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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (128 page)

BOOK: El viajero
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La evidencia irrefutable de la larga duplicidad de Achmad irritó tanto a Kubilai, confirmando sus primeras impresiones, que nombró ministro de Finanzas a un anciano erudito han, conocido mío, el matemático de la corte Linan. Kubilai empezó a detestar tanto a los musulmanes que proclamó nuevas leyes limitando severamente la libertad de los musulmanes de Kitai, reduciendo la extensión de sus actividades mercantiles,

prohibiéndoles practicar la usura como antes, y rebajando sus exorbitantes beneficios. Obligó también a los musulmanes a renunciar públicamente al texto de su sagrado Corán que les permite estafar, engañar y matar a quienes no pertenezcan al Islam. Aprobó asimismo una ley que obligaba a los musulmanes a comer cerdo, si se lo servía un anfitrión o posadero. Creo que esta ley no se obedeció nunca mucho, ni se aplicó de modo muy estricto. Y sé que las demás leyes envenenaron las ideas de muchos musulmanes, ricos y poderosos, residentes en Kanbalik. Lo sé porque los oí murmurar imprecaciones, no contra Kubilai, sino contra nosotros los «infieles Polo»

considerándonos culpables de incitarle a perseguir a los musulmanes. Desde que yo había regresado de Yunnan a Kanbalik, no me había parecido la ciudad un lugar muy hospitalario ni agradable. Ahora el gran kan, ocupado con tantas cosas, como el nombramiento de un wang y de magistrados y prefectos en la recién adquirida Manzi, no me asignaba ningún trabajo para él, y la Compagnia Polo no tenía tampoco necesidad de mí. El nombramiento de nuestro antiguo conocido Linan como ministro de Finanzas no había provocado ninguna interferencia con las actividades comerciales de mi padre. En todo caso la supresión de los negocios musulmanes había supuesto un aumento de los suyos, pero él podía muy bien dirigirlos todos personalmente. En aquel momento estaba ocupado cogiendo las riendas de las iniciativas que Mafio había dirigido, y formando a nuevos inspectores para los talleres de kasi que habían fundado Ali Babar y Mar-Yanah. Es decir, que yo no tenía nada que hacer, y se me ocurrió que si abandonaba Kanbalik un tiempo quizás aliviaría algo las inquietudes y rencores locales todavía latentes. Fui a ver al gran kan y le pregunté si tenía alguna misión exterior a la que yo pudiera dedicarme.

Estudió un momento el tema y luego dijo con un tono de divertida malicia:

—Sí, la tengo, y te agradezco que te hayas presentado voluntario. Song se ha convertido ya en Manzi y forma parte de nuestro kanato, pero todavía no ha entregado fondos al tesoro. Nuestro antiguo ministro de Finanzas habría ya tirado la red de su ortaq sobre todo el país, y estaría en estos momentos recibiendo ricos tributos. Puesto que él ya no existe, y ya que tú contribuíste a su desaparición, considero muy lógico que te ofrezcas voluntario para ocupar su lugar. Irás a la capital de Manzi, Hangzhou, e introducirás algún sistema de cobro de tasas que satisfaga nuestro tesoro imperial y que no deje demasiado descontenta a la población de Manzi.

Esta misión superaba con creces a la que yo hubiera querido para mí. Le dije:

—Excelencia, no sé nada sobre tasas…

—Entonces dale otro nombre a la cosa. El antiguo ministro de Finanzas lo llamó tarifa sobre transacciones comerciales. Tú lo puedes llamar impuesto o exacción, o benevolencia involuntaria, como quieras. No te pido que extraigas la última gota de sangre de las venas de estos súbditos recién anexionados. Pero espero que todas las familias de todas las provincias de Manzi paguen una cantidad respetable como tributo.

—¿Cuántas cabezas hay allí, excelencia? —Incluso me arrepentía de haber pedido audiencia —. ¿Qué cantidad consideráis respetable?

