Pascal, un joven tímido e inseguro de dieciséis años, se prepara para acudir a una fiesta de disfraces de Halloween en París. Pero, lo que prometía ser solamente una fiesta de estudiantes se convierte en toda una aventura, en la que el chico cruzará la puerta que comunica con un mundo tenebroso e inquietante. ¿Hacia qué peligros se dirige Pascal? Una novela en la que se combina a la perfección entretenimiento y buena literatura.
David Lozano
El viajero
La puerta oscura 1
ePUB v2.2
ikero07.07.12
A mis hermanos: Carlos, Jorge y Fernando,
viajeros en la aventura de sus propias vidas.
Iniciar la andadura de
La Puerta Oscura
ha constituido un auténtico desafío al que —por fortuna— no me he enfrentado solo. En este sentido, debo manifestar un especial y cariñoso agradecimiento a Alberto Baeyens, primer lector del manuscrito, a quien debo valiosas críticas y el propio título de la trilogía; a Javi Sanz, un genuino experto en la literatura fantástica (entre otras cosas), por ofrecerme su necesaria lectura personal del texto; a todo el equipo editorial, cuyo imprescindible trabajo ha hecho posible que
El Viajero
vea la luz (nunca mejor dicho); a Carlos Gay y Javier Arantegui, mis «tíos adoptivos», que no dudaron en acompañarme sorteando tumbas por los cementerios de París; a José Ángel Delgado, Iñigo Aguirre y Pepe Trívez, con quienes sigo necesitando compartir mis sueños y proyectos; a Sonia Manteca y Asun Utande, que me ayudaron a bautizar con nombres franceses a los personajes de esta historia; al parapsicólogo Carlos Bogdanich, por su ayuda en el conocimiento del misterioso mecanismo de los trances; a los forenses Mari Carmen y Salvador Baena, quienes me mostraron el delicado proceso de las autopsias (que yo luego adapté a mi antojo, por supuesto); a Javi Oros y Mague Ibarra, un trocito de esta obra se escribió en vuestra hospitalaria casa cerca de la playa; a mis ex alumnos Dani Tenas y Antonio Espona, por su osadía al aceptar leer la primera versión del comienzo de la novela, al igual que hizo mi amigo Rafa Fernández de Alarcón; a Morgia, por la cita; a Carlos Prats, mi asesor en juegos de rol; a Ángel Quintana, claro, con quien profundicé sobre el concepto de holocausto en nuestra entrañable sala de profesores; a Alfonso Sebastián, por sus sugerencias de lecturas siniestras; a todos aquellos que de forma desinteresada dedicaron parte de su tiempo a pensar en títulos para esta historia; a las calles y cementerios de París, que susurraban a mi paso como un personaje más, y, por fin, mi sincera gratitud para aquellos cuya comprensión y generosidad —en todos los ámbitos— han permitido que yo pueda dedicarme a escribir sin abandonar mis otras pasiones, lo que completa mi felicidad.
Y he llegado a la isla de Avalón, a través de las
brumas del lago, en una barca ornada de negro
y plata. La luz tenue, oblicua, inunda la tierra
de oro y silencio. Pienso, sin saber por qué: «Llego a casa».
MARIÓN ZlMMER BRADLEY, Las Nieblas de Avalón
Y los viajeros que ahora atraviesan el valle ven
por las ventanas iluminadas de rojo vagas formas
que danzan al ritmo fantástico de una melodía
discordante; mientras, como el torrente espectral
de un río, por la pálida puerta, abominable, una
multitud se precipita eternamente riendo..., pero
sin jamás sonreír.
EDGAR ALLAN POE, The Haunted Palace
La oscuridad es el imperio de los carniceros.
SÁNCHEZ PINOL, La piel fría, 2002
PASCAL SE ENCONTRABA AQUELLA NOCHE EN CASA DE SU ABUELA, TIRADO EN EL VIEJO SOFÁ DEL SALÓN, VIENDO LA TELE, CUANDO LO ALCANZÓ DESDE EL PASILLO EL RESPLANDOR INTERMITENTE DE UNA LUZ: LA LÁMPARA DEL BAÑO SE HABÍA ENCENDIDO, aunque parpadeaba con zumbidos como si estuviera a punto de fundirse. Apartó su vista de la televisión y se volvió extrañado, ya que su abuela hacía rato que dormía.
