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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (90 page)

BOOK: El viajero
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—Sacerdotes —gruñó —. Lamas, monjes, nestorianos, malangs imanes, misioneros. Todos pretenden formar congregaciones de fieles sobre las cuales cebarse. No me preocuparía mucho si sólo se dedicaran a predicar sermones y a pasar luego sus cuencos de limosna. Pero cuando se han ganado unos cuantos fieles, ordenan a los ilusos y desgraciados prosélitos que desprecien y detesten a toda persona que prefiera otra fe. Sólo el budismo de entre todas las religiones que se están propagando ahora, se muestra tolerante con las demás. Yo no deseo imponer ni oponerme a ninguna religión, pero estoy pensando seriamente en proclamar un edicto contra los predicadores. En mi ukaz dispondré que el tiempo dedicado ahora por los predicadores a sus pequeños ritos, vociferaciones,

plegarias, evangelismos y meditaciones lo dediquen a aplastar moscas con un mosqueador. ¿Qué opinas, Marco Polo? Sin duda contribuirían con una eficacia incalculablemente mayor a convertir este mundo en un lugar más acogedor.

—Creo, señor, que los predicadores se ocupan principalmente del mundo futuro.

—¿Y bien? Si mejoran este mundo ganarán méritos para el mundo futuro. Kitai está

invadido por moscas pestilentes y por hombres que se proclaman a sí mismos santos. Yo no puedo abolir las moscas con un ukaz. ¿Pero no te parece buena idea destinar a los santos a matar moscas?

—Últimamente, señor, he reflexionado y he visto, efectivamente, que una gran proporción de personas no están bien empleadas.

—La mayoría de las personas están mal empleadas, Marco —dijo Kubilai enfáticamente

—y no realizan trabajos dignos de personas. En mi opinión sólo los guerreros, obreros, exploradores, artesanos, artistas, cocineros y médicos se merecen la estima general, porque hacen cosas, las descubren, las fabrican o las conservan. Todos los demás hombres son basureros y parásitos que dependen de los activos y constructivos. Los funcionarios del gobierno, consejeros, comerciantes, astrólogos, cambistas, agentes, escribanos, llevan a cabo una actividad y la llaman acción. Lo único que hacen es cambiar cosas de lugar, y generalmente cosas que no pesan más que un trozo de papel, o sólo viven para dirigir comentarios, consejos o críticas a los que hacen y fabrican cosas. Se detuvo un momento, frunció el ceño y casi escupió:

—Vaj! ¿Qué soy yo desde que bajé de mi caballo? Ya no levanto ninguna lanza, sólo un sello yin para confirmar mi aprobación o desaprobación. Sinceramente debería incluirme a mí entre los hombres ocupados que no hacen nada. Vaj!

Desde luego en esto estaba totalmente equivocado.

Yo no era ningún experto en monarcas, pero desde hacía mucho tiempo, desde que había leído El Libro de Alejandro, consideraba a este gran conquistador como mi soberano ideal. Desde entonces había conocido a unos cuantos gobernantes reales, vivientes, y me había formado algunas opiniones sobre ellos: Eduardo, ahora rey de Inglaterra, que me había parecido un simple soldado cumpliendo con su deber y jugando a príncipe; el miserable gobernador armenio Hampig; el sha de Persia Zaman, un marido zerbino dominado por sus mujeres que llevaba hábitos reales; y el ilkan Kaidu, que ni siquiera pretendía ser más que un bárbaro señor de la guerra. Sólo el último gobernante a quien había conocido, el gran kan Kubilai, se acercaba algo a mi ideal imaginado.

No era tan bello como el Alejandro retratado en las figuras iluminadas del Libro ni tan joven. El gran kan tenía casi el doble de la edad de Alejandro al morir; pero también gracias a esto tenía un imperio cuyo tamaño era tres veces superior al que conquistó

Alejandro. Y en otros aspectos Kubilai se acercaba más a mi ideal clásico. Yo pronto había aprendido a temer y respetar su poder tiránico y su propensión a los juicios y decisiones repentinos, amplios, incondicionales e irrevocables (todos sus decretos publicados finalizaban así: «¡El gran kan ha hablado; temblad, todos los hombres, y obedeced!»), pero hay que reconocer que este poder ilimitado y el impetuoso ejercicio de este poder son en definitiva atributos normales de un monarca absoluto. Alejandro también los manifestó.

