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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (52 page)

BOOK: El viajero
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—¡El niño ha muerto! ¿Pero de qué? ¿No dijo que no le habían hecho daño? ¿Que sólo se lo fueron pasando mientras cabalgaban?

Yo levanté las manos con un gesto de impotencia:

—Estuvimos charlando. Luego cayó así, hacia adelante. Como un muñeco de serrín que ha perdido todo el serrín.

Mi tío se apartó sollozando y tosiendo. Mi padre cogió delicadamente al niño por los hombros y lo levantó, recostando de nuevo su cabeza inerte contra la silla y con una mano lo sostuvo para que no se cayera mientras con la otra quitaba las ropas empapadas de sangre. Luego mi padre hizo un ruido como de vómito y murmuró repitiendo lo que el niño nos había contado:

—Los karauna estaban hambrientos —y retrocedió con un movimiento de asco, dejando que el cuerpo del niño cayera de nuevo hacia adelante, pero no sin que antes yo también lo viera.

Lo que le había sucedido a Aziz no puedo compararlo a nada excepto a un antiguo cuento griego que me habían contado en cierta ocasión en la escuela sobre un robusto niño de Esparta y un cachorro voraz de zorro que llevaba escondido bajo su túnica. 6

Dejamos los cuerpos de los karauna donde estaban, como carroña para los picos de cualquier buitre que pudiera encontrarlos. Pero nos llevamos el pequeño cuerpo de Aziz, mordido, desventrado y parcialmente devorado, y nos dirigimos de nuevo al oasis. No quisimos dejarle sobre la superficie de arena, ni enterrarlo debajo suyo, porque nada puede enterrarse tan profundamente en la arena que el viento no consiga cubrirlo y descubrirlo continuamente, tan indiferente con cualquier objeto como con el estiércol de camello que dejan las caravanas.

Mientras regresábamos al oasis pasamos por el borde blanco de un pequeño pan de sal y nos detuvimos allí. Llevamos a Aziz sobre la tierra temblorosa, envuelto en mi aba como en un sudario y encontramos un lugar donde pudimos romper la costra brillante, y depositamos a Aziz sobre el lodo movedizo que apareció debajo. Le dijimos nuestro

adiós y le rezamos algunas plegarias durante el tiempo que tardó el pequeño fardo en hundirse y desaparecer de nuestra vista.

—La placa de sal volverá a cerrarse pronto encima suyo —reflexionó mi padre —. Descansará debajo sin que nada lo altere, ni la corrupción, porque las sales impregnarán su cuerpo y lo conservarán.

Mi tío, rascándose distraídamente el codo, dijo con resignación:

—Incluso pudiera ser que esta tierra, como otras que he visto, se levante con el tiempo, se quiebre y rehaga su topografía. Algún futuro viajero quizá lo encuentre dentro de unos siglos y contemple su dulce rostro y se pregunte cómo fue que un ángel del cielo cayera a la Tierra y lo enterraran aquí.

Esta despedida era la mejor que podía pronunciarse para el difunto. Dejamos, pues, a Aziz, montamos de nuevo y continuamos la marcha. Cuando regresamos al oasis Narices llegó corriendo, lleno de pena y preocupación, y luego deshaciéndose en lamentos cuando vio que volvíamos los tres solos. Le contamos, con las menos palabras posibles, cómo habíamos sido privados del miembro más pequeño de nuestro grupo. Él murmuró algunas plegarias musulmanas con aspecto adecuadamente triste y apesadumbrado, y luego nos dirigió una condolencia musulmana típicamente fatalista:

—Que vuestras vidas se alarguen, oh buenos amos, con los días que el niño ha perdido, InSallah.

En aquel entonces el sol se encontraba ya en el punto más alto, y además estábamos cansados y mi cabeza parecía que fuera a estallar de dolor y nos sentíamos incapaces de emprender de nuevo apresuradamente la marcha, o sea que nos preparamos a pasar otra noche en aquel oasis, que ya no era un lugar de felicidad para nosotros. Los tres mongoles nos habían precedido, y Narices continuó dedicándose a lo que estaba haciendo cuando llegamos: ayudar a aquellos hombres a limpiar, untar y vendar sus heridas.

