El viajero (3 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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Daphne dio un respingo de pura impresión y se detuvo en seco. Giró sobre sí misma buscando el origen de aquellos chillidos que le habían puesto la piel de gallina. No vio nada especial, no había ningún niño cerca. Entonces, ¿quién gritaba? Y, lo que era más aterrador, ¿por qué el resto de los viandantes caminaban como si nada, sin reaccionar ante el torrente de sollozos que se precipitaba sobre la plaza? Tal vez aquellas personas no oían ni veían nada, una explicación bastante preocupante que implicaba que los gemidos y las imágenes no eran de este mundo, por lo que solo una persona con capacidades extrasensoriales podía detectarlos.

Tal posibilidad desató la alarma en la vidente. Mal asunto. Daphne buscó ansiosa el amuleto que siempre llevaba al cuello, y lo agarró con fuerza; ignoraba cómo podía acabar aquella exhibición, pero su condición de testigo involuntario podía resultar peligrosa.

Los minutos fueron transcurriendo, hasta que no quedó nadie más que ella, detenida por el vértigo de unas imágenes que habían empezado a enturbiar sus ojos. Inmersa en aquella visión sobrenatural, entró en trance, viajando mentalmente hasta esa otra dimensión de París donde una médium poderosa logra detectar acontecimientos futuros.

Los gritos de los niños invisibles iban en aumento en aquel mundo al que su espíritu acababa de llegar, y la propia resonancia de sus voces agudas avanzaba en ráfagas, como latigazos de aullidos. Daphne, paralizada, sintió un fuerte temblor en el suelo; a los pocos segundos, toda la zona central de la plaza, donde se erigía la Fuente de los Inocentes, con sus peldaños, empezó a resquebrajarse y a ondular, imitando el efecto de un terremoto. Se repitió a sí misma que era todo tan irreal como un sueño, que en su verdadera dimensión aquella plaza continuaba intacta, pero no consiguió serenarse.

Un oleaje de tierra removida recorría toda la plaza, dejando al descubierto un paisaje insospechado: lápidas y huesos. Daphne palideció, pues aquella imagen demencial le había hecho recordar que la plaza se asentaba sobre un antiguo cementerio que había sido vaciado hacía más de doscientos años. ¿Cómo podía haberlo olvidado?

Los chillidos iban en aumento, pero Daphne ya no los oía: con la boca abierta y sin pestañear, observaba la Fuente de los Inocentes, todavía en pie a pesar de la violencia sísmica. El monumento se teñía de rojo, bajo una espesa cascada de sangre que iba resbalando por las escaleras hasta derramarse por el suelo, cubriéndolo todo.

Entonces los vio. Y experimentó por primera vez el verdadero miedo.

* * *

Pascal esperaba a sus amigos en la calle con semblante abstraído, sentado en una escalinata con los brazos apoyados en las rodillas. Como había sido el primero en llegar al lugar de la cita, no se había quitado los auriculares de su iPod y seguía escuchando música con semblante abstraído, acompañando el ritmo con veloces golpeteos de los pies.

En medio de su ensoñación, aprovechó aquellos minutos para pensar. Aunque el impacto de la escena con la bruja ya se había diluido, sepultado por la rutina de un par de días de instituto, Pascal seguía dándole vueltas a la extraña profecía de la adivina: un próximo viaje que lo conduciría hacia «la Muerte». ¿Quería eso decir que iba a morir en alguna excursión, quizá en un accidente de tráfico? ¿Se trataba, por el contrario, de que iba a encontrar algún cadáver? ¿Y qué tenía eso que ver con Michelle?

Suspiró, superado por las incógnitas.

Nada encajaba, salvo que el presunto hallazgo fúnebre fuera el cuerpo de ella. ¿Michelle, muerta? Pascal descartó al instante aquella alternativa, demasiado fuerte para su inexperto corazón.

