Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (85 page)

BOOK: El viajero
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cómo van tus lecciones de idioma, joven Polo?

Procuré no ruborizarme, y murmuré:

—He aprendido muchas palabras nuevas, excelencia, pero no del tipo que podría pronunciar en vuestra augusta presencia.

Chingkim observó secamente:

—Nunca hubiese imaginado, Marco, que para vos existieran palabras imposibles de pronunciar en cualquier circunstancia.

Kubilai se echó a reír:

—Yo tenía la intención de conversar educadamente un rato al estilo han, tocando el tema indirectamente. Pero creo que este rudo mongol prefiere ir directamente al grano.

—Excelencia, he hecho voto personal —dije —, de frenar a partir de ahora mi lengua demasiado rápida y mis opiniones demasiado abruptas.

Kubilai lo pensó un momento y dijo:

—Bueno, sí, podrías actuar con mayor respeto y circunspección al escoger las palabras antes de sacarlas por la boca. Pero tus opiniones continúan interesándome, y precisamente por este motivo deseo que tengas un dominio profundo de nuestro idioma. Marco, mira hacia allí. ¿Sabes qué es eso?

Me señaló un objeto en el centro de la habitación. Era una gigantesca urna de bronce, de unos dos metros y medio de altura y casi la mitad en diámetro. Estaba ricamente grabada y en el exterior tenía pegados ocho esbeltos y elegantes dragones de bronce, con sus colas enrolladas en el borde superior de la urna y sus cabezas abajo, cerca de la base. Cada uno sostenía en sus mandíbulas llenas de dientes una perla inmensa y perfecta. Había ocho sapos de bronce sentados alrededor del pedestal de la urna, uno debajo de cada dragón, con la boca abierta como deseando coger la perla de encima.

—Es una obra de arte impresionante, excelencia —dije —, pero no puedo imaginar para qué sirve.

—Es un aparato de terremotos.

—¿Excelencia?

—Esta tierra de Kitai se ve sacudida de vez en cuando por los terremotos. Cuando esto ocurre este ingenio me informa inmediatamente. Mi inteligente orfebre de la corte lo diseñó y lo fundió, y sólo él comprende perfectamente su funcionamiento. Aunque el terremoto tenga lugar tan lejos de Kanbalik que ninguno de nosotros pueda notarlo aquí, su efecto es tal que las mandíbulas de uno de los dragones se abren y sueltan su perla en el buche del sapo de debajo. Los temblores de otro tipo no producen ningún efecto. He gateado por el suelo, he saltado y he bailado alrededor de esta urna, y aunque no soy una mariposa, me ignora.

Vi con los ojos de la mente al majestuoso gran kan de todos los kanes dando saltos por la habitación como un chico curioso, con sus ricos trajes flotando al viento, su barba ondeando y su corona de morrión ladeada, y probablemente todos sus ministros mirándole con los ojos desorbitados. Pero recordé mi voto y no sonreí.

—Según sea la perla caída, puedo saber la dirección del lugar donde la tierra tembló —dijo Kubilai —: No puedo saber a qué distancia está, o los efectos devastadores del terremoto, pero puedo enviar una tropa al galope en aquella dirección, y al final recibir información sobre los daños y las bajas sufridas.

—Un aparato milagroso, excelencia.

—Me gustaría que mis informadores humanos fueran tan sucintos y seguros cuando me informan de lo acaecido en mis dominios. Ya oíste a aquellos espías han la noche del banquete recitando a gran velocidad números, objetos y tabulaciones, pero sin decirme nada.

—Los han están enamorados de los números —dijo Chingkim —. Las cinco virtudes constantes. Las cinco grandes relaciones. Las treinta posiciones del acto sexual, los seis modos de penetración y los nueve modos de movimiento. Regulan incluso su cortesía. Tengo entendido que tienen trescientas reglas de ceremonia y tres mil de comportamiento.