En años posteriores algunos me han llamado «embustero y comediante», negándose a creer que un simple Marco Polo pudiera haber mantenido ni siquiera un remoto contacto con el hombre más poderoso del mundo. Otros me han calificado de «sicofanta servil»

despreciándome como si yo defendiera a un dictador brutal.

Entiendo que sea difícil creer que el alto y poderoso kan de todos los kanes hubiese prestado por un momento su atención a un forastero de poca categoría como yo, y

menos que le hubiese dado su afecto y su confianza. Pero lo cierto es que el gran kan estaba situado tan por encima de todos los demás hombres, que a sus ojos, señores, nobles, plebeyos y quizá incluso esclavos parecían estar al mismo nivel y compartir características indistinguibles. Que se dignara tenerme en cuenta no era más notable que dignarse a prestar atención a sus ministros más cercanos. Además, si se recuerda el origen humilde y distante de los mongoles, Kubilai era tan forastero como yo en las exóticas regiones de Kitai.

En cuanto a mi supuesta actividad de sicofanta, es cierto que no he sufrido personalmente ninguno de sus caprichos y arrebatos. Es cierto que se encariñó conmigo y que me confió tareas de responsabilidad y que me convirtió en su confidente íntimo. Pero no por ese motivo continúo yo defendiendo y alabando al gran kan, sino porque gracias a mi estrecho trato con él pude ver mejor que otros que ejercía su vasta autoridad tan sabiamente como podía. Incluso cuando actuaba despóticamente lo hacía siempre como medio para alcanzar un fin que consideraba justo, no simplemente oportuno. Al contrario de la filosofía expresada por mi tío Mafio, Kubilai era tan malo como debía y tan bueno como podía.

El gran kan tenía a su alrededor capas, círculos y envolturas de Ministros, consejeros y otros funcionarios, pero no permitió nunca Rué lo apartaran de su reino, de sus súbditos o que desviasen su escrupulosa atención a los detalles del gobierno. Kubilai, como le había visto hacer en el Cheng, podía delegar a los demás algunas cuestiones menores, incluso los aspectos preliminares de algunas gestiones de más monta, pero en todo lo importante tenía siempre la última palabra. Podría compararlo, a él y a su corte, a las flotas de naves que vi por primera vez en el río Amarillo. El gran kan era el chuan, el mayor navío sobre el agua, guiado por un único y firme timón que asía con mano única y firme. Los ministros de su corte eran las gabarras, los sanban, que llevaban y traían cargas del chuan insignia, y que hacían los recados menores en aguas más tranquilas. Un solo ministro, el árabe Achmad, primer ministro, vicerregente y ministro de Finanzas, podía compararse al esquife huban de quilla sesgada, hábilmente diseñada para salvar las curvas, que daba continuamente vueltas sobre su eje y se mantenía siempre en aguas seguras cerca de la orilla. Pero ya hablaré a su debido tiempo de Achmad, ese hombre tan retorcido como un bote huban.

Kubilai, como el fabuloso prétre Zuáne, tenía que regir un conglomerado de naciones diversas y de disparatados pueblos, muchos hostiles entre sí. Kubilai, como Alejandro, intentaba fusionarlos discerniendo las ideas, logros y cualidades más admirables de todas estas variadas culturas para diseminarlos en todas direcciones en bien de sus diferentes pueblos. Desde luego, Kubilai no era un santo como el prétre Zuáne, ni siquiera era cristiano, o devoto de los dioses clásicos, como Alejandro. Kubilai, durante el tiempo que le conocí, no reconoció a ninguna deidad excepto al dios mongol de la guerra Tengri y a algunos ídolos mongoles menores como el dios doméstico Nagatai. Estaba interesado en otras religiones, y en un momento u otro estudió muchas de ellas, esperando encontrar la mejor, que pudiese beneficiar a sus súbditos y servir como una fuerza unificadora más. Mi padre y mi tío le instaron repetidamente a que adoptara el cristianismo, y los enjambres de misioneros nestorianos no cesaron nunca de predicarle su variante herética de cristianismo, y otros hombres defendieron ante él la opresiva religión del Islam, el budismo, idólatra y sin dios, las varias religiones peculiares de los han, incluso el nauseabundo hinduismo de la India.

