros musulmanes de corazón cálido, podemos conocer la más sublime de todas las emociones. Dudo que ningún cristiano de sangre fría que predica la paz sea capaz de este amor. No, mi amo, yo sugería simplemente un acto conveniente de descarga, desahogo y satisfacción. En un acto así, ¿qué diferencia hay entre un sexo y otro?
Yo solté un bufido como un camello arrogante.
—Para ti es fácil decirlo, esclavo, porque no te importa un animal u otro. En cuanto a mí, puedo afirmar con satisfacción que mientras haya mujeres en el mundo no desearé
unirme a ningún hombre. Yo soy un hombre y conozco tanto mi propio cuerpo que el de otro varón no despierta en mí el más mínimo interés. Pero las mujeres… ¡ah, las mujeres! ¡Son magníficas: tan diferentes todas de mí y cada una tan exquisitamente diferente de las demás, que nunca podré valorarlas lo bastante!
—¿Valorarlas, señor? —preguntó Narices con un tono que parecía divertido.
—Sí. —Me detuve un momento y luego dije con la debida solemnidad —: En una ocasión maté a un hombre, Narices, pero no podría nunca matar a una mujer.
—Todavía sois joven.
—Vamos, Yafar —dije al forastero-—. Acaba ya de vestirte y vete antes de que regresen mi padre y mi tío.
—Los vi llegar hace un momento, señor Marco —dijo Narices —. Entraron en la casa con la almauna Ester.
Así que yo también entré, y de nuevo la criada Sitaré me interceptó al abrir la puerta. Yo habría pasado de largo, pero ella me cogió del brazo y murmuró en mi oído:
—No habléis alto.
Yo dije, sin cuchichear:
—No tengo nada que hablar contigo.
—¡Chitón! El ama está en casa, y vuestro padre y vuestro tío están con ella. Procurad que no os oigan y contestadme. Mi hermano Aziz y yo hemos discutido vuestro tema y…
—Yo no soy un tema —la interrumpí con enojo —. No me gusta que me discutan.
—Oh, por favor, silencio. ¿Sabéis que pasado mañana es el Eid-al-Fitr?
—No. Ni siquiera sé qué es eso.
—Mañana, cuando se ponga el sol, finaliza el Ramazan. En este momento comienza el mes de Sawal, y su primer día es la Fiesta del Desayuno, cuando finalizan para los musulmanes la abstinencia y las restricciones. Mañana por la noche a cualquier hora vos y yo podemos hacer zina lícitamente.
—Excepto que tú eres virgen —le recordé —. Y que has de continuar siéndolo por el bien de tu hermano.
—Esto es lo que discutimos Aziz y yo. Tenemos que pediros un pequeño favor, mirza Marco. Estoy dispuesta; estoy dispuesta y tengo el permiso de mi hermano para hacer zina con vos. Desde luego, también podéis tenerle a él si os apetece.
—Tu oferta se me antoja un pago considerable por un favor pequeño —dije con recelo —. Y tu querido hermano tiene un espíritu realmente fraterno. Estoy muriéndome de impaciencia por conocer a este chulo y afectado bribón.
—Ya le conocéis. Es el mozo de la cocina, con pelo rojo oscuro como el mío, y…
—No le recuerdo.
Pero podía imaginármelo: el mellizo de Yafar, la pareja de Narices en el establo, un hombrachón musculoso y guapo, con el orificio de una mujer, la inteligencia de un camello y la moral de una zorra.
—Cuando digo un pequeño favor —continuó Sitaré —me refiero a un favor pequeño para mí y para Aziz. Para vos será un buen favor, porque os aprovecharéis de él. De hecho ganaréis dinero.
Tenía allí, delante mío, a una muchacha bonita, de cabello castaño, que se me ofrecía ella, me ofrecía su virginidad y además me prometía un beneficio monetario, y si me apetecía podía incluir en el trato a su hermano que era aún más guapo. Como es natural recordé inmediatamente la frase que había oído varias veces: «la sed de sangre de la belleza». Y naturalmente la situación me alertó, pero no tanto que rechazara de plano el ofrecimiento sin antes enterarme de más cosas.
—Continúa —le dije.
—Ahora no. Ahí viene vuestro tío. ¡Silencio!
—Bueno, bueno —dijo con voz estentórea tío Mafio, acercándose a nosotros desde el interior oscuro de la casa —. ¿Juntando fiame, no?
Y su negra barba se abrió con una sonrisa brillante y blanca mientras pasaba entre nosotros y se iba por la puerta del establo.
La frase jugaba con la palabra fiame, porque en Venecia «llamas» puede significar además de fuego personas pelirrojas y amantes en secreto. Supuse que mi tío quería tomarme el pelo refiriéndose jocosamente con la frase a un devaneo entre chico y chica. Cuando no pudo oírnos, Sitaré me dijo:
—Mañana. En la puerta de la cocina, por donde entrasteis antes. A esta misma hora. Y luego desapareció dirigiéndose hacia algún aposento posterior de la casa. Yo me fui hacia la parte delantera, y entré en la habitación de donde procedían las voces de mi padre y de la viuda Ester. Cuando yo entraba, él decía en un tono sordo y serio:
—Sé que os lo ha inspirado vuestro buen corazón. Pero me hubiera gustado que me lo hubieseis pedido primero a mí, y a mí solo.
