El violín del diablo (21 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—¿De modo que el tiempo de respuesta del instrumento es lo más característico? ¿Lo que podríamos llamar, para seguir con su ejemplo automovilístico, la aceleración de cero a cien?

—No es tan simple. El sonido de un Stradivarius es inimitable. Ane no pensaba que pudiera falsificarse, por eso nunca le preocupó lo que pudieran decir los expertos. Su violín tenía un sonido muy rico y refinado, tanto en el registro más agudo como en el más grave, y además era increíblemente versátil, porque podía producir desde sonidos profundos, oscuros y aterciopelados como los de un chelo, hasta notas tan brillantes que parecían producidas por una trompeta. Y siempre eran sonidos muy vigorosos, porque una de las características más sorprendentes de un buen Strad es que sus sonidos parecen expandirse por el auditorio, como si florecieran en el aire, desde el pequeño capullo que son cuando parten del instrumento hasta la rosa espectacular en que se convierten cuando alcanzan el oído del público.

—Entiendo —dijo el policía, abrumado por la metáfora floral.

—La única incógnita que plantea el violín de Ane no es si se trata o no de un Stradivarius sino de qué Stradivarius se trata. Ane quería creer que el suyo era uno de los Stradivarius de Paganini. No sé si sabe que este virtuoso italiano había conseguido reunir al final de su vida una colección de instrumentos verdaderamente notable.

Perdomo se entretuvo un momento anotando en su libreta los datos que le acababa de facilitar Carmen Garralde y luego preguntó:

—¿Sabe si alguien hizo alguna vez una oferta a Ane por el violín, aunque fuera rechazada?

—Nadie se hubiera atrevido, inspector. Una cosa es comprar un instrumento a un coleccionista o a un
luthier
y otra muy distinta es hacer una oferta a un intérprete, y más de la talla de Ane Larrazábal. Sería como ofrecerle dinero a cambio de su garganta o de sus cuerdas vocales, porque el Stradivarius de Ane era su voz. Otra cosa es que hubiera gente que lo codiciara en secreto.

—¿Quién, por ejemplo? —Perdomo estaba ansioso por poder incorporar algún nombre a la libreta, al objeto de avanzar en la investigación.

—Por ejemplo, la japonesa, Suntori Goto, la gran rival de Ane. Sabemos por terceras personas, como agentes o gerentes de auditorios, que ella atribuía el éxito de Ane en un cincuenta por ciento a su violín, y hubiera dado cualquier cosa por conseguirlo. ¡Todo con tal de no reconocer que Ane es, o era, mejor músico que ella!

—Pero me acaba de decir que el Strad es extraordinario.

—Lo es, en manos del artista apropiado. Lo que no sabe Suntori es que para igualar a Ane ella hubiera necesitado ¡dos Stradivarius!

—¿Por qué dice eso?

—Por el sudor.

—¿El sudor?

—Suntori Goto transpira en el escenario como si estuviera en una sauna, inspector. ¿Nunca la ha visto? Hay gente que lo encuentra tan repulsivo que ha dejado de ir a verla, a pesar de que, ¡no me importa admitirlo!, la japonesa es una mujer atractiva. Pero cuando está tocando (debe de ser cosa del miedo escénico) la condenada suda como si estuviera levantando pesas, en vez de tocando música.

—¿Y eso qué tiene que ver con…?

—Déjeme terminar, por favor —le rogó con su voz aguardentosa la agente—. La humedad tiene consecuencias catastróficas para la sonoridad de cualquier instrumento, porque la madera, cuando se empapa de agua, pierde su capacidad de resonancia. Ésa es la razón por la que los estuches buenos de violín incorporan un higrómetro, que es un aparatito para medir la humedad. Si un instrumentista transpira como Suntori, en diez o quince minutos puede dejar el violín tan inservible como una bayeta de cocina. La única solución es tener dos instrumentos a mano: mientras se seca uno, y con el calor del escenario también puede ser cosa de minutos, se toca con el otro, y viceversa. Por eso le digo que, a Suntori, un solo Stradivarius no le resultaría suficiente.

—Al ser la gran competidora de Ane, ella es ahora la nueva estrella femenina del violín, ¿no es así?

—Sí, inspector, así es —admitió con un suspiro de resignación la mujer—. Podemos decir que Suntori Goto es ahora la nueva reina del mambo.

—Si recuperamos el violín —dijo Perdomo cambiando el tercio—, los legítimos propietarios…

—Los padres de Ane —cortó Garralde, como si el solo hecho de que se pusiera en duda esa cuestión le resultara intolerable.

—¿Los padres de Ane? ¿Cómo puede estar tan segura?

