El viajero (101 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
11.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El gran kan os recibirá cuando lleguéis.

Era Buyantu, de pie ante la cama, mirándonos a mí y a su hermana con ojos furiosos. Biliktu lanzó otro gemido que era casi un aullido de terror, se soltó de mis brazos y saltó

de la cama. Buyantu dio media vuelta y salió bruscamente de la habitación. Yo también me levanté y me vestí, cuidando mucho de mi aspecto. Biliktu se vistió al mismo tiempo, pero más lentamente, como para asegurarse de que yo sería el primero en enfrentarse con Buyantu.

La hermana estaba de pie en la sala principal, con los brazos cruzados y apretados dentro de las mangas y una expresión borrascosa en su rostro, como una maestra a punto de castigar a un alumno malo. Abrió la boca, pero yo levanté una mano magistral para detenerla.

—No me había dado cuenta hasta ahora —le dije —. Estás demostrando celos, Buyantu, y creo que esta actitud es muy egoísta Es evidente que desde hace meses me has ido alejando gradualmente de Biliktu. Supongo que debería sentirme halagado de que quieras tenerme sólo para ti. Pero en realidad debo quejarme. Estos celos tan poco fraternos podrían perturbar la paz que ha reinado hasta ahora en nuestro pequeño domicilio, y tú debes simplemente resignarte a compartir con tu hermana mi afecto y atenciones.

—¿Celosa? —gritó —. ¡Sí, estoy celosa! Y te arrepentirás de haberte aprovechado tan sórdidamente de mi ausencia. Te arrepentirás de este holgorio rápido y furtivo. Pero

¿crees que estoy celosa de ti? ¡Desde luego te pavoneas como un ciego estúpido!

Me estremecí de asombro, porque nunca en mi vida se me había dirigido un criado en aquel tono. Pensé que Buyantu había perdido la cabeza. Pero al instante siguiente mi sorpresa fue mayor, porque ella continuó con idéntica furia:

—¿Celosa de ti, ferenghi cabrón y engreído? ¡Lo que deseo es su amor, y lo quiero sólo para mí!

Biliktu entró apresuradamente en la habitación y poniendo la mano sobre el brazo de su hermana gritó:

—¡Lo tienes, Buyantu, sabes muy bien que lo tienes!

Buyantu quitó bruscamente la mano:

—No es esto lo que he visto.

—Siento que lo hayas visto. Y siento más haberlo hecho —dijo Biliktu dirigiéndome una mirada de odio que me dejó atónito —. Me cogió desprevenida. No pude resistir.

—Has de aprender a decir no.

—Lo haré. Diré no. Te lo prometo.

—Somos mellizas. No debería interponerse nada entre nosotras.

—Nada se interpondrá, amor mío, no volverá a pasar.

—Recuerda que tú eres mi pequeña.

—¡Oh, sí! ¡Lo soy! ¡Lo soy! Y tú eres mía.

Se echaron una en brazos de la otra con lágrimas de amante corriendo por sus mejillas. Yo me había quedado delante suyo, atontado, moviéndome como un péndulo, finalmente carraspeé y dije:

—Bueno…

Biliktu me dirigió entre lágrimas una mirada de pena y reproche.

—Bueno… pues… ahora el gran kan me está esperando, chicas. Buyantu me dirigió una mirada asesina.

—Cuando vuelva podremos… bueno, me gustaría oír alguna sugerencia… o sea algún arreglo para… —renuncié a continuar por este camino y dije —: Por favor, queridas, esperad que vuelva; y si podéis dejar de meteros mano, tengo un trabajito para vosotras.

¿Veis esta vasija sobre el brasero?

Las dos volvieron la cabeza y miraron con indiferencia el objeto. La vasija estaba ya muy caliente y levanté la tapa cogiéndola con una punta de mi ropa. Su contenido emitía una delgada y malhumorada columna de humo, pero todavía no daba señal de querer fundirse. Volví a tapar cuidadosamente la vasija y les dije:

—Mantened el fuego encendido, pero un luego muy bajo.