Pero nadie pudo persuadir al gran kan de que el cristianismo fuera la única fe verdadera, ni nunca encontró otra fe a la cual favorecer. En una ocasión dijo, y no recuerdo si era en un momento de diversión, de exasperación o de disgusto:

—¿Qué diferencia hay entre dioses? Dios es solamente una excusa para lo divino.

Quizá al final se convirtió en lo que un teólogo llamaría pirrónico escéptico, pero tampoco obligó a nadie a seguir su incredulidad. En este aspecto siempre se mantuvo liberal y tolerante, y dejó que cada cual creyera en lo que quisiese y adorara a su gusto. Hay que admitir que la ausencia de todo tipo de religión en Kubilai le dejó carente de guía en dogma y doctrina, libre para adoptar ante las virtudes y vicios más fundamentales la actitud más estricta o más liberal que le apeteciera. De este modo sus nociones de caridad, compasión, amor fraterno y otras cuestiones semejantes a menudo estaban reñidas terriblemente con las de hombres de arraigada ortodoxia. Yo mismo, aunque no soy un dechado de principios cristianos, a menudo estaba en desacuerdo con sus preceptos o me horrorizaba la aplicación que hacía de ellos. A pesar de todo, nada de lo que hizo Kubilai, por mucho que pudiera deplorarlo en su momento, disminuyó mi admiración por él o mi lealtad hacia él, o mi convicción de que el kan Kubilai era el supremo soberano de nuestro tiempo.

7

En días, semanas y meses subsiguientes obtuve audiencia con cada uno de los ministros, consejeros y cortesanos de cuyos despachos he hablado ya en estas páginas, y con muchas otras personas de rango alto o bajo, cuyos títulos quizá no he mencionado todavía: los tres ministros de Agricultura, Pesca y Ganadería, el jefe de la excavación del Gran Canal, el ministro de Caminos y Ríos, el ministro de Naves y Mares, el chamán de la corte, el ministro de Razas Menores, y muchos más. Salí de cada audiencia sabiendo nuevas cosas interesantes, útiles o edificantes, pero no voy a contarlas todas. Salí desconcertado de una de las entrevistas, y lo propio le sucedió al ministro correspondiente. Era un señor mongol llamado Amursama, ministro de Caminos y Ríos, y el desconcierto llegó de la manera más inesperada, mientras él discutía una cuestión realmente prosaica: el servicio postal que estaba organizando en todo Kitai.

—En todas las rutas, tanto mayores como menores, he mandado construir a intervalos de setenta y cinco li casas confortables y las localidades más cercanas tienen la responsabilidad de proveerlas de buenos caballos y adecuados jinetes. Cuando convenga transportar rápidamente un mensaje o un paquete en cualquier dirección, un jinete se encargará de llevarlo a galope tendido de una posta a la siguiente. Allí entregará la misiva a un nuevo jinete que estará ya ensillado y esperando. Éste partirá al galope hasta la posta siguiente y así sucesivamente. De una madrugada a la siguiente una cadena de jinetes pueden transportar una ligera carga a la distancia que una caravana ordinaria tardaría veinte días en cubrir. Además, los bandidos dudarán en atacar a un emisario conocido del kanato, por lo que las entregas serán seguras y de confianza. Más tarde comprobé que eso era cierto, cuando mi padre y tío Mafio empezaron a prosperar en sus empresas comerciales. Normalmente convertían sus ganancias en piedras preciosas que podían transportarse en un paquete pequeño y ligero. Utilizaban las postas de caballos del ministro Amursama y enviaban los paquetes por todo el trayecto de Kitai a Constantinopla, donde mi tío Marco los depositaba en los confines de la Compagnia Polo.