—Ane no hizo testamento. ¿O me va a decir que han encontrado uno?

—No, no se ha hallado ninguno.

—Porque no lo hay. Entonces, si no ha cambiado la ley, todo va a los ascendientes, incluido este piso y naturalmente el violín, si llega a recuperarse algún día. Esto hubiera sido así incluso después de la boda. Al no haber testamento, el señor Rescaglio sólo hubiera podido heredar a la muerte de los dos padres de Ane.

La perra de Carmen Garralde comenzó a ladrar en ese instante, exigiendo su comida, y la mujer pidió al policía que la acompañara a la cocina mientras abría la lata que le iba a servir al animal. Fue durante ese corto trayecto cuando Perdomo reparó en un pequeño violín que había colgado en la pared de uno de los dormitorios.

24

—¿Y ese violín? —preguntó el policía, tratando de hacerse oír sobre el festival de ladridos que había organizado la perrita.

—Es un octavo. El primer violín que tuvo Ane, con cuatro años. Cuando los niños son de esa edad, tienen que emplear instrumentos de reducidas dimensiones, y aún los hay más pequeños, porque hay criaturas que empiezan con un año.

—¿Puedo verlo?

Carmen Garralde cruzó el dormitorio y tras descolgar el violín, se lo entregó al policía.

Perdomo sonrió al tenerlo en las manos. Era evidente que aquel pequeño instrumento le inspiraba ternura. Uno no podía por menos que imaginar las manos diminutas que lo habían hecho sonar en otra época. De inmediato se le vino a la mente el recuerdo de su hijo Gregorio, cuando empezaba a dar sus primeras clases, y también el de Juana, que lo acompañaba siempre al conservatorio, y los ojos se le humedecieron con la nostalgia de una época feliz que jamás regresaría.

—Tengo que dar de comer a Kotxa o subirá el vecino de abajo a montarme la bronca —dijo Garralde, sacándole de su añoranza—. Tráigase el violín a la cocina, si desea examinarlo.

A la luz del neón, y mientras su interlocutora preparaba el plato para la perra, Perdomo observó, a través de las reducidas escotaduras del violín, que pegada al fondo de la caja había una etiqueta, pero como las letras eran tan pequeñas, no consiguió leer con claridad, ni siquiera achinando los ojos, la inscripción que en ella figuraba. Por fin se rindió a la evidencia y tras sacar las gafas de vista cansada, que por coquetería no empleaba casi nunca, pudo ya descifrar la etiqueta sin dificultades.

Antonius Stradivarius Cremonensis

faciebat anno 1708

Perdomo se quedó de una pieza y preguntó:

—¿Esto también es un Stradivarius?

Garralde estaba en cuclillas, vaciando el contenido de la lata en el platillo de la perra, y le contestó desde esa posición:

—¡Sólo faltaría! No haga caso, a los
luthiers
les gusta añadir una etiqueta en el fondo del instrumento, para que éste se parezca más al original. Ni siquiera podemos hablar de una falsificación, porque no está hecho con intención de engañar. Es sólo una especie de homenaje al más grande constructor de instrumentos de la historia.

Perdomo se fijó en que todos los caracteres estaban impresos en tinta, excepto las dos últimas cifras de la inscripción.

—Pues oiga, esto da el pego.

—Será a alguien como usted, que no tiene ni idea de música. Muchos ejemplares modernos (estoy hablando ya de violines cuatro cuartos, de adulto) llevan la etiqueta y sin embargo son más falsos que una moneda de tres euros. Y por supuesto, hay también algún Stradivarius auténtico que carece de etiqueta y en realidad es original. Y como sé que me lo va a preguntar, me anticipo a su respuesta: el Stradivarius de Ane carecía de etiqueta.

Aunque Perdomo no podía ver a la perra, llegaba hasta él el sonido inconfundible de los lametones del animal, mientras devoraba con fruición quién sabe qué inmunda pasta húmeda para canes.

—Antes quería preguntarle: si los padres de Ane, que son ahora los legítimos propietarios del violín, desearan establecer de qué Stradivarius se trata, porque les interesase para revalorizarlo, ¿qué pasos tendrían que dar?

—Lo tendrían difícil. La mayoría de los Strads están fuera de toda sospecha porque sus propietarios conocen el pedigrí del instrumento. Los Strads del Palacio Real, por ejemplo: está documentado cuándo salieron de Cremona y cuándo llegaron a España. El problema con el de Ane es que el primer propietario conocido fue su abuelo paterno, que pujó por él en una subasta en Lisboa.

—¿Era también violinista?

—No, diplomático. Pero un buen diletante, según dicen.