Aquel encuentro con la adivina había sido extraño desde el principio: las sensaciones, el ambiente, los gestos de la bruja cuando aparecieron en su casa. Algo raro pasaba, se había percibido con nitidez en el aire del pequeño local atestado de amuletos que la adivina utilizaba para recibir a sus clientes. No tenía que haber ido. Seguro que a sus padres no les haría gracia descubrir que su hijo se había gastado unos cuantos euros en algo así. Pero ya era tarde; el mal estaba hecho. Ahora lo importante era que no sufrieran ninguna consecuencia, ni siquiera psicológica.

De todos modos, aquello casi carecía de importancia en esos momentos, en comparación con la incertidumbre carnívora que seguía carcomiendo a Pascal: Michelle aún no le había respondido.

«Le gusto, me aprecia, confía en mí, pero su respuesta final será no», pensaba el chico con pesimismo mientras esperaba en la calle. «Vaya, mi mejor amiga es tan buena amiga que no quiere dejar de serlo. Nunca pensé que esto me iba a fastidiar tanto.»

Michelle. Alta, rubia, de pelo liso y muy largo, esbelta, de curvas sugerentes..., y con carácter, justo lo que le faltaba a él. Tenía un año más que ellos, dieciséis, y cursaba
Premier
, primero de bachillerato, en su mismo
lycée
. Se alojaba en una residencia de estudiantes, ya que su familia vivía en un pueblo bastante alejado de París, y pertenecía al grupo de los frikis del centro escolar porque le gustaba la estética gótica: vestía siempre de negro y se maquillaba de forma algo siniestra. A ella le encantaba todo lo que tuviese que ver con el terror: películas, libros, video-juegos... Pascal sentía por ella algo que iba más allá del deseo, a pesar de lo distintos que eran. Y es que el suyo era más bien el color gris, ajeno por completo a la rotundidad del negro que seducía a Michelle. El gris, la anodina tonalidad de lo vulgar.

Pero, aun así, la quería y albergaba esperanzas. Pascal era consciente de sus sentimientos desde hacía tiempo, aunque se había negado a reconocerlos hasta tres días antes, increíble fecha en la que su corazón le había forzado a actuar superando el obstáculo de su tradicional y resignada pasividad.

Y ahora la iba a ver. Era viernes. Aquella tarde, Pascal había quedado con ella y con Dominique junto a la pirámide del Louvre, en medio de los majestuosos edificios que componen el famoso museo, para ir a pasear por la orilla del Sena. Disimulando su propio estado de ánimo, se levantó y saludó a Michelle cuando esta llegó minutos después, tan siniestra como siempre: abrigo, pantalones y botas del mismo color negro, ojos maquillados con unas sombras que le otorgaban un toque diabólico muy excitante.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó ella, algo incómoda—. Todavía no te puedo decir nada. ¿Te molesta?

El chico guardaba sus auriculares en ese momento.

—No, claro que no —a Pascal le costó mirarla a los ojos—. No pasa nada, lo entiendo.

Michelle sonrió con cariño.

—No es verdad, no lo entiendes. Pero gracias. Ten en cuenta que si me lo pienso tanto es porque me interesas mucho.

—De acuerdo, no me tienes que dar más explicaciones, en serio.

La chica se mordió el labio inferior:

—Pero todo esto... decida lo que decida, no afectará a nuestra amistad, ¿verdad? Como te veo raro...

Pascal suspiró.

—¡Pues claro que no! Ahora estoy un poco tenso, pero en seguida me recupero.

—¡Genial! —Michelle aproximó su rostro y le dio un beso en la mejilla—. No podría renunciar a un amigo como tú.

«Un amigo como yo», se repitió Pascal para sus adentros, molesto. «¡Quiero algo más!»

Ambos oyeron entonces el familiar sonido de la silla de Dominique avanzando hacia ellos.