Él replicó secamente:

—Supongo que podrás contar tú mismo las cabezas cuando llegues allí. En cuanto a la cantidad muy pronto te comunicaré si es o no de mi agrado. Ahora no te quedes aquí

mirándome y dando boqueadas como un pez. Me pediste una misión. Te acabo de confiar una. Todos los documentos necesarios de nombramiento y autoridad estarán listos cuando estés a punto de partir.

Partí hacia Manzi sin más entusiasmo que cuando lo hice para combatir en Yunnan. Entonces no podía saber que iba a vivir los años más felices y satisfactorios de toda mi vida. En Manzi, como antes en Yunnan, cumpliría a la perfección la misión que se me

había encomendado, y me ganaría de nuevo el aplauso del kan Kubilai, y me haría rico de modo estrictamente legal, por derecho propio, por obra mía y no simplemente como socio de la Compagnia Polo, y me confiarían otras misiones, y también las llevaría a término.

Pero cuando digo «yo» debería decir «Huisheng y yo», porque Eco Silencioso era ahora mi compañera de viaje, mi buena consejera y mi firme camarada, y si no la hubiese tenido a mi lado no habría podido hacer lo que hice en aquellos años. La Santa Biblia nos cuenta que Dios Nuestro Señor dijo: «No es bueno que el hombre esté solo: vamos a hacerle una ayuda proporcionada a él.» Bueno, ni siquiera Adán y Eva eran totalmente iguales, lo cual yo, después de tantas generaciones no he dejado nunca de agradecer a Dios, y Huisheng y yo éramos físicamente diferentes de muchas maneras más. Pero ningún hombre hubiese podido pedir una ayuda mejor que ella, y debo reconocer sinceramente que muchas de nuestras diferencias se debían a que ella era superior a mí: por su temperamento tranquilo, por su corazón tierno, por una sabiduría que era algo más profundo que la simple inteligencia. Aunque Huisheng hubiera continuado como esclava y se hubiese limitado a servirme, o aunque se hubiera convertido en mi concubina y se hubiese limitado a satisfacerme, habría sido una adición valiosa e importante a mi vida, y un adorno para ella, y una delicia. Era alguien bello a quien mirar, alguien delicioso a quien amar, alguien alegre y brioso con quien estar. Por increíble que parezca su conversación era un placer digno de disfrutarse. Como me había dicho en cierta ocasión el príncipe Chingkim las charlas de almohada son el mejor sistema para aprender un idioma, y esto era igualmente cierto para un lenguaje de signos y gestos, y sin duda nuestra amorosa intimidad en la almohada hizo más rápido el mutuo aprendizaje de este idioma inventado e hizo su uso más elocuente. Cuando nos acostumbramos a este método de comunicación, descubrí

que la conversación con Huisheng rebosaba de rico significado y de sentido común y de matices de ingenio real. En definitiva Huisheng era demasiado brillante y tenía demasiado talento para quedar relegada a alguna de las posiciones subordinadas adecuadas para la mayoría de mujeres, las posiciones que les gusta ocupar y donde su utilidad es mayor.

La privación del sonido había hecho extraordinariamente agudos los demás sentidos de Huisheng. Ella podía ver, sentir, oler o detectar de algún modo cosas que me habrían pasado totalmente por alto y que ella me hacía notar, de modo que yo percibía más cosas que nunca. Para poner un ejemplo muy trivial, en ocasiones cuando paseábamos ella podía salir corriendo de mi lado hacia un ribazo distante donde para mí sólo había hierbajos. Al llegar allí se arrodillaba, arrancaba algo que parecía una hierba vulgar, me lo traía y me enseñaba una flor que aún no se había abierto y que ella guardaba y cuidaba hasta que la ramita florecía y se tornaba bella.