Deshicieron su abrazo, se acercaron obedientes al brasero, y Biliktu puso unos pedacitos de carbón sobre las brasas.

—Gracias —dije —. No necesita más cuidados. No os alejéis del brasero y conservad el fuego a este nivel. Y cuando yo vuelva…

Pero ya no me hacían caso y se estaban de nuevo mirando apasionadamente a los ojos, o sea que me fui.

Kubilai me recibió en su sala del aparato de terremotos, sin nadie presente, y me saludó

cordial pero no efusivamente. Sabía que tenía algo que decirle y estaba dispuesto a oírme inmediatamente. Sin embargo yo no quería soltar de golpe la información que había traído, y empecé con circunspección.

—Excelencia, no quiero por ignorancia dar un peso o una impetuosidad indebidos a mis pequeños servicios. Creo que os traigo noticias de cierto valor, pero no puedo valorarlas adecuadamente sin aumentar algo mis pequeños conocimientos actuales sobre la disposición que el gran kan da a sus ejércitos y la naturaleza de sus objetivos. Kubilai no se ofendió con mi presunción ni me dijo que fuera a informarme con sus subordinados.

—Como cualquier conquistador, mi deber ahora es conservar lo que he ganado. Hace quince años, cuando fui elegido kan de todos los kanes de los mongoles, mi propio hermano Arikbugha puso en entredicho mi ascenso, y tuve que destituirle. Más recientemente en varias ocasiones he tenido que ahogar ambiciones semejantes de mi primo Kaidu. —Hizo con la mano el gesto de apartar tales nimiedades —. Las plantas efímeras conspiran continuamente para derribar el cedro. Son pequeñas molestias pero me obligan a mantener parte de mis tropas apostadas en todas las fronteras de Kitai.

—¿Puedo preguntar, excelencia, sobre las tropas que están en campaña, no en sus guarniciones?

El me ofreció otro resumen, igualmente sucinto:

—Si quiero conservar seguro este país de Kitai que gané a los Jin, debo poseer también las tierras meridionales de los Song. El mejor sistema para conquistarlas es rodeándolas,

y apoderándome primero de la provincia de Yunnan. Éste es el único lugar donde mis ejércitos están actualmente en campaña activa, bajo la dirección de mi buen orlok Bayan.

Para no impugnar la capacidad de su orlok Bayan escogí con cuidado las siguientes palabras.

—Tengo entendido que se dedica a esto desde hace algún tiempo. ¿Es posible, excelencia, que la conquista de Yunnan le resulte más difícil de lo esperado?

Kubilai me miró con ojos prietos:

—No está a punto de ser derrotado, si te refieres a esto. Pero tampoco le resulta fácil la victoria. Tuvo que avanzar hasta allí desde la tierra de To-Bhot, es decir, que tuvo que bajar a Yunnan a través de los contrafuertes de las montañas Hangduan. Nuestros ejércitos de caballería están más adaptados y acostumbrados a luchar sobre llanuras planas. El pueblo yi de Yunnan conoce todos los recovecos de estas montañas y lucha de modo móvil y astuto; no se enfrenta nunca directamente con nosotros, sino que dispara desde ocas y árboles para luego huir y esconderse en otro lugar. Es como aplastar mosquitos con un capazo de ladrillos. Sí, puedes decir sin equivocarte que a Bayan no le resulta fácil la conquista.

—He oído calificar a los yi de turbulentos —dije yo.

—También este adjetivo es acertado. Desde sus seguros refugios nos desafían a gritos. Es evidente que creen que pueden resistir hasta que nosotros nos vayamos. Pero están equivocados.

—Pero cuanto más tiempo resistan, más muertos habrá por ambos bandos y la misma tierra se empobrecerá y su conquista tendrá menos interés.

—Por desgracia también esto es cierto.