Perdomo estuvo a punto de comentar con orgullo que su esposa —y por lo tanto también su hijo Gregorio— descendían del gran Pablo Sarasate, pero consideró que no era el momento de exhibir antepasados ilustres.

—El abuelo de Ane, ¿vive aún?

Garralde se incorporó bruscamente al oír la pregunta y Perdomo advirtió que tenía la cara crispada por el dolor.

—Hay veces —explicó mientras se daba una friega con la mano en el muslo derecho— que no puedo estar ni un minuto agachada; mis piernas se han convertido en un calvario. Venga, no quiero que Kotxa nos tenga aquí dos horas, dejémosla que coma y vayamos a la terraza. Siempre que puedo, me gusta ver la puesta de sol. Allí —dijo cogiendo el pequeño violín que Perdomo había dejado sobre la mesa— le contaré el espeluznante final que tuvo el abuelo de Ane.

25

Al salir a la terraza, Perdomo se percató de lo claro que estaba aún el cielo, a pesar de que el sol había desaparecido ya tras la línea del horizonte.

—¡Vaya, nos lo hemos perdido! —exclamó mortificada Garralde—. Llegar o no llegar, a veces es cuestión de segundos, ¿qué le vamos a hacer?

El policía observó con estupor que en las casas circundantes reinaba la penumbra, y como si le hubiera adivinado el pensamiento, su anfitriona comentó:

—¡Me encanta este contraste! Yo lo llamo «mi efecto Magritte».

El silencio sobrecogedor que se formó tras el comentario de Garralde fue desgarrado por el maullido angustioso de un gato callejero. A Perdomo, esos alaridos gatunos siempre le habían parecido más propios de una mujer enloquecida que de un felino en celo, y tenían la invariable virtud de producirle escalofríos. Al estudiar a Garralde a la luz del farolillo que ésta había encendido en la terraza, descubrió que sólo tenía iluminada la parte superior de la cabeza, por lo que le resultaba imposible verle los ojos ni determinar siquiera si los tenía abiertos o cerrados.

—El abuelo de Ane se suicidó en 1966 — dijo la mujer rompiendo aquel silencio opresivo. Se subió a lo alto del puente 25 de Abril, que entonces se llamaba puente Salazar, en Lisboa, y se arrojó al agua la noche del 27 de mayo. Tal vez habría podido sobrevivir si no hubiera sido arrollado por un gigantesco remolcador que lo pasó por la quilla y lo despedazó con sus hélices cuando el cuerpo acabó emergiendo en la zona de popa.

—Una muerte espantosa —admitió el policía.

—En una fecha fatídica —añadió la mujer—. Paganini también murió un día 27 de mayo, lo mismo que Ane.

Perdomo calló durante un instante. La verdad era que si se trataba de una mera coincidencia, ésta resultaba estremecedora. Pero Perdomo no estaba dispuesto a establecer ninguna conexión sobrenatural entre aquellos hechos y así se lo hizo saber a Garralde.

—No hay razón alguna para pensar que las tres muertes puedan estar relacionadas, ¿no cree?

Garralde no respondió. Las cuencas de sus ojos eran ahora dos agujeros negros impenetrables, densos y misteriosos.

—Cuando el abuelo de Ane murió, ¿qué pasó con el violín?

—Su hijo, el padre de Ane, nunca quiso tocarlo. Decía que había algo en su sonido que no le resultaba agradable, que el violín
no le
quería
, y siguió empleando el suyo, un Montagnana de 1721. Es también un excelente instrumento, pero no se puede comparar con el Strad, claro. Así que en cuanto tuvo edad suficiente para poder manejarlo, el violín pasó directamente a Ane.

—¿Podría ver una fotografía del violín?

—Por supuesto. Espéreme aquí y disfrute del famoso cielo velazqueño de Madrid.

Carmen Garralde salió de la terraza y regresó al cabo de un minuto con un portafolio de cuero negro en el que había numerosas fotografías del violín robado. Lo colocó sobre la ancha barandilla de la terraza y empezó a enseñar el contenido de la carpeta al policía.

Algunas fotos mostraban el violín de frente, otras de costado, y había media docena que se concentraban en detalles específicos, como el clavijero, la voluta o el puente.

—Ése es el aspecto que presentaba el violín antes de que Lupot le cambiara la voluta —le informó Garralde señalándole una de las imágenes—. La foto siguiente es el violín en su estado actual, con la cabeza que Lupot talló en la voluta a petición de Ane.

La mirada perversa del demonio era de tal ferocidad que Perdomo tuvo que apartar la vista un instante, como para retomar el aliento.

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