—¿Abuela?
Pascal aguardó, aunque no obtuvo respuesta. Quitó el volumen de la tele. Los flashes blanquecinos continuaban alumbrando de forma fugaz el salón en penumbra, así que insistió:
—¿Abuela? ¿Estás ahí?
Nadie contestó. Pascal se empezó a poner nervioso, ya que en el piso solo estaban ellos dos. Levantándose, caminó hasta la puerta de la habitación y salió al pasillo. Detrás dejaba la pantalla muda del televisor que emanaba sus propios destellos.
Los chispazos del viejo fluorescente del baño continuaban derramando bocanadas de luz pálida hacia el largo corredor de la casa, cuyas paredes cubiertas de retratos antiguos adquirían un aspecto fantasmagórico. El techo abovedado, tan propio de algunas casas viejas de París, todavía acentuaba aquella sensación siniestra. A Pascal le entró miedo, algo que jamás habría reconocido.
Algunos metros más adelante, el chico se fijó en que el dormitorio de su abuela permanecía cerrado: ella seguía durmiendo. Entonces, ¿cómo es que se había encendido la luz del baño? ¿Por qué, de repente, bailaba su intensidad? Era la primera vez que ocurría algo así.
Pascal presionó el interruptor del pasillo, pero las bombillas de las pequeñas lámparas empotradas en las paredes no respondieron. Tragó saliva. ¿Qué estaba sucediendo? Notó sus propios latidos en una vena del cuello, que parecían impactar en su oído como un pulso abrumador. Negándose a pensar, obligó a sus piernas a seguir avanzando hasta situarse delante de la puerta medio abierta del cuarto de baño, lugar del que procedían los fogonazos de luz. Y tuvo la certeza de que al día siguiente se avergonzaría de su comportamiento infantil.
O quizá no. Empujó con una mano la puerta que tenía frente a él, que terminó de abrirse emitiendo un gemido lastimero que se cortó cuando el picaporte del otro lado chocó contra la pared de azulejos. Pascal alzó la vista y se quedó mirando el misterioso fluorescente que no cedía en su lucha por mantenerse encendido. Los zumbidos que emitía en su agonía le recordaron los chasquidos de esos aparatos de luz violeta que matan insectos.
No había nadie allí. Pascal silbaba intentando en vano suavizar su propia tensión. Alargó el brazo y pulsó donde debía, pero de nuevo la instalación eléctrica se negaba a obedecer: la lámpara del baño seguía sin apagarse, parpadeando.
La ausencia de una razón para aquellos hechos estaba a punto de provocar en Pascal un repentino ataque de pánico, pero se contuvo: a sus quince años no podía comportarse como un crío. Alguna explicación científica habría.
Solo tenía que aguantar sin echar a correr para descubrirla.
El chico entró por fin en el baño, procurando frenar su ritmo cardíaco. Una vez allí fue girando sobre sí mismo, observándolo todo sin encontrar nada que llamase su atención, lo que le tranquilizó bastante. Detuvo su movimiento de inspección al ver su delgada silueta reflejada en el cristal de la ventana, una imagen que aparecía y desaparecía siguiendo el baile luminoso del fluorescente del techo. Se aproximó más para mirarse. Distinguió así sus hombros huesudos, su cuello estrecho bajo el mentón, las mejillas finas e imberbes. Sus ojos grises, casi sepultados por el flequillo negro que le caía sobre la frente, mostraban un miedo repentino, brusco. Humillante a su edad.
Pascal desvió un momento la mirada hacia el suelo, como hacía siempre ante cualquier obstáculo, víctima de su eterna inseguridad que él camuflaba de timidez. Pero ahí abajo no halló cobijo para su inquietud, por lo que levantó la vista. El mismo reflejo intermitente le devolvió entonces, a su espalda, la visión del amplio espejo sobre el lavabo.