En una ocasión, en los primeros días, cuando estábamos todavía inventando nuestro lenguaje, pasábamos la tarde en uno de los pabellones entre jardines a los que el ingeniero de palacio había llevado tan milagrosamente agua capaz de tocar flautas de cerámica debajo de los aleros. Con dificultad conseguí explicar a Huisheng el funcionamiento de aquello, aunque supuse que ella no tenía la menor idea de lo que era la música, y moví las manos siguiendo el ritmo de aquellos gorgoteos rumorosos. Ella asintió con alegría y supuse que estaba fingiendo que me entendía, para darme gusto. Pero luego me cogió una mano, la aplicó a una de las columnas laterales esculpidas y la sostuvo contra ella haciéndome señales para que me quedara quieto, muy quieto. Así lo hice, con perplejidad, pero cariñosamente divertido, y al cabo de un rato descubrí con enorme sorpresa que estaba captando exactamente las mismas leves vibraciones de la flauta de cerámica de arriba que pasaban por la madera y se hacían perceptibles al tacto.

Mi Eco Silencioso me había enseñado un eco realmente callado. Ella podía apreciar los ritmos de aquella música inaudible, podía incluso disfrutar con ellos quizás mejor de lo que yo disfrutaba con mi oído, gracias a la delicadeza de sus manos y de su piel. Estas extraordinarias facultades suyas tuvieron un valor incalculable para mí en mis viajes, en mi trabajo y en mi trato con los demás. Esto fue especialmente importante en Manzi, donde se me trató con una desconfianza natural por ser un emisario de los conquistadores y donde tuve que negociar con antiguos señores llenos de resentimiento y con codiciosos jefes de mercaderes y con subordinados hostiles. Huisheng no sólo podía descubrir una flor invisible para los demás sino que a menudo podía discernir los pensamientos, sentimientos, motivos e intenciones inexpresados de una persona. También me los podía revelar, a veces en privado, a veces mientras esa misma persona estaba sentada hablando conmigo, y en muchas ocasiones esto me daba una notable ventaja sobre los demás. Pero en más ocasiones todavía el simple hecho de tenerla a mi lado me daba una ventaja. Los hombres de Manzi, tanto nobles como villanos, no estaban acostumbrados a ver a mujeres sentadas participando en conferencias masculinas. Si la mía hubiese sido una mujer ordinaria, vulgar, voluble, estridente, me habrían desdeñado considerándome un bárbaro grosero o un capón dominado por sus gallinas. Pero Huisheng era un adorno en cualquier reunión, un adorno tan encantador y atractivo (y tan felizmente silencioso) que todo el mundo se comportaba del modo más cortés posible, hacía posturas e incluso cabriolas para lograr su admiración, y sé

concretamente que en muchas ocasiones los demás accedían a mis peticiones o aceptaban mis instrucciones o me daban un trato mejor simplemente para ganarse una mirada de aprobación de Huisheng.

Ella viajaba conmigo y adoptó un ropaje que le permitía cabalgar a horcajadas sobre un caballo y siempre iba a mi lado. Era mi buena compañera, mi confidente leal y mi esposa en todos los aspectos excepto en el título. Yo hubiese estado dispuesto en cualquier momento a «romper el plato», como llaman los mongoles al casamiento, porque su ceremonia matrimonial oficiada por un sacerdote chamán culmina en la rotura ceremonial de una pieza de porcelana fina. Pero Huisheng, diferenciándose también en esto de la mayoría de mujeres, no daba ninguna importancia a la tradición, a la formalidad, a la superstición o al ritual. Ella y yo formulamos los votos que se nos antojaron y lo hicimos en privado; esto nos bastó y ella prefirió evitar los anuncios públicos y las inútiles exhibiciones.

Kubilai en cierta ocasión me dio este consejo cuando toqué el tema:

—Marco, no rompas el plato. Mientras no hayas tomado todavía a una primera esposa, todas las personas con las que tengas que tratar asuntos comerciales, negociar un tratado o lo que sea se mostrarán flexibles y conciliadores. Procurarán que les tengas en buen concepto y no pondrán obstáculos a tu buena fortuna, porque alimentarán la secreta esperanza de convertir a su hija o a su sobrina en tu primera esposa y madre de tu principal heredero.

