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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (98 page)

BOOK: El viajero
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Supuse que mi tío conservaba su horcajadura libre de pelos y le dije con cierta mordacidad:

—Muchos han se afeitan también la cabeza. ¿Vas a hacer tú lo mismo?

—Y muchos se dejan crecer el pelo y lo llevan tan largo como una mujer —dijo

afablemente —. Yo podría hacer lo mismo. ¿Viniste aquí únicamente para criticar mi tocado?

—No, pero creo que ya tengo la respuesta a lo que iba a preguntarte. Si dices que tendrás que tratar con mercaderes, entiendo que tú y papá habéis resuelto ya vuestras diferencias con el árabe malo, Achmad.

—Sí, y de modo muy agradable. Nos ha concedido todos los permisos necesarios. No hables en este tono del primer ministro, Marco. Al final no ha resultado ser tan… tan malo.

—Me alegra enterarme —dije, pero sin convencerme mucho —. Tengo que ir a verle ahora mismo.

Tío Mafio dejó su postura yacente y se incorporó:

—¿Te pidió que fueras a verle… por algún motivo?

—No. Debo ir a recoger una cierta cantidad de dinero que no sé cómo gastar.

—Ah —dijo mi tío recostándose de nuevo —. Dáselo a Nico para que lo invierta en la Compagnia. No podrías hacer inversión mejor.

Después de dudar un momento le dije:

—Creo, tío, que estás de mucho mejor humor que cuando hablamos por última vez, en privado.

—E cussi? Vuelvo a los negocios.

—Me refería a… bueno, a cosas materiales.

—Ah, mi famoso estado —dijo secamente —. Preferirías verme hundido y envuelto en la melancolía.

—En absoluto, tío. Me encanta comprobar que en cierto modo has hecho las paces contigo mismo.

—Esto es bueno, sobrino —dijo con una voz más amable —. Y ciertamente así ha sido. He descubierto que una persona a quien ya no pueden dar placer puede obtener un placer considerable dando el placer.

—Aunque no os entiendo bien, esto me alegra. , —Quizá no lo creas —dijo casi tímidamente —. Pero se me antojó hacer experimentos y descubrí que podía incluso dar placer a esta persona que me está afeitando. Sí, no te sobresaltes, a una mujer. Y ella a su vez me enseñó algunas artes femeninas de dar placer. —De repente pareció que su mismo aire de embarazo le embarazase, y soltó una gran carcajada para quitárselo de encima —. Quizá me espera una nueva carrera. Gracias por preguntar, Marco, pero ahórrame estos sonrojos. Si Achmad te espera, lo mejor es que vayas a verlo. Cuando entré en el sanctum lujosamente amueblado del primer ministro, vicerregente, ministro de Finanzas, éste no se levantó ni me saludó. Al contrario del kan de todos los kanes, el árabe esperaba que le hiciera koutou, esperó hasta que lo hice, y cuando me levanté de nuevo no me ofreció asiento. El valí Achmad tenía el aspecto de cualquier árabe: nariz de halcón, negra y espesa barba, complexión oscura y granulosa, pero iba más limpio que la mayoría de los árabes que yo había visto en las tierras árabes, pues había adoptado la costumbre de Kitai de bañarse frecuentemente. Además tenía los ojos más fríos que yo haya visto nunca en un árabe o en cualquier oriental. Los ojos marrones son normalmente tan calientes como el qahwah, pero los suyos se parecían más a astillas de la piedra de ágata de Muja. Llevaba un aba y una kafiyah árabes, pero no de algodón ligero, sino de sedas coloreadas como un arco iris.

—Vuestro sueldo, Folo —dijo descortésmente, y empujó hacia mí sobre la mesa no una bolsa de dinero, sino un montón desordenado de billetes de papel. Los recogí y los examiné. Los billetes eran todos iguales: fabricados con papel de morera oscuro y resistente, decorados a ambos lados con complejos dibujos y con una multitud de palabras, tanto en caracteres han como en el alfabeto mongol, todo ello

escrito con tinta negra, pero con una gran e intrincada marca de sello en tinta roja impresa encima. No le di las gracias. Aquel hombre me había desagradado de modo instantáneo e instintivo y podía sospechar cualquier superchería por parte suya. Entonces le dije:

—Excusadme, valí Achmad, ¿se me paga en pagheri?

—Lo ignoro —dijo lánguidamente —. ¿Qué significa esa palabra?

—Pagheri son papeles que prometen devolver un préstamo, o pagar en el futuro algún compromiso. Son una comodidad comercial en Venecia.

—Supongo entonces que también podéis llamar pagheri a esto, porque también son una comodidad: son la moneda legal de este reino. Tomamos el sistema de los han, que lo llaman «moneda volante». Cada uno de los papeles que tenéis en la mano vale un liang de plata.

Empujé el montoncito hacia él por encima de la mesa.

—Entonces, si el valí no se opone, preferiría llevarme la plata.