—Mientras tanto, Marco —dijo Kubilai —, los otros informadores, mis funcionarios musulmanes, e incluso mongoles, tienden a eliminar de sus informes todos los hechos que en su opinión yo podría considerar inconvenientes o molestos. Tengo que administrar un gran reino, pero no puedo estar personalmente en todas partes. Como dijo en una ocasión un sabio consejero han: podéis conquistar a lomos de caballo, pero para gobernar debéis bajar del caballo. Dependo, pues, en gran medida de los informes que me llegan de lejos, y a menudo éstos contienen todo excepto lo necesario.

—Como aquellos espías —intervino Chingkim —. Enviémoslos a las cocinas para que nos informen sobre la sopa de la cena de hoy y nos explicarán su cantidad, densidad, ingredientes, coloración, aroma y el volumen de vapor que suelta. Lo sabremos todo, excepto si tiene buen sabor o no.

Kubilai asintió.

—Lo que me sorprendió en el banquete, Marco, y mi hijo está de acuerdo conmigo, es que tú tienes un talento especial para discernir el gusto de las cosas. Después de que aquellos espías hablaran interminablemente, tú sólo dijiste cuatro palabras. Desde luego no fueron muy diplomáticas, pero me permitieron saber el gusto de la sopa que se está

cocinando en Xinjiang. Me gustaría verificar este aparente talento tuyo para utilizarlo en el futuro.

—¿Queréis que sea un espía, excelencia? —le pregunté.

—No. Un espía debe fundirse con el elemento local, y un ferenghi no podría hacer casi nada en mis dominios. Además nunca pediría a una persona decente que asumiera el oficio de entrometido y chismoso. No; pienso en otras misiones. Pero para encargarte de ellas debes aprender muchas cosas, aparte de dominar el idioma. No serán cosas fáciles. Exigirán mucho tiempo y esfuerzo.

Me estaba mirando penetrantemente, como queriendo averiguar si la perspectiva de trabajar duro me asustaba, o sea que me animé a contestarle:

—El gran kan me hace ya un gran honor encargándome un difícil trabajo. El honor es mucho mayor, excelencia, si este trabajo difícil va a prepararme para una tarea importante.

—No aceptes mi propuesta demasiado rápidamente. Tengo entendido que tus tíos están preparando algunas empresas comerciales. El trabajo con ellos sería fácil y provechoso, y probablemente más seguro y tranquilo que el que yo pueda encargarte. Por lo tanto te autorizo a continuar asociado con tus tíos, si así lo prefieres.

—Gracias, excelencia. Pero si hubiese dado importancia únicamente a la seguridad y a la tranquilidad no me habría ido de casa.

—Ah, sí. El adagio tiene razón: quien desee subir a las alturas debe dejar muchas cosas detrás suyo.

—También se dice: para un hombre de valor no hay muros en ninguna parte, sólo avenidas —añadió Chingkim.

Decidí en mi fuero interno que preguntaría luego a mi padre si se había empapado aquí, en Kitai, de los proverbios que manaban continuamente de su boca.

—Tengo que decirte lo siguiente, joven Polo —continuó Kubilai —. No voy a pedirte que estudies y descubras cómo funciona este aparato de terremotos, y la tarea ya sería muy difícil; te voy a pedir algo aún más difícil. Quiero que en la medida de tus posibilidades te enteres de cómo funcionan mi corte y mi gobierno, que son infinitamente más intrincados que el interior de esta urna misteriosa.

—Estoy a vuestras órdenes, excelencia.

—Ven aquí.

Me condujo hasta una ventana. Igual que las de mis habitaciones, no era de cristal transparente sino del trémulo y translúcido cristal de Moscovia, montado en un marco

emplomado. Corrió el pestillo, la abrió y dijo:

—Mira allí.

Veíamos desde arriba una considerable extensión de los terrenos del palacio que yo no había visitado aún, porque esta parte se encontraba en construcción y era únicamente una superficie de tierra amarilla con grandes montones de piedras para las paredes, de losas para los pavimentos, carretillas, herramientas, equipos de esclavos sudorosos y…

—Amoredéi! —exclamé —. ¿Qué son estos gigantescos animales? ¿Por qué les han crecido cuernos de modo tan raro?

