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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (92 page)

BOOK: El viajero
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tenía que permanecer invisible durante la actuación. De hecho antes de que hubiese transcurrido la noche ambas habían echado por la borda todo vestigio de gazmoñería, y estaban muy dispuestas a que yo o la otra mirara su dandian más íntimo, y a que sus puntos rosa y el mío hicieran o se les hiciera todo lo imaginable, en cualquier variación que pudiera ocurrírseme.

Es decir, que nuestra primera noche juntos fue un éxito completo y la precursora de muchas otras noches semejantes, a las cuales aplicamos todavía más inventiva y acrobacia. Me sorprendió incluso a mí comprobar el número de combinaciones que pueden ejecutar tres personas en lugar de dos. Las mellizas, que eran en todo tan idénticas, se diferenciaban en una cuestión fisiológica: sus jinggi, sus aflicciones menstruales se alternaban ordenadamente. O sea que durante unos cuantos días cada dos semanas más o menos, yo disfrutaba de un emparejamiento ordinario con una sola mujer, mientras la otra dormía aparte y mohína, llena de celos. Sin embargo, aunque yo era joven y ardiente, tenía determinados límites físicos, y también otras ocupaciones que exigían toda mi fuerza, resistencia, y atención. Al cabo de un par de meses empecé a encontrar bastante debilitador lo que las mellizas llamaban xingyu o «dulces deseos», y lo que yo llamaba apetitos insaciables. Les dije entonces que mi participación no siempre era necesaria, y les hablé del «himno del convento», como lo había llamado dona Ilaria. Cuando Buyantu y Biliktu se enteraron de que una mujer podía manipular sus propios pétalos, estrellas, etc., pusieron la misma cara escandalizada que la primera noche. Cuando les conté lo que en una ocasión me había confiado la princesa Magas, cómo desahogaba y gratificaba a las mujeres abandonadas del anderun del sha Zaman, las mellizas se escandalizaron todavía más y Buyantu exclamó:

—¡Esto sería una indecencia!

Yo contesté suavemente:

—En otra ocasión, también os quejasteis de indecencia, y creo que os equivocasteis.

—Pero, que una mujer lo haga a otra mujer… ¡Un acto de gualil ¡Eso sería realmente indecente!

—Creo que tendrías razón si una de las dos o las dos fuerais viejas o feas. Pero vosotras sois mujeres bellas y deseables. No veo que no podáis vosotras dos encontrar tanto placer como yo encuentro en vosotras.

Las chicas volvieron a mirarse de reojo la una a la otra, y de nuevo se ruborizaron al hacerlo, y luego soltaron una risita, algo descarada, algo culpable. Sin embargo tuve que insistir más tiempo hasta conseguir que se echaran desnudas sobre la cama, sin estar yo en medio, y que me dejaran sentarme a su lado totalmente vestido instruyéndolas y guiándolas en sus movimientos. Estaban tensas y no muy dispuestas a hacerse mutuamente lo que me dejaban hacer a mí sin reparos. Pero cuando les hice repasar el himno de las monjas, nota por nota, por así decirlo, moviendo suavemente los dedos de Buyantu para que acariciaran a Biliktu en ese punto, moviendo suavemente la cabeza de Biliktu para que sus labios se posaran sobre Buyantu en ese otro punto, me di cuenta de que empezaban a excitarse a pesar suyo. Y después de tocar la música un rato bajo mi dirección empezaron a olvidarse de mi presencia. Cuando sus estrellitas parpadearon erectas, las chicas no necesitaron mi ayuda para emplear esas deliciosas caricias de modo efectivo la una con la otra. Cuando el loto de Biliktu empezó a abrir sus pétalos, Buyantu no necesitó a nadie que le enseñara a recoger su rocío. Y cuando sus dos mariposas se levantaron excitadas y movieron las alas las chicas se entrelazaron de modo tan natural y apasionado como si hubiesen sido amantes natas en lugar de hermanas.