—¡Hola, tíos! —los saludó salvando con pericia unas escaleras—. ¡Perdón por el retraso! Bueno, os fastidiáis, que para eso podéis andar con vuestras piernas.

Aquella segunda frase encajaba más con el siempre arrasador carácter del chico francés.

—¿Cómo estás? —le preguntó Michelle agachándose para ofrecer sus mejillas a los ávidos labios de Dominique, que se apresuró a saludarla con dos besos.

—No tan buena como tú, «mujer de hielo». Si Pascal te parece poco, siempre quedo yo...

Aquella imprevista pulla confirmó a Michelle que sus dos amigos habían estado hablando sobre su silencio ante la propuesta de Pascal. Decidió contraatacar:

—Pero, Dominique, ¿qué sabes tú de noviazgos? Pensaba que tu única especialidad era el sexo, y virtual. ¿Desde cuándo te interesa el amor?

Pascal apoyó la demoledora réplica de Michelle con una sonrisa maliciosa, mientras el atacado fingía un exagerado gesto de dolor.

—Ya podrás, contra un minusválido —se quejó—. Cómo te has cebado...

A pesar de la apariencia, Pascal creyó percibir que, en realidad, aquel comentario de Michelle no le había hecho ninguna gracia a Dominique. Lo cual era raro, porque su amigo se lo tomaba todo con humor. A Pascal le decepcionó comprobar que Dominique todavía no había asumido por completo la posibilidad de que ellos dos salieran juntos, por mucho que procurase disimularlo. ¿Por qué le estaba costando tanto?

—Colega, ha sido legítima defensa, nada más —se justificaba Michelle, ajena a lo que ocupaba las mentes de los chicos, aquel íntimo conflicto que se le escapaba—. Y no nos pongas caras, que te conocemos.

—Qué dices de legítima defensa —acusó Dominique—, con lo que te has sobrado conmigo. Pero te perdono. Hagamos un pacto de no agresión por un rato, ¿vale?

Todos estuvieron de acuerdo y, sacando temas del
lycée
, se dirigieron hacia el Sena atravesando el cuidado jardín de las Tullerías, a cuyo fondo se distinguía el afilado perfil del Obelisco, un monumento egipcio que se erigía en medio de la plaza de la Concorde. Pascal se colocó detrás de su amigo para ir empujando la silla y obtuvo un «gracias,
darling
» como recompensa.

—¿Has estado jugando hasta ahora al
Lineage II
? —le preguntó Pascal mientras caminaban, pues conocía su adicción a todo lo relacionado con la informática, en especial a aquel juego de ordenador en red que acababa de mencionar.

—Por supuesto —respondió él—. Pero todos mis adversarios son tan mediocres que me aburro, la verdad. Voy a empezar a jugar solo, llegaré más lejos.

Michelle y Pascal le creyeron, no era un farol que naciese de su indiscutible prepotencia sarcástica. Conocían su nivel de dominio cibernético. ¡Era un auténtico hacker! Aparte de las chicas, la informática, las matemáticas y la lectura eran sus grandes pasiones, tres
hobbies
para los que su silla de ruedas no suponía un obstáculo. «En el mundo virtual, nadie corre más rápido que yo», había afirmado Dominique en una ocasión.

Brillaba un amarillento sol de atardecer, y una brisa fría procedente del río provocaba ondas en la superficie de los estanques. Más allá de la zona verde, en dirección opuesta al Sena, se erguían las señoriales fachadas de los edificios napoleónicos de la rué de Rivoli, un trayecto de lujo a cuyos lados brotaban elegantes tiendas.

—Michelle, te necesito para un asuntillo de tráfico de influencias —adelantó Dominique cuando llegaban junto al río—. Por cierto, esta noche ya tenéis plan, así que, Pascal, ve pidiendo el pertinente permiso a tus padres.

Pascal se sorprendió; pensaba que iban a ir al cine.

—¿Y qué planes son esos, que incluso necesitas a Michelle? —quiso saber el español.