—Si se les pudiera quitar esta ilusión de invencibilidad, excelencia, ¿no sería la conquista más fácil? ¿Con menos muertos y menos destrucción de la provincia?

—Sí. ¿Conoces algún sistema para disolver esta fantasía?

—No estoy seguro, excelencia. Permitid que lo exprese así. ¿Suponéis que los yi se ven alentados en su resistencia porque saben que tienen a un amigo en la corte?

La mirada del gran kan se transformó en la de un leopardo cazador al acecho. Pero no rugió como un leopardo, sino que habló con la suavidad de una paloma:

—Marco Polo, dejemos de dar vueltas alrededor del tema, como si fuéramos dos han regateando en el mercado. Dime quién es.

—Tengo información, excelencia, al parecer segura, de que el ministro de Razas Menores, Bao Neihe, aunque aparenta ser han en realidad es un yi de Yunnan. Kubilai se quedó sentado pensativamente, aunque las llamas de sus ojos no se apagaron, y al cabo de un rato gruñó para sí:

—Vaj! ¿Quién puede distinguir a estas alimañas de ojos oblicuos? Todos son igual de pérfidos.

Pensé que lo mejor era añadir:

—Ésta es la única información de que dispongo, excelencia, y no acuso de nada al ministro Bao. No tengo pruebas de que haya espiado en favor de los yi, ni de que se haya comunicado con ellos de ningún modo.

—Basta con que aparente ser lo que no es. Has hecho bien, Marco Polo. Voy a llamar a Bao para interrogarle, y quizá más tarde tenga motivos para hablar de nuevo contigo. Cuando salí de la estancia del gran kan un mayordomo de palacio me esperaba en el pasillo para comunicarme que el primer ministro Achmad quería que le visitara inmediatamente. Me dirigí a sus aposentos, sin ningún entusiasmo, pensando: «¿Cómo puede haberse enterado tan de prisa?»

El árabe me recibió en una habitación decorada con una única y enorme pieza que

supongo podía considerarse como una escultura realizada por la naturaleza. Era una gran roca, tan alta como dos hombres y de circunferencia cuatro veces mayor. Aquella pieza tremenda, que era de lava solidificada, parecía hecha de llamas petrificadas, y estaba llena de giros y convoluciones grises, de agujeros y pequeños túneles. En algún punto de su base había un cuenco de incienso y un humo azul y perfumado subía y se enroscaba por las sinuosidades de la escultura, salía por unos agujeros y entraba en otros, como si todo el conjunto se estuviera retorciendo sometido a un tormento lento e incesante.

—Me habéis desobedecido y desafiado —dijo Achmad inmediatamente, sin saludos ni preparaciones —. Continuasteis escuchando hasta que oísteis algo que perjudicaba a un alto ministro de esta corte.

Yo le contesté:

—La información me llegó antes de poder retirar la oreja. —No ofrecí más excusas ni atenuantes, sino que añadí valientemente —: Pensé que me había llegado sólo a mí.

—Lo que se habla en el camino se oye en la hierba —dijo con indiferencia —. Un viejo proverbio han.

Con idéntico atrevimiento, repliqué:

—Ha de haber alguien que escuche en la hierba. Durante todo este tiempo había supuesto que mis doncellas informaban sobre mí al kan Kubilai o al príncipe Chingkim, y la cosa me parecía razonable. Pero en realidad siempre han sido vuestras espías, ¿no es cierto?

No sé si se habría preocupado de mentir o de desmentirlo, o si se hubiese preocupado incluso de confirmar el hecho, porque en aquel momento hubo una ligera interrupción. Una mujer procedente de una habitación vecina empezó a pasar por las cortinas de las puertas, pero al darse cuenta de que Achmad tenía visita, volvió a salir bruscamente. Lo único que percibí de ella fue que era una mujer de estatura exageradamente alta y que iba elegantemente vestida. Su conducta demostraba que no quería que yo la viera, por lo que supuse que era la esposa o concubina de alguien ocupada en alguna aventura ilícita. Pero yo no recordaba haber visto ninguna mujer tan alta y robusta en el palacio. Pensé

que el pintor maestro Zhao cuando habló de los gustos depravados del árabe no había concretado los objetos de sus deseos. ¿Tenía el valí Achmad un interés especial por mujeres más altas que la mayoría de hombres? No lo pregunté y él no dio ninguna importancia a la interrupción, sino que dijo:

—El mayordomo os encontró en las habitaciones del gran kan, supongo por lo tanto que ya le habéis comunicado vuestra información.