Debo confesar que a aquellas alturas yo ya me había excitado también y había olvidado

mis anteriores debilidades, o sea que me quité la ropa y entré en el juego. Esto sucedió a partir de entonces con bastante frecuencia. Si yo llegaba a mi habitación cansado por el trabajo del día, y las mellizas no podían prescindir de su xingyu, les daba permiso para que empezaran por su cuenta, y ellas ponían manos a la obra con alegría. Yo podía entonces volver a la sala de estar, entrar en el cubículo de Narices y sentarme un rato junto a él para oír las habladurías que había captado en sus contactos con los criados. Luego volvía a mi dormitorio, me servía quizás una copa de arki, me sentaba y me ponía cómodo mientras miraba retozar a las chicas. Al cabo de un rato mi fatiga disminuía, se despertaban mis impulsos normales y pedía permiso a las chicas para participar en sus juegos. A veces me hacían esperar maliciosamente hasta haber disfrutado plenamente ellas y haber agotado sus ardores fraternos. Entonces dejaban que me metiera en la cama con ellas, y a veces pretendían maliciosamente hacerme creer que no me necesitaban, que ni me deseaban, que yo era un intruso, y se resistían maliciosamente a abrirme sus puntos rosados.

Al cabo de un tiempo, empezó a suceder que cuando yo volvía a casa me encontraba a las mellizas ya en la cama, haciendo vigorosamente, y a su modo, jiaogou. Llamaban humorísticamente su modo de copular chuaishouer, un término han que puede traducirse por «meter las manos en las mangas». (Los occidentales diríamos cruzarse de brazos.) Pensé que era una manera ingeniosa de describir el modo femenino de hacer el amor.

Cuando yo quería participar en su juego, sucedía a menudo que Biliktu se declaraba totalmente vacía de satisfacciones y de jugos, pues decía que era menos robusta que su hermana, quizá por ser unos minutos más joven que ella, y pedía permiso para quedarse sentada y admirar lo que Buyantu y yo hacíamos. Y en estas ocasiones Buyantu pretendía convencerme de que me encontraba deficiente a mí y encontraba deficientes mi aparato y mi ejecución comparadas con lo que acababa de disfrutar, y se reía llamándome ganga que significa desmañado. Yo seguía siempre el juego y fingía que su pretendido desdén me hería, y ella se reía con más fuerza y se entregaba a mí con un abandono más apasionado, para demostrarme que todo era una broma. Y si entonces pedía yo a Biliktu, después de haber descansado ella un rato, que viniera a la cama conmigo y con su hermana, ella suspiraba, pero normalmente accedía y hacía una buena demostración en mis brazos.

De este modo durante mucho tiempo las mellizas y yo disfrutados de un cómodo y festivo menage á trois. No me preocupaba que fueran de modo casi seguro espías del gran kan y que probablemente le informaran de todo incluidas nuestras diversiones en la cama, porque no tenía nada que ocultarle. Yo continuaba siendo leal a Kubilai y fiel en su servicio, y no hacía nada que se le debiera comunicar por ser contrario a sus intereses. Mis pequeñas acciones de espionaje, la orden dada a Narices de que husmeara entre los criados del palacio, eran en beneficio del gran kan, o sea que no me preocupé

mucho de ocultarlas a las chicas.

No, en aquella época, sólo una cosa me preocupaba de Buyantu y Biliktu. Incluso cuando los tres estábamos en la palpitante agonía del jiaogou, no podía dejar de recordar que aquellas chicas, según el sistema vigente de clasificación de mujeres, valían sólo veintidós quilates. Algún conventículo de viejas esposas, concubinas y criadas de categoría había descubierto en ellas algún resto de aleación vil. A mí las mellizas me parecían especimenes excelentes de feminidad, y sin duda eran sirvientas incomparables, en la cama y fuera de ella, y no roncaban ni tenían mal aliento. ¿Qué les faltaba, pues, para llegar a la perfección de los veinticuatro quilates? ¿Y por qué me resultaba imposible descubrir esta falta? Sin duda cualquier otro hombre estaría encantado de ocupar mi lugar, y habría apartado alegremente estas reservas tan

exageradas. Pero en esto como en todo mi curiosidad no podría descansar hasta hallar satisfacción.