Se disponía a reanudar su rotación vigilante, cuando algo raro le hizo volver a fijarse en el cristal donde seguía viendo duplicada parte del interior del baño: se trataba de la imagen proyectada del espejo, que le permitió descubrir que se estaba empañando, como si alguien se acabara de duchar con agua muy caliente. Pero no había ocurrido tal cosa. Pascal se volvió despacio, abandonando el reflejo del vidrio para enfrentarse directamente a aquel nuevo fenómeno inexplicable.
Dio un paso y se situó ante el lavabo. Encima de él, en efecto, la gran plancha del espejo se había empañado por completo. En aquel momento, cuando ya su estupor parecía haber alcanzado el límite, cinco temblorosas grietas comenzaron a dibujarse sin prisa en la superficie de cristal cubierta de vaho. Caían en vertical, delgadas e irregulares.
¿Qué sucedía?
Horrorizado, Pascal se dio cuenta de que aquellas líneas sobre el vaho eran el rastro que dejaban los dedos de una mano invisible que resbalaba con lentitud al otro lado del espejo.
Incapaz de aceptar lo que estaba ocurriendo, Pascal aproximó la cara hacia aquella superficie empañada. Confiaba en enfrentarse al tranquilizador reflejo de su rostro, cuarteado por las rendijas de cristal nítido.
Pero no.
No se vio a sí mismo.
De entre esos cinco surcos de espejo ya liberados de la bruma, alcanzaba a distinguir una cara inerte de mujer, que lo miraba desde la oscuridad.
Pascal gritó, mientras un violento terror aplastaba sus entrañas, aunque no tuvo tiempo para nada más. En un instante, los brazos de aquel ser atravesaron la superficie ahumada del espejo desde aquel otro lado y alcanzaron su cuerpo, provocando ondas en la superficie del cristal, como si este se hubiera transformado en un líquido aceitoso.
Ya en este mundo, las manos gélidas de aquella criatura lo agarraron de la camiseta, llevándolo hacia el interior del vidrio con una fuerza sorprendente. El chico, impactado por lo que estaba ocurriendo, perdió el equilibrio y cayó hacia adelante, con el tiempo justo de apoyarse en el marco del espejo para evitar ser tragado por aquella superficie repentinamente gelatinosa. De este modo, Pascal quedó entre las dos espontáneas realidades del espejo, la suya y la desconocida, como inclinado sobre un peligroso alféizar que diera a un abismo. Y es que la mitad superior de su cuerpo, todavía sufriendo los tirones de la mujer misteriosa, que no cejaba en su empeño de llevarlo con él, se había quedado dentro de aquella otra dimensión.
A los ojos de Pascal se mostraba ahora un panorama de profundidad insondable. Más allá de aquel umbral, la oscuridad reinaba por todos lados, y la lejanía de sus límites se percibía en el eco prolongado de cualquier ruido, incluidas las palabras de quien persistía en impulsarlo hacia allí:
—Tú eres el Viajero —afirmaba aquella mujer de dudosa existencia—. Ayúdame...
La señora, de avanzada edad, estaba llorando.
AQUEL miércoles 29 de octubre, Pascal recibía una propuesta curiosa de su amigo Dominique Herault: visitar a una adivina. El joven español tradujo para sus adentros aquella novedosa oferta; se trataba de dejarse embaucar por una bruja barata que les adelantaría acontecimientos sobre el futuro. Parecía divertido... e inquietante.
Casi tan inquietante como la duda sobre la respuesta que daría su amiga Michelle Tauzin a su proposición, toda una incógnita por el momento. Pascal le había preguntado el día anterior, tras varias semanas reuniendo el valor suficiente para hacerlo, si quería «salir con él», y desde entonces aguardaba su contestación con una impaciencia demoledora, torturante. Se trataba de su mejor amiga, junto con el frívolo Dominique, pero eso no lo había frenado a la hora de desnudar sus sentimientos como nunca lo había hecho.