Estas heridas eran numerosas, pero ninguna era muy seria. El hombre que en principio parecía peor herido sólo tuvo los sesos revueltos temporalmente cuando un caballo le dio una patada en la cabeza en la refriega final con los karauna; estaba ya muy recuperado. A pesar de ello los tres hombres tenían numerosas heridas de espada, habían perdido mucha sangre y debían de estar muy debilitados, y nosotros suponíamos que se quedarían unos días en el oasis para recuperarse. Pero ellos nos dijeron que eran mongoles, indestructibles e imparables, y que continuarían su marcha. Mi padre les preguntó adonde se dirigían. Respondieron que no tenían un destino asignado, y que sólo llevaban orden de encontrar, perseguir y destruir a los karauna del Dasht-e-Kavir, y ellos querían continuar con su misión. Mi padre les mostró entonces nuestro pas-separtout firmado por el gran kan Kubilai. Desde luego ninguno de aquellos hombres sabía leer, pero reconocieron fácilmente el sello distintivo del kan de todos los kanes. Quedaron estupefactos de que estuviera en posesión nuestra, como antes, cuando se sorprendieron de que mi padre y mi tío les hablaran en su lengua, y preguntaron si deseábamos darles alguna orden en nombre del gran kan. Mi padre propuso que llevando nosotros ricos presentes para su señor supremo, ellos podían colaborar en su entrega escoltándonos a caballo hasta Mashhad, y aceptaron con gusto. Al día siguiente partimos siete personas hacia el noreste. Los mongoles desdeñaban conversar con un vil camellero, y tío Mafio no parecía dispuesto a hablar con nadie y mi cabeza todavía me dolía cuando vibraba al hablar, o sea que sólo mi padre y nuestros tres nuevos compañeros hablaron mientras cabalgábamos, y yo ya tuve bastante con cabalgar cerca de ellos y escucharlos, empezando así a aprender un nuevo idioma. Lo primero que aprendí fue que el nombre mongol no denota a una raza o a una nación de gentes, el nombre deriva de la palabra mong, que significa valiente, y aunque los tres

mongoles de nuestra escolta parecían semejantes entre sí a mis ojos poco expertos, en realidad eran tan distintos como si hubiesen sido venecianos, genoveses y písanos. Uno era de la tribu jalkas, otro de los merkit y el otro de los buriat, tribus que según entendí

provenían originalmente de partes muy separadas de los países que el poderoso Chinghiz (jalkas de nacimiento) había unido hacía mucho al empezar a constituir el kanato mongol. Además uno de los hombres era de fe budista, el otro taoísta, religiones de las que yo no sabía nada, y el tercero era, aunque parezca extraño, cristiano nestoriano. Pero al mismo tiempo supe que sea cual fuere el origen tribal de un mongol o su afiliación religiosa o su ocupación militar, nunca se le llama jalka o cristiano o incluso arquero o armero u otra designación semejante. Él se llama siempre mongol, y además orgullosamente: «¡Mongol!», y sólo mongol hay que llamarle, porque serlo supera todo lo que pueda ser por otros conceptos, y el nombre de mongol tiene primacía sobre todos los demás nombres.

Sin embargo mucho antes de que pudiera trabar la más mínima conversación con nuestras tres escoltas, había deducido de su comportamiento algunas de las costumbres y usos curiosos de los mongoles, o quizá dicho con más justeza, algunas de sus bárbaras supersticiones. Cuando estábamos todavía en el oasis, Narices les había propuesto que se lavasen la sangre, el sudor y la porquería acumulados largo tiempo en sus ropas, para quedar frescos y limpios en la próxima fase de su viaje. Ellos rechazaron la propuesta indicando que era imprudente lavar un artículo de ropa cuando uno estaba fuera de casa, porque podía provocar una tempestad. Sin embargo ninguna persona con un poco de sentido común se molestaría si cayera algún tipo de precipitación húmeda en aquel desierto reseco y requemado, por misterioso que fuera su origen. Pero los mongoles, que no temen nada bajo el cielo, se asustan tanto con el trueno y los relámpagos como los niños o las mujeres más apocadas.