—Estúpido ferenghi, no son cuernos, son los colmillos de donde se saca el marfil. Este animal se llama gajan en los trópicos meridionales de donde procede. No hay palabra mongol para él.

Chingkim apuntó la palabra farsi «fil», y la entendí.

—¡Elefantes! —murmuré admirado —. ¡Claro! Vi un dibujo en una ocasión, pero sin duda no era muy fiel.

—Dejemos a los gajan —dijo Kubilai —. ¿Ves lo que están amontonando allí?

—Parece una gran montaña de bloques de kara, excelencia.

—Lo es. El arquitecto de la corte me está construyendo allí un gran parque y le he pedido que ponga una colina en su centro. Le he ordenado también que plante mucha hierba encima. ¿Has visto la hierba de mis otros patios?

—Sí, excelencia.

—No notaste nada extraño en ella.

—Temo que no, excelencia. Parecía la misma hierba que hemos visto en nuestro viaje durante innumerables miles de lis.

—Eso es lo extraño: no se trata de una planta decorativa de jardín. Es la hierba sencilla, normal, suave, de las grandes llanuras donde nací y me crié.

—Lo siento, excelencia, pero si tengo que sacar alguna lección de esto…

—Mi primo, el ilkan Kaidu, te dijo que yo había degenerado y que ya no era mongol. En cierto modo tenía razón.

—¡Excelencia!

—En cierto modo. Bajé de mi caballo para gobernar estos dominios. Al hacerlo encontré

muchas cosas admirables del culto pueblo han, y las he adoptado. Intento ser más educado que basto, más diplomático que exigente, más un emperador consagrado que un guerrero invasor. En todos estos apartados he cambiado y ya no soy un mongol como Kaidu. Pero no olvido ni repudio mis orígenes, mis días guerreros, mi sangre mongol. Esta colina lo dice todo.

—Lo siento, excelencia —le dije —. Este ejemplo escapa todavía a mi comprensión. Kubilai se dirigió a su hijo.

—Explícaselo, Chingkim.

—Piensa en esto, Marco. La colina será un parque de placer, con terrazas, paseos, cascadas entre sauces y bellos pabellones situados ingeniosamente en puntos de interés. El conjunto constituirá un adorno del palacio. En ese sentido es muy han, y refleja nuestra admiración por ese arte. Pero será algo más. El arquitecto podía haber construido la colina con la tierra amarilla del lugar, pero mi real padre ordenó que fuera de kara. Probablemente esta roca combustible no se necesitará nunca, pero si alguna vez este palacio es asediado, tendremos una provisión ilimitada de combustible. Pensar esto es propio de un guerrero. Y toda la colina, y el espacio alrededor de las construcciones, los ríos y los parterres de flores estarán sembrados con hierba de las llanuras. Será un recordatorio vivo de nuestro patrimonio mongol.

—¡Ah! —dije —. Ahora lo entiendo todo.

—Los han tienen un proverbio conciso —dijo Kubilai —. Bai wen buru yi jian. Oír contar

algo cien veces no es tan bueno como verlo una sola vez. Tú has visto. Pasemos ahora a otro aspecto del arte de gobernar.

Volvimos a nuestros asientos. La doncella, respondiendo a alguna orden inaudible, se deslizó hasta nosotros y llenó otra vez nuestras copas.

El gran kan tomó de nuevo la palabra:

—Hay ocasiones en las que también yo, como tú, Marco Polo, puedo sentir el gusto de las actitudes de los demás. Has expresado tu deseo de unirte a mi séquito, pero creo que todavía puedo notar en ti un persistente rastro de desaprobación.

—¿Excelencia? —dije, sobresaltado por su franqueza —. ¿Quién soy yo, excelencia, para desaprobar lo que hace el kan de todos los kanes? Incluso mi aprobación sería un acto presuntuoso.