—Sí, valí, así lo he hecho. Kubilai está llamando al ministro Bao para interrogarle.

—Un interrogatorio infructuoso —dijo el árabe —. Parece ser que el ministro ha partido apresuradamente con destino desconocido. Si vuestro descaro llega al punto de acusarme de haberle facilitado la fuga, puedo sugeriros que Bao probablemente reconoció a los mismos visitantes del sur que le reconocieron a él, y cuya indiscreta conversación captó vuestra oreja.

Yo dije con toda sinceridad.

—Mi descaro no llega al suicidio, valí Achmad. No os acusaría de nada. Sólo diré que el gran kan pareció agradecer la información que le di. O sea que si consideráis el hecho una desobediencia contra vos, y la castigáis, supongo que el gran kan se extrañaría de ello.

—¡Impertinente lechón de una madre puerca! ¿Me desafiáis a que os castigue amenazándome con el enojo del gran kan?

No contesté nada. Sus negros ojos de ágata se volvieron todavía más pétreos y continuó

diciendo:

—Meteos esto en la cabeza, Folo. Mi destino depende del kanato, del cual soy primer ministro y vicerregente. Si hiciera algo para minar el kanato no sólo sería traidor, sino imbécil. Tengo tanto interés como Kubilai en tomar Yunnan y luego el Imperio Song y luego todo el resto del mundo, si somos capaces de hacerlo y si Ala lo permite. No os censuro por haber descubierto antes que yo que los intereses del kanato podían haber peligrado por culpa de ese impostor yi. Pero meteos también esto en la cabeza. Yo soy el primer ministro. No toleraré desobediencia ni deslealtad ni desafíos por parte de mis inferiores. Especialmente por parte de un hombre más joven que ha llegado de fuera sin experiencia sobre este país, que es un despreciable cristiano y un advenedizo en el rango de la corte, y por si esto fuera poco un insolente escalador, presuntuoso y ambicioso. Yo empecé a replicar coléricamente:

—Aquí no soy más advenedizo que… —pero él levantó imperiosamente la mano.

—No voy a destruiros completamente por esta demostración de desobediencia, porque no me ha perjudicado. Pero os prometo, Folo, que la lamentaréis tanto que no tendréis ganas de repetirla. Antes me limité a explicaros cómo era el infierno. Creo que necesitáis una demostración. —Luego, pensando quizá que su visitante femenino podía oírle, bajó la voz —: Os haré esta demostración cuando lo crea conveniente. Y manteneos bien alejado de mí.

Me fui, pero sin alejarme mucho, por si el gran kan me necesitaba de nuevo. Salí fuera, atravesé los jardines del palacio y subí por la Colina de Kara hasta el Pabellón de los Ecos, para que las claras brisas soplaran por mi atiborrada mente. Recorrí el paseo por dentro de la pared de mosaico, ordenando mentalmente las numerosas preocupaciones que me habían dado recientemente los demás o que yo había asumido personalmente: Yunnan y el yi, Narices y su dama perdida y encontrada de nuevo, las mellizas Buyantu y Biliktu, que ahora habían demostrado ser más que hermanas entre sí y menos fieles conmigo…

Other books

Savage by Kat Austen
Mystery on Blizzard Mountain by Gertrude Chandler Warner
Jilted by Eve Vaughn
Some Die Eloquent by Catherine Aird
Lady Alexandra's Lover by Helen Hardt
The Zigzag Kid by David Grossman
Dead Again by George Magnum