Además, mientras estábamos todavía en aquel oasis con agua abundante los tres mongoles nunca se dieron un baño completo y refrescante, aunque Dios sabe cómo lo necesitaban. Se les había formado una corteza tal que casi crujía, y su aroma podría haber ahuyentado a un chacal. Pero lo único que se lavaban era la cabeza y las manos, y esta pequeña ablución la hacían de modo perentorio. Uno de ellos metía una calabaza en la fuente, pero no llegaba a utilizar toda el agua de la calabaza. Chupaba el agua hasta llenarse la boca, la guardaba allí y luego la iba escupiendo en las manos juntas, un pequeño escupitajo cada vez: con el primero se humedecía el pelo, con el siguiente las orejas, y así sucesivamente. Sin duda esto no se debía a ninguna superstición sino al afán de conservación, una costumbre impuesta por un pueblo que ha de pasar gran parte de su tiempo en una tierra árida. Pero creo que hubieran sido personas más aceptables socialmente si hubiesen dejado de lado estas limitaciones cuando ya no eran necesarias. Otra cosa. Aquellos tres hombres llegaron procedentes del noreste cuando nos encontraron. Ahora avanzábamos todos en aquella misma dirección, ellos también, obligatoriamente, pero insistieron en que cabalgáramos a un lado de su primera pista, a un farsaj de distancia de ella, porque según nos dijeron era de mal agüero volver exactamente por el mismo camino recorrido a la ida.

También nos informaron que era muy funesto que durante la primera noche que acampábamos juntos un miembro de la expedición se sentara con la cabeza inclinada, como de pena, o que apoyara la mejilla o la barbilla en la mano como si estuviera meditando. Esto, según dijeron, podía causar tristeza en todo el grupo. Y mientras lo decían, miraban inquietos a tío Mafio, que estaba sentado precisamente de aquel modo y que desde luego tenía un aire desolado. Mi padre o yo podíamos alegrarlo un momento y conseguir que se mostrara sociable, pero pronto volvía a hundirse en la melancolía. Durante mucho tiempo después de la muerte de Aziz mi tío apenas habló, suspiraba a

menudo y se mostraba afligido y triste. Yo había intentado antes adoptar una actitud tolerante hacia su naturaleza poco masculina, pero ahora me sentía más inclinado a demostrar un desprecio divertido y exasperado. No hay duda de que si un hombre puede encontrar el placer sensual únicamente con personas de su sexo también puede hallar un amor profundo y duradero con alguna de estas personas, y un sentimiento auténtico de este tipo, como los casos más convencionales de verdadero amor, puede apreciarse, admirarse y alabarse. Sin embargo tío Mafio sólo había tenido un único e insignificante encuentro sexual con Aziz, y aparte de esto no había tenido más intimidad con el niño que el resto de nosotros. Todos estábamos afligidos por Aziz, y llorábamos su pérdida. Pero que tío Mafio continuara igual, y que lo hiciera como un hombre llora a una esposa perdida al cabo de muchos años de feliz matrimonio era algo lúgubre, ridículo e impropio. Él continuaba siendo mi tío y yo continuaría tratándole con el debido respeto, pero en mi interior había llegado a la conclusión de que su exterior macizo, corpulento y fuerte no contenía en su interior mucha sustancia.