—Esto es el equivalente —contestó secamente —. Con tal cantidad de plata vuestra bolsa se arrastraría por el suelo. Lo bueno de la moneda volante es que puede cambiarse o transportarse sin peso ni bulto grandes sumas, incluso inmensas sumas. O pueden esconderse en el colchón, si sois avaro. Además cuando se paga una compra el mercader no tiene que pesar cada vez la moneda ni verificar la pureza del metal.

—¿Queréis decir —continué yo sin convencerme —, que podría ir al mercado, comprar un cuenco de mían para comer y el vendedor aceptaría en pago uno de estos papeles?

—Bismillah! Os daría la parada entera por un papel. Y probablemente os daría también su esposa y sus hijos. Os he dicho ya que cada papel vale un liang. Un liang es mil qian, y con un qian podríais comprar veinte o treinta cuencos de mían. Si necesitáis cambio pequeño: tomad —sacó de un cajón varios paquetes de papeles de menor tamaño —.

¿Cómo lo queréis? ¿Billetes de medio liang? ¿De cien qian? ¿Qué queréis?

—¿Se fabrica moneda volante de todos los valores? —le pregunté asombrado —. ¿Y la gente la acepta como dinero real?

—¡Es dinero real, infiel! ¿No sabéis leer? Estas palabras en el papel atestiguan su realidad. Proclaman su valor nominal, y contienen las firmas de los numerosos funcionarios, tesoreros y secretarios del tesoro imperial. Mi propio nombre figura también entre los demás. Y encima de todo se ha estampado en tinta roja un yin mucho mayor: el gran sello del propio Kubilai. Esto garantiza que en cualquier momento el papel puede cambiarse por su valor nominal en plata auténtica de los almacenes del tesoro. O sea que este papel es tan real como la plata que representa.

—Pero ¿qué pasaría —insistí —si un día alguien quisiera redimir uno de esos papeles y no lo aceptaran…?

Achmad dijo secamente:

—Si llega un momento en que el yin del gran kan no merece ningún respeto, tendréis que preocuparos de cosas más urgentes que de vuestro sueldo. A todos nos pasará lo mismo.

Mientras examinaba la moneda volante pensé en voz alta:

—Sin embargo creo que el tesoro tendría menos problemas si se limitara a entregar trozos de plata. Porque si circulan por todo el reino estos papelitos y si cada funcionario ha de escribir su nombre en cada uno de ellos…

—No escribimos nuestros nombres una y otra vez —dijo Achinad, con un tono que empezaba a notarse muy molesto —. Lo escribimos sólo una vez y a partir de esta firma el maestro fabricante de yins de palacio, hace un yin, que es una palabra escrita al revés como un sello grabado, que puede entintarse y estamparse sobre papel innumerables veces. Supongo que incluso vuestra poco civilizada Venecia conoce los sellos.

—Sí, valí Achmad.

—Muy bien. Para fabricar una pieza de moneda se disponen todos los yin separados correspondientes a palabras, caracteres y letras y se juntan formando una pieza del tamaño adecuado. Esta pieza se entinta repetidamente y los papeles se aprietan contra ella uno por uno. Es un proceso que los han llaman zishuju, más o menos «escritura reunida».

Yo asentí, y dije:

—Nuestros monjes occidentales a menudo cortan un bloque de madera y cincelan en ella la letra mayúscula inicial de un manuscrito, y con él imprimen varias páginas, que luego los frailes iluminadores colorean y tratan en sus estilos individuales, antes de pasar a escribir el resto de la página a mano.

Achmad movió negativamente la cabeza:

—En la escritura reunida la impresión no se limita a la letra inicial, y no hay que hacer nada a mano. Se moldean en terracota muchos yin idénticos con cada carácter del lenguaje han, y ahora también hay yins de cada letra del alfabeto mongol, con lo que este zishuju puede combinar un número cualquiera de yins para formar un número cualquiera de palabras. De este modo pueden componerse páginas enteras de escritura, y estas páginas pueden combinarse para formar libros enteros. Con la zishuju se pueden producir libros en grandes cantidades, siendo todas las copias iguales y el resultado mucho más rápido y perfecto que si un escriba los escribiera a mano. Si se hicieran yins del alfabeto arábigo y del alfabeto romano, podrían producir libros en cualquier lenguaje conocido, de modo igualmente fácil, abundante y barato.

—¿Estáis seguro? —murmuré —. Creo, valí, que este invento es más admirable incluso que el de la moneda volante.

—Tenéis razón, Folo. Me di cuenta de ello cuando vi por primera vez uno de los libros de escritura reunida. Tuve la intención de enviar algunos especialistas han hacia occidente para que enseñaran la fabricación de la zishuju a mis compatriotas de Arabia. Pero afortunadamente me enteré a tiempo de que las piezas del zishuju se entintan con cepillos hechos con cerdas de cerdo. Por lo tanto sería impensable proponer el proceso a las naciones del santo Islam.

—Sí, lo entiendo. Bueno, os agradezco, Achmad, tanto la instrucción como el sueldo —y me puse a meter los papeles en mi bolsa del cinto.