Luego se dieron cuenta de mi presencia, y cambiaron repentinamente el tema del que habían estado discutiendo en privado.
—Sí, no me arrepiento de habernos detenido aquí estos días —dijo mi padre —. Necesitamos varios artículos que durante este mes sagrado no hubiéramos podido encontrar en el bazar. Mañana, cuando finalice el mes, los compraremos; el camello herido estará ya curado y podremos partir al día siguiente. No sabemos cómo agradeceros la hospitalidad que habéis demostrado durante nuestra estancia.
—Esto me recuerda —dijo ella —que vuestra cena está casi a punto. Os la traeré a vuestros aposentos lo más pronto posible.
Mi padre y yo fuimos juntos al henil, donde encontramos a tío Mafio repasando las páginas de nuestro Kitab. Levantó la vista y dijo:
—Nos costará alcanzar nuestro próximo destino, Mashhad. El camino cruza el desierto por su parte más ancha. Quedaremos resecos y encogidos como un bacalao. —Hizo una
pausa para rascarse vigorosamente la parte inferior de su codo izquierdo —. Me ha picado algún maldito bicho, y me escuece la herida.
—La viuda me ha contado que esta ciudad está infestada de escorpiones —comenté yo. Mi tío me dirigió una mirada despreciativa.
—Si alguna vez te pica uno, asenazzo, sabrás que los escorpiones no pican. No, era una mosquita de forma perfectamente triangular, y tan pequeña que apenas puedo creer el terrible escozor que ha dejado.
La viuda Ester cruzó varias veces el patio llevando los platos de nuestra cena, y los tres comimos sin levantar la mirada del Kitad. Narices comió solo en el establo, debajo, entre los camellos, pero comió de modo casi tan audible como un camello. Intenté no fijarme en sus ruidos y concentrar mi atención en los mapas.
—Tienes razón, Mafio —dijo mi padre —. Tenemos que cruzar la parte más ancha del desierto. Que Dios nos ayude.
—De todos modos es una ruta fácil. Mashhad está un poco al noreste de aquí. En esta estación nos bastará con apuntar cada mañana a la salida del sol.
—Y yo —añadí —verificaré frecuentemente nuestra ruta con el kamál.
—Veo —dijo mi padre —que al-Idrisi no indica ningún pozo ni oasis ni caravasar en este desierto.
—Algo de esto debe de haber. Al fin y al cabo ésta es una ruta comercial. Mashhad es, como Bagdad, una etapa importante en la Ruta de la Seda.
—Y una ciudad tan grande como Kashan, según me dijo la viuda. Y además, está en las montañas frías, a Dios gracias.
—Las montañas realmente frías vienen después de Kashan. Probablemente tendremos que detenernos en algún lugar para invernar.
—Bueno, no podemos aspirar a recorrer el mundo siempre viento en popa.
—Y hasta llegar a Kashgar, en el mismo Kitai, no pasaremos por ningún territorio conocido ni para ti, Nico, ni para mí.
—Lo que está lejos de los ojos, Mafio, está lejos del corazón, y los males del día ya bastan, etcétera. De momento no hagamos planes para después de Mashhad ni nos preocupemos de nada.
3
Pasamos la mayor parte del día siguiente, el último del Ramazan, holgazaneando en la finca de la viuda. Creo que no he dicho todavía que en los países musulmanes el inicio del día no se cuenta a partir del alba, como sería de esperar, ni a partir de medianoche, como en los países civilizados, sino a partir de la puesta del sol. En todo caso en lugar de perder el tiempo en el bazar de Kashan, era mejor esperar, como había indicado mi padre, a que estuviera otra vez bien surtido. Lo único en que ocuparse de momento era dar de comer y de beber a los camellos y sacar a paletadas sus excrementos del establo. Como es lógico, Narices se encargó de esto, y por indicación de la viuda esparció el estiércol por el huerto. De vez en cuando yo, mi padre o mi tío salíamos para dar un paseo por las calles. Y lo propio hacía Narices cuando quedaba libre de su trabajo, y estoy seguro de que en cada salida consiguió consumar otras relaciones indecentes de las suyas.
Cuando salí a pasear por la ciudad, a última hora de la tarde, vi a un grupo de personas reunidas en un rincón, en la confluencia de dos calles. La mayoría eran jóvenes, varones de buen aspecto y hembras indeterminadas. Pensé primero que se dedicaban a la ocupación favorita de Oriente, que es quedarse en un lugar, mirar y rascarse la ingle, pero oí una voz monótona que procedía del centro del grupo. Me detuve y me uní al
público, y me fui introduciendo gradualmente entre ellos hasta que pude ver el objeto de su atención.
Era un anciano sentado en el suelo con las piernas cruzadas: era un Sa'ir, o poeta, y entretenía a la gente contándoles una historia. De vez en cuando, por lo visto cuando decía una frase especialmente poética o feliz, uno de los espectadores dejaba caer una moneda en el cuenco que el viejo tenía junto a él en el suelo. Mi dominio del farsi no era suficiente para apreciar estos matices, pero me bastaba para seguir el hilo de la historia, y ésta era interesante, así que me quedé allí y escuché. El sa'ir estaba contando cómo nacen los sueños.