Nadie podía estar tan triste como yo por la muerte de Aziz, pero me daba cuenta de que mis motivos eran principalmente egoístas, y que no me daban derecho a quejarme en voz alta. Un motivo era que había prometido tanto a Sitaré como a mi padre que guardaría al niño de todo mal, y no lo había cumplido. Por ello no estaba seguro si me sentía más apenado por su muerte o por mi fracaso como guardián. Otro de mis motivos egoístas era que me apenaba que hubiesen arrancado de este mundo a una persona cuya existencia valía la pena conservar. Sí, ya sé que cuando alguien muere, todo el mundo se apena, pero no por ello el motivo es menos egoísta. Nosotros, los supervivientes, nos quedamos sin la persona que acaba de morir. Pero él o ella se queda sin nada, sin las demás personas, sin todas las cosas que vale la pena tener, sin el mundo entero y todo lo que contiene, y se queda privado en un instante, y una pérdida así merece unos lamentos tan altos, grandes y duraderos que quienes nos quedamos en el mundo somos incapaces de expresarlos.

Aún tenía otro motivo egoísta para lamentar la muerte de Aziz. No podía olvidar el sermón de la viuda Ester: un hombre ha de hacer uso de todo lo que la vida le ofrece para no morir luego echando de menos las oportunidades que desaprovechó. Quizá era una demostración loable de virtud que yo hubiese rechazado el ofrecimiento de Aziz, dejando así sin mancha su castidad. Quizá hubiese sido pecaminoso para mí y reprensible haberlo aceptado, despojando así su castidad. Pero ahora me preguntaba qué

importancia tenía esto puesto que en cualquier caso Aziz se habría ido a su tumba con igual rapidez. Si nos hubiésemos abrazado, el hecho habría supuesto un último placer para él y un placer único para mí: lo que Narices había llamado «viaje más allá de lo corriente», y tanto si el resultado era inocuo como inicuo no habría dejado ningún rastro en la sal movediza que todo se lo traga. Pero yo me había negado y si se presentaba de nuevo una oportunidad semejante en el resto de mi vida no me la ofrecerla ya el bello Aziz. Éste había desaparecido y aquella oportunidad se había pedido y en aquel momento, no en un imaginario y futuro lecho de muerte, en aquel memento me sabía mal haberla perdido.

Pero yo estaba vivo. Y mi tío, mi padre, yo y nuestros compañeros continuamos el viaje, porque esto es lo único que podemos hacer los vivientes para olvidar la muerte, o para desafiarla.

No se nos acercó ningún karauna más, ni ningún otro peligro nos acechó y ni siquiera nos encontramos con otros viajeros durante el resto de nuestra travesía por el desierto. O

nuestra escolta mongol había sido innecesaria o su presencia había desalentado otros ataques. Salimos finalmente de las tierras bajas arenosas, alcanzamos las montañas Binalud, y ascendimos por esta cordillera hasta Mashhad. Era una ciudad bonita y

agradable, algo mayor que Kashan, y sus calles estaban ocupadas por hileras de árboles chinar y moreras.

Mashhad es una de las grandes ciudades sagradas del Islam persa, porque un mártir muy venerado de los antiguos tiempos, el imán Riza, está enterrado en una masyid muy adornada de esta ciudad. La visita piadosa de un musulmán a Mashhad le permite anteponer el prefijo de Meshadi a su nombre, al igual que un peregrinaje a La Meca le da derecho a que le llamen Hayyi. La mayor parte de la población de la ciudad estaba formada por peregrinos de paso, y por ello Mashhad tenía posadas tipo caravasar muy limpias y confortables. Nuestros tres mongoles nos condujeron a una de las mejores, y ellos mismos pasaron allí una noche antes de reanudar sus patrullas en el Dasht-e-Kavir. En este caravasar los mongoles demostraron una más de sus costumbres. Mientras que mi padre, mi tío y yo nos alojamos agradecidos dentro de la posada, y nuestro camellero Narices se alojó agradecido en el establo con sus animales, los mongoles insistieron en extender sus jergones enrollables al aire libre, en el centro del patio, y ataron sus caballos a estacas que clavaron a su alrededor. El posadero de Mashhad les permitió

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