Kubilai continuó:

—Me informaron de tu visita a la caverna del acariciador. —Debí de mirar involuntariamente a mi lado, porque agregó —: Sé que Chingkim estaba contigo, pero no fue él quien me informó. Tengo entendido que te consternó el trato que di a los dos hombres de Kaidu.

—Podía haber esperado, excelencia, que su trato fuese algo menos extremo.

—No se puede domar a un lobo arrancándole un diente.

—Habían sido compañeros míos, excelencia, y no hicieron nada lupino durante el viaje.

—Al llegar aquí fueron albergados acogedoramente con mis propios guardias de palacio. Un soldado mongol no es muy parlanchín, pero ellos dos hicieron muchas y muy penetrantes preguntas a sus compañeros de cuartel. Mis hombres les contestaron evasivamente, para que al volver a su lugar de origen no se llevaran mucha información. Tú sabías que yo había enviado espías a las tierras de Kaidu. ¿Le crees a él incapaz de hacer lo mismo?

—No lo sabía… —contesté sorprendido —. No imaginaba que…

—Como monarca de un imperio muy extenso, tengo que gobernar sobre una gran diversidad de pueblos, y me conviene recordar sus peculiaridades. Los han son pacientes y tortuosos, los persas son leones acostados, todos los demás musulmanes son ovejas rabiosas, los armenios son fanfarrones rastreros, etcétera. Quizá no los trate siempre como debería. Pero a los mongoles los entiendo muy bien. Debo gobernar sobre ellos con mano de hierro, porque al hacerlo gobierno sobre un pueblo de hierro.

—Sí, excelencia —dije débilmente.

—¿Tienes objeciones sobre el trato dado a otras personas?

—Bueno —dije, porque al parecer ya estaba enterado —. Aquel día en el Cheng, pensé que despedisteis de modo algo brusco a aquellos campesinos de Henan muertos de hambre. Él me contestó con idéntica brusquedad:

—Yo no ayudo a quienes tienen problemas y lloriquean pidiendo ayuda. Prefiero recompensar a quienes sobreviven a las dificultades. No vale la pena mantener con vida a una persona si es obligado hacerlo. Cuando sobre un pueblo se abate una calamidad repentina o le asedia largo tiempo la desgracia, sobrevivirán los mejores y más valiosos. El resto puede desaparecer.

—¿Pero estaban pidiendo un favor, excelencia, o sólo una oportunidad justa?

—De acuerdo con mi experiencia, cuando un lechón enano chilla pidiendo una oportunidad justa de alcanzar la teta, en realidad aspira a una ventaja inicial. Piensa en esto.

Lo pensé. Mis pensamientos me llevaron al pasado, a un pasado lejano, cuando yo era un niño y trataba de ayudar a los niños de las barcas. En mi memoria apareció la cara pálida y bella de la pequeña Doris.

—Excelencia —dije —, cuando habláis de hombres y mujeres irreflexivos y quejumbrosos

nadie puede estar en desacuerdo con vos. Pero ¿y los niños hambrientos?

—Si son hijos de los prescindibles, también son prescindibles. Date cuenta de esto, Marco Polo. Los niños son el recurso del mundo que puede renovarse de modo más fácil y barato. Corta un árbol para aprovechar su madera; se necesita casi una vida entera para sustituirlo. Saca kara del suelo para quemarla y desaparecerá para siempre. Pero si se pierde un niño en una época de hambre o en una inundación, ¿qué se necesita para sustituirlo? Un hombre, una mujer y menos de un año de plazo. Si el hombre y la mujer son personas fuertes y capaces que desafiaron el desastre, es probable que el niño de recambio sea mejor. ¿Has matado alguna vez a un hombre, Marco Polo?

BOOK: El viajero
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dark Places by Reavis Z Wortham
The Man Game by Lee W. Henderson
Bait & Switch by Darlene Gardner
Cursed by Wendy Owens
Butcher Bird by Richard Kadrey