8

Después de aquella entrevista tan poco informativa en la que el ministro de Razas Menores se había mostrado tan reservado e inquieto, la siguiente que mantuve, con el ministro de la Guerra, fue abierta y sincera en grado extremo. Yo hubiese imaginado que una persona con un cargo tan importante sería muy diferente, pero el Ministerio de la Guerra presentaba bastantes anomalías. Como ya he dicho el ministro era indudablemente han y no mongol. Además Zhao Mengfu me pareció muy joven para un cargo de tanta categoría.

—Esto es debido a que los mongoles no necesitan un ministro de la Guerra —explicó

alegremente, mientras hacía saltar con una mano una bola de marfil —. Ellos hacen la guerra con toda naturalidad como vos o yo haríamos jiaogou con una mujer, y probablemente ellos hacen mejor la guerra que el jiaogou.

—Probablemente —comenté —. Ministro Zhao le agradecería que me dijera…

—Por favor, hermano mayor —dijo levantando la mano que sostenía la bola de marfil —. No me preguntéis nada de guerras. No puedo deciros absolutamente nada sobre la guerra. Sin embargo, si queréis consejo sobre cómo hacer jiaogou… Le miré a los ojos. Había repetido tres veces aquel término ligeramente indelicado. Él me devolvió plácidamente la mirada, apretando y haciendo girar la bola de marfil en su mano derecha.

—Perdonad mi insistencia —dije —, ministro Zhao, pero el gran kan me ha ordenado que investigue todos…

—Oh, no me importa contaros lo que sea. Sólo quería aclarar que en todo lo referente a la guerra soy un completo ignorante. Estoy mucho mejor informado sobre el jiaogou. Aquélla era la cuarta mención.

—Quizá estoy equivocado —dije yo —. ¿No sois vos el ministro de la Guerra?

Él contestó con la misma alegría:

—Los han llamamos a esto dar un ojo de pez por una perla. Mi título carece de contenido, es un honor con que premian otras funciones que ejerzo. Como dije, los mongoles no necesitan a ningún ministro de la Guerra. ¿Habéis visitado al armero de la guardia palaciega?

—No.

—Hacedlo. Os gustará. El armero es una bella mujer. De hecho es mi esposa: la dama Zhao Guan. La razón de ello es que los mongoles además de no necesitar consejos para hacer la guerra tampoco necesitan consejos sobre armamentos.

—Ministro Zhao, me dejáis muy confundido. Cuando entré estabais dibujando sobre una mesa, en un rollo, y yo supuse que estabais confeccionando un mapa con planos de batalla, o algo por el estilo.

Se echó a reír y dijo:

—Algo por el estilo, si para vos el jiaogou es una especie de batalla. ¿No veis cómo palpo esta bola de marfil, hermano mayor Marco? Lo hago para conservar ágiles mi mano derecha y mis dedos. ¿Sabéis por qué?

Yo contesté débilmente:

—¿Para conservaros diestro en las caricias del jiaogou?

Esto le produjo una auténtica convulsión de risa. Me senté sintiéndome muy estúpido. Cuando se hubo recuperado, se limpió las lágrimas y dijo:

—Yo soy un artista. Cuando conozcáis a otros artistas comprobaréis que también juegan

con estas pelotitas. Soy un artista, hermano mayor, un maestro de los colores sin hueso, poseedor del cinturón dorado, la máxima condecoración concedida a un artista: más deseable que un título mongol vacío de contenido.