Este consejo hubiese bastado para que me apresurara a romper un plato con Huisheng, porque yo despreciaba totalmente la posibilidad de ordenar mi vida de acuerdo con los dictados de los «buenos negocios». Pero Huisheng señaló, con cierto énfasis, que si ella fuera esposa se vería obligada a aceptar algunas tradiciones, por lo menos las referentes a la subordinación de la mujer, y ya no podría cabalgar alegremente a mi lado, sino que debería viajar en un palanquín cerrado, suponiendo que pudiera desplazarse alguna vez, y ya no podría ayudarme en mis conferencias de trabajo con otros hombres, y la tradición le prohibiría…

—¡Basta, basta! —dije riendo al ver su agitación.

Cogí sus dedos y detuve su movimiento y le prometí que por nada del mundo me

casaría con ella.

Nos quedamos, pues, como simples amantes, lo que quizá sea el mejor tipo de matrimonio posible. Yo no la trataba como a una esposa, como a una inferior, sino que le concedía plena igualdad conmigo y ella insistía en que los demás hicieran lo mismo con ella. (Quizá esto no fuera tan liberal por parte mía como suena, puesto que yo reconocía perfectamente sus muchos puntos de superioridad, y quizá otras personas perspicaces se daban cuenta de lo mismo.) Pero la trataba como a una esposa, una esposa muy noble, regalándole joyas, jade y marfil, y la ropa más rica y adecuada, y le di como montura personal una magnífica yegua blanca perteneciente a los «caballos dragones» del propio kan. Sólo le impuse una regla marital: que no enmascararía nunca su belleza con cosméticos, a la moda de Kanbalik. Ella la cumplió y su tez de flor de melocotón no quedó nunca cubierta con polvo de arroz, sus labios de vino de rosas no quedaron descoloridos ni repintados con tintes chillones, ni se depiló nunca sus delicadas cejas. Gracias a esto se convirtió en una mujer fuera de la moda, y ante su belleza radiante todas las demás mujeres maldecían la moda y su esclavitud a los dictados de la moda. Dejé que Huisheng se peinara como le apeteciera, porque no hacía nunca con su cabello nada que no me gustara, y le compré peines enjoyados y agujas para el cabello.

Con el tiempo llegó a poseer un tesoro de joyas, oro, jade y otros objetos digno de una katun, pero siempre apreció un único objeto por encima de los demás. También yo lo apreciaba realmente, aunque a menudo fingía despreciarlo y le pedía que lo tirara. Era algo que yo no le había dado; era una de las pertenencias, patéticamente escasas, que había traído consigo cuando vino a mí: aquel incensario vulgar y poco elegante de porcelana blanca. Lo llevaba siempre consigo a dondequiera que fuéramos, y en cualquier lugar, en un palacio, un caravasar, un yurtu o acampando al aire libre Huisheng se ocupaba siempre de que el dulce aroma del trébol caliente después de una lluvia suave se convirtiera en el acompañamiento de nuestras noches. Nuestras noches…

Siempre fuimos amantes, nunca hombre y mujer casados. Sin embargo voy a invocar el carácter privado del tálamo matrimonial y rehusaré dar detalles sobre lo que ella y yo hacíamos allí. Me he expresado sin reservas cuando he recordado otras relaciones íntimas que mantuve, pero prefiero dejar en privado algunas cosas entre Huisheng y yo. Voy a hacer sólo algunas observaciones generales referentes a la anatomía. Esto no violará la esfera privada de Huisheng ni le haría sonrojarse porque ella afirmaba a menudo que no se distinguía físicamente de las demás hembras min, y que estas mujeres no diferían de las han ni de cualquier otra raza nativa de Kitai o de Manzi. En esto disiento de ella. El mismo kan Kubilai había observado en una ocasión que las mujeres min superaban en belleza a todas las demás, y Huisheng sobresalía entre las mismas min. Pero cuando ella repetía con gestos modestos y humildes que sus rasgos y su figura eran simplemente ordinarios yo no objetaba nada, porque la mujer más bella es la que no se da cuenta de que lo es.

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