* * *

Daphne los vio, sí. Y los reconoció. Aquellos infantes, niños y bebés que surgían de la sangre con sus cuerpos putrefactos, eran los espíritus de los Inocentes, mártires de un antiguo crimen atroz. Su recuerdo, ya olvidado por la gente de París, daba nombre a la fuente erigida en esa plaza ahora irreconocible, deformada, que parecía haber sido pasto de una maldición infernal en aquella dimensión paralela.

Y esas criaturas de gesto grotesco la miraban a ella, mientras flotaban en el aire enrarecido recreando la vieja masacre. Dominaban aquel ambiente oscuro que reflejaba los destellos de la alfombra de sangre que seguía creciendo a los pies de la bruja, imparable. Daphne sintió en sus zapatos el tacto nauseabundo del líquido, que se derramaba con el avance paulatino y letal de la lava.

Aquel tenebroso espectáculo tenía que constituir un aviso del Más Allá, una advertencia. A Daphne, avezada intérprete del lenguaje de las almas, no le cupo ninguna duda, aunque eso no logró serenarla.

Los Inocentes abrían sus bocas sin dientes para emitir chillidos de ultratumba que ningún oído humano podía escuchar. Daphne estaba a punto de sufrir un colapso. Aquel encuentro la había pillado desprevenida, tras décadas de paz en el mundo de los vivos.

Ella quería sobreponerse, así que cerró los ojos con fuerza y se llevó las manos a los oídos para frenar la agresión acústica de los gritos, iniciando la interrupción del trance. Se repitió que, a pesar de su apariencia terrorífica, aquello era una simple llamada. Por eso necesitaba volver al mundo real, abandonar aquella visión apocalíptica que la había atrapado. Algo muy grave estaba a punto de ocurrir en París.

Poco a poco, los chillidos empezaron a remitir, aunque Daphne se mantuvo en la misma posición, sin abrir los ojos ni liberar los oídos. Su cuerpo, cada vez más debilitado, oscilaba por los mareos. Hizo un último esfuerzo para retornar su mente al mundo de los vivos.

Minutos después, la vidente abría los ojos y descubría que la plaza Jean de Bellay había recuperado su apariencia normal. Incluso el viento había cesado. Ya estaba en su dimensión, su espíritu había vuelto para reencontrarse con su cuerpo. Nadie había visto nada, salvo a una vieja estrafalaria que, con gesto petrificado, observaba la antigua fuente, alrededor de la cual ahora varios adolescentes practicaban
skateboard
.

La Vieja Daphne, temblorosa y pálida, solo tuvo fuerzas para sentarse en un banco cercano.

¿A qué venía todo aquello? ¿Por qué había sufrido semejante visión?

* * *

Así que Dominique tenía planes para ellos aquella noche. Michelle se había vuelto hacia él con curiosidad, aunque seguían caminando. Lo observó con una media sonrisa: allí estaba aquel chico rubio de torso y brazos robustos por años de impulsar la silla de ruedas, erguido sobre aquel armazón metálico con la misma dignidad que mostraría un rey en su trono. Dominique los miraba ofreciendo un gesto conspirador, con sus ojos azules sobre las facciones afiladas. Unos ojos que siempre parecían rebosantes de energía concentrada, toda la energía que su minusvalía le impedía emplear de otro modo que no fuera una conversación irónica, ágil y potente.

Dominique resultaba atractivo porque irradiaba una abrumadora confianza en sí mismo. Si uno se dejaba avasallar por su voz seductora cuando hablaba en serio, por la sonrisa blanquísima en su rostro de barba incipiente o por sus gestos picaros, terminaba por no ver la silla bajo su cuerpo. A Michelle le ocurría a menudo. Y le maravillaba aquel curioso fenómeno, que incluso le hacía perdonar los comentarios de índole sexual que su amigo hacía con frecuencia.

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