—Sigo sin entender. Hay también un maestro de corte de los colores sin hueso. Él sonrió:

—Sí, el viejo maestro Jian. Realiza bonitas pinturas. Florecillas. Y mi querida esposa es famosa como la señora de la caña Zhugan. Es capaz de pintar únicamente las sombras de esta graciosa caña y lograr que la veáis entera. Pero yo… —se irguió y golpeándose el pecho con su bola de marfil dijo orgullosamente —; Yo soy el maestro del fengshui, que significa «el viento, el agua», es decir que yo pinto lo que no puede aprehenderse. Por eso precisamente gané el cinturón dorado concedido por mis colegas artistas, de edad igual o superior a la mía.

—Me gustaría ver algunas de vuestras obras —le dije cortes-mente.

—Por desgracia actualmente tengo que pintar fengshui en mis horas libres, si las tengo. El kan Kubilai me dio mi belicoso título Para que pudiera instalarme en el palacio y pintar otro tipo de cosas. Ha sido culpa mía. Tuve la imprudencia de revelarle mi otro talento.

Yo intenté volver al tema que me había llevado allí:

—¿No tenéis ninguna relación con la guerra, maestro Zhao? ¿Ni la más mínima?

—Bueno, la mínima posible, sí. Este maldito árabe Achmad probablemente retendría mis sueldos si no fingiera ocuparme de mi cargo. Por lo tanto utilizo por así decirlo mi poco ágil mano izquierda y tomo notas de las batallas de los mongoles, sus bajas y sus conquistas. Los orloks y sardars me dicen lo que debo escribir, y yo lo pongo por escrito. Nadie mira mis notas. Podría dedicarme perfectamente a escribir poesía. Además pongo banderitas y colas simuladas de yak sobre un gran mapa para llevar cuenta visible de lo que ya han conquistado los mongoles, y de lo que les falta conquistar.

Zhao me contó todo eso con un aburrido tono de voz, muy distinto del de la enfervorizada pasión que había utilizado para hablar de sus pinturas fengshui. Pero luego levantó la cabeza y dijo:

—¿Habéis hablado de mapas? ¿Os interesan los mapas?

—Sí, ministro. He colaborado en la confección de algunos.

—Ninguno como éste, seguro.

Me llevó a otra habitación. Había en ella una gran mesa, casi tan grande como la habitación, cubierta por un lienzo con protuberancias y picos causados por lo que había debajo de él. El ministro dijo:

—¡Mirad! —y estiró el lienzo.

—Cazza beta! —exclamé. Aquello no era un simple mapa, era una obra de arte —. ¿Lo hicisteis vos, ministro Zhao?

—Me gustaría responder afirmativamente, pero no puedo. El artista es desconocido y falleció hace tiempo. Se dice que este modelo esculpido de la tierra celeste se remonta al reino del primer emperador Qin, sea quien fuere. Fue él quien ordenó que se construyera la muralla llamada la Boca, que podéis ver aquí en miniatura. Desde luego podía verla. Podía ver todo Kitai, y también las tierras adyacentes. El mapa era, como dijo Zhao, un modelo, no un dibujo sobre una lámina de papel. Parecía moldeado con gesso o tenacotta, y era plano en los lugares donde la tierra era plana, y se elevaba formando circunvoluciones y sierras donde la tierra se levantaba para formar colinas y montañas, y luego todo el conjunto estaba recubierto de metales preciosos y piedras preciosas, y esmaltes de colores. A un lado estaba el mar de Kitai, de turquesa, con sus costas, sus curvas, sus bahías y sus ensenadas cuidadosamente delineadas, y los

ríos del país, de plata, desembocaban en ese mar. Todas las montañas estaban doradas, las más altas tenían diamantes en sus cimas representando la nieve, y los lagos eran pequeños charcos de zafiros azules. Los bosques estaban hechos con árboles casi individuales de jade verde, las tierras de labor eran de esmalte verde más brillante, y las ciudades mayores estaban hechas con casas casi individuales de alabastro blanco. Por aquel paisaje corría la línea ondulada de la Gran Muralla, o murallas en según qué

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