El ministro continuó diciendo:

—Además ocasionalmente puede ocurrir algo insólito o importante en las regiones donde estoy instalando estas postas: una inundación, una rebelión, o alguna maravilla que convenga comunicar, y por ello también he mandado instalar cada diez li aproximadamente una estación menor para mensajeros a pie. De este modo desde cualquier lugar del reino habrá una distancia de menos de una hora hasta la estación más

próxima, y los mensajeros continuarán por relevos hasta que uno alcance la posta más cercana, donde las noticias puedan transmitirse más lejos y con mayor celeridad. Actualmente estoy organizando el sistema en todo Kitai, pero con el tiempo acabará

funcionando en todo el kanato, y traerá noticias o cargas importantes desde la frontera más lejana, la de Polonia. Este servicio es ya tan eficiente que una marsopa blanca pescada en el lago Dongting, a más de dos mil li de aquí hacia el sur, puede cortarse, empaquetarse en alforjas llenas de hielo y llegar a la cocina del gran kan cuando todavía está fresca.

—¿Un pescado? —pregunté respetuosamente —. ¿Es un pescado una carga importante?

—Éste sólo vive en un lugar, en este lago de Dongting, y no se deja pescar fácilmente, por lo que se reserva para el gran kan. Es un gran manjar de mesa, a pesar de su enorme fealdad. La marsopa blanca es del tamaño de una mujer, tiene una cabeza de pato, un morro como el pico de un pato, y sus ojos sesgados son lamentablemente ciegos. Pero es pez sólo por culpa de un conjuro.

Yo parpadeé y pregunté:

—Uu?

—Sí, cada marsopa desciende de una princesa de lejanos tiempos que se transformó por arte de encantamiento en una marsopa después de ahogarse en ese lago a causa… a causa… de un amor trágico…

Me extrañó que un vigoroso y brusco mongol como todos empezara a balbucear como un escolar. Le miré y vi que su rostro antes de color marrón estaba profundamente ruborizado. Él evitó mi mirada y trató torpemente de cambiar de tema. Luego recordé

quién era él y probablemente enrojecí también yo por simpatía, busqué alguna excusa para finalizar la entrevista y me retiré. Había olvidado totalmente que el ministro Amursama era el noble que después de descubrir a su esposa en adulterio había recibido la orden de estrangularla con su propio esfínter, Muchos residentes de palacio tenían curiosidad por conocer los detalles horripilantes del cumplimiento de esta orden por parte de Amursama, pero tenían reparos en plantear el tema en su presencia. Sin embargo se decía que el mismo Amursama tropezaba continuamente con hechos que le recordaban el tema, le sumían en un embarazoso silencio y ponían a todos los que le rodeaban en una situación igualmente incómoda.

Bueno, la cosa era comprensible. Lo que no pude comprender era que otro ministro que estaba tratando también conmigo un tema prosaico de pronto se mostrara igualmente desolado y evasivo. Era Bao Neihe, el ministro de Razas Menores. (Como ya he dicho el pueblo han es mayoritario en todas partes, pero en Kitai y en los territorios meridionales que formaban el Imperio Song, hay unas sesenta nacionalidades más.) El ministro Bao me contó de modo prolijo y tedioso que su tarea consistía en asegurar que todos los pueblos minoritarios de Kitai disfrutaran de los mismos derechos que la mayoría han. Fue una de las disquisiciones más aburridas que recuerdo, pero el ministro Bao la pronunció en farsi, pues su cargo le obligaba a ser políglota, y yo no entendía que contarme todo aquello pudiera ponerle tan nervioso hasta el punto de interrumpir continuamente su discurso con «errs», «uhs» y «ejems».

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