—Permitid —dijo tranquilamente —que os ofrezca dos pequeñas instrucciones más. Hay algunos lugares donde no se puede gastar la moneda volante. Por ejemplo el acariciador sólo acepta sobornos de oro macizo. Pero creo que ya estáis enterado de esto. Procuré que mi rostro no cambiara de expresión y elevé mis ojos de la bolsa a su gélida mirada de ágata. Me pregunté cuántas cosas más sabía de mi vida, y él me informó

amablemente:

—No soñaría siquiera en proponeros desobedecer al gran kan. Él os pidió que investigarais. Pero os sugiero que limitéis vuestras investigaciones a los pisos de arriba del palacio. No abajo, en las mazmorras del maestro Ping. Ni en los aposentos de los criados.

Sabía por lo tanto que yo había puesto una oreja debajo de las escaleras. ¿Pero sabía el porqué? Sabía que yo estaba interesado en el Ministerio de Razas Menores, y suponiendo que lo supiera, ¿por qué le importaba? ¿O quizá temía que me enterara de algo perjudicial para el primer ministro? Mantuve el rostro inexpresivo y esperé.

—Las mazmorras subterráneas son lugares poco sanos —continuó él, con tanta indiferencia como si me diera consejos sobre la humedad y el reuma —. Pero las torturas pueden llevarse a cabo también sobre la tierra, y son torturas mucho peores que las del acariciador.

En esto yo no estaba de acuerdo:

—Estoy seguro de que nada puede ser peor que la Muerte de un Millar. Quizá, valí

Achmad, no sabéis que…

—Lo sé. Pero incluso el acariciador sabe infligir una muerte peor que ésa. Y yo conozco varias más. —Sonrió, o lo hicieron sus labios porque sus ojos continuaron siendo como piedra —. Vosotros los cristianos pensáis que el infierno es la tortura más terrible que puede existir, y vuestra Biblia dice que el infierno consiste en dolor. «Serán arrojados a un infierno de fuego, donde sus gusanos no morirán y el fuego no se extinguirá». Esto dijo el dulce Jesús, en Cafarnaúm, a sus discípulos. Yo os aconsejo, como Jesús, que no tonteéis con el infierno, Marco Folo y que no os dejéis seducir por las tentaciones que podrían conduciros a él. Pero voy a deciros algo sobre el infierno que vuestra Biblia cristiana no dice. El infierno no es necesariamente un fuego inextinguible ni un gusano que roe, ni un dolor físico de tipo concreto. El infierno tampoco tiene que ser necesariamente un lugar. El infierno es simplemente lo que hace más daño, sea lo que sea.

11

Salí de las habitaciones del primer ministro y me fui directamente a las mías con la intención de ordenar a Narices que suspendiera sus actividades de espionaje, por lo menos hasta que pudiera meditar más seriamente sobre las advertencias y amenazas del valí. Pero Narices no estaba allí; había otro esclavo. Biliktu y Buyantu me esperaban en el vestíbulo con sus cejas altaneramente arqueadas para informarme de que una esclava, una extranjera, se había presentado y había pedido permiso para esperar a que yo llegara. Las mellizas, que no eran propiedad mía ni de nadie, se mostraban siempre desdeñosas con sus inferiores, pero parecía que esa visita las molestara más que de costumbre. Sentí curiosidad por conocer lo que había provocado esta reacción y pasé a la sala principal. Había una mujer sentada en un banco. Cuando entré, se echó al suelo y ejecutó un grácil koutou, quedándose arrodillada hasta que le mandé levantarse. Se puso en pie, yo la miré y mis ojos se quedaron clavados en ella llenos de admiración. Los esclavos del palacio, cuando sus recados los obligaban a salir de sus bodegas, cocinas o establos y a pasearse entre sus superiores, iban siempre bien vestidos, para honrar así a sus amos, o sea que no fue el bello traje de la mujer lo que me sorprendió. Lo que me asombró es que lo llevaba como si ella se mereciera lo mejor, como si estuviera acostumbrada a lo mejor, y supiera que ningún atavío por rico que fuera podía eclipsar su propio resplandor.

No era una muchacha: seguramente tenía la misma edad que Narices o que mi tío Mafio. Pero en su rostro no había arrugas, y los años sólo habían añadido dignidad a su belleza. Si de sus ojos había desaparecido el centelleo cambiante de un riachuelo, había ocupado su lugar una profundidad y una placidez dignas de un lago de montaña. En su cabello había algunas hebras de plata, pero el color era en general de un cálido negro rojizo, y no lo tenía lacio como el cabello de Kitai, sino que era un montón de rizos. Tenía la figura erguida, y por lo que podía distinguirse a través de la ropa de brocado se conservaba firme y con bellas formas.

Ella, al ver que sólo la saludaba con la boca abierta, dijo, con una voz aterciopelada:

—Sois, me imagino, el amo del esclavo Ali Babar.

—¿Quién? —pregunté atontado —. Ah, sí, claro, Ali Babar me pertenece. Para disimular mi momentánea confusión, murmuré una excusa y fui a echar una ojeada a la jarra donde tenía guardado mi polvo inflamante. ¡Aquélla era, pues, la princesa turca Mar-Yanah!

—Lo siento. ¿Qué puede decirse en un caso así? Sin duda fue terrible.

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