Por toda reacción, Perdomo empezó a tararear el tema al ritmo de sus propias palmas:
Ain't got nothin' but love, babe, eight days a
week.
Gregorio sintió un poco de vergüenza ajena por el poco garbo que mostraba su padre al moverse y le paró en seco:
—Es suficiente, papá. No te «motives».
Perdomo aseguró a su hijo que esa misma semana solucionarían lo de su violín, pero antes le hizo prometer que no volvería a desplegar sus habilidades musicales en el metro.
—Hace unos meses un grupo neonazi asesinó a un chico en Legazpi. Y se producen robos y agresiones todos los días.
—Pero cada vez hay más cámaras, papá —le replicó su hijo—. Y hace poco han empezado a funcionar hasta patrullas con perros. Yo creo que estoy más seguro en el metro que en la calle.
—Tienes trece años, Gregorio. Un chico de trece años, hoy en día, no está seguro en ninguna parte. Y menos con un violín como el que quizá tenga que comprarte.
El chico se entusiasmó ante la idea de llegar a ser por fin propietario de un buen instrumento. Perdomo se guardó muy bien de comentar a Gregorio que ya tenía la excusa perfecta para llamar por teléfono a Elena Calderón.
Los resultados de la autopsia de Ane Larrazábal confirmaron las primeras sospechas de Perdomo la noche misma en que examinó el cuerpo todavía caliente de la violinista. La causa de la muerte había sido la anoxia cerebral por estrangulamiento antebraquial y los análisis toxicológicos no habían arrojado ningún resultado significativo. Sin embargo, el examen al microscopio de los caracteres árabes que el asesino había escrito con sangre en el pecho de la víctima sí aportaba un dato de interés, y la Policía Científica pidió al inspector que se acercara hasta sus dependencias para comentárselo en persona.
—Como todo el mundo sabe —comenzó a explicar el agente mientras colocaba unas diapositivas tamaño folio sobre un negatoscopio—, los árabes no sólo tienen un alfabeto completamente distinto al nuestro, sino que escriben de derecha a izquierda. Esto afecta al sentido general de la escritura y a la manera misma de escribir cada letra. En total hay 18 formas de letras, que varían ligeramente en función de que estén conectadas a la letra que le sigue o a la anterior. Ellos crean las 28 letras del alfabeto combinando estas formas básicas con uno, dos y hasta tres puntos colocados encima o debajo de cada signo, pero lo importante es cómo mueven la pluma sobre el papel.
Las diapositivas ya estaban pinzadas verticalmente sobre la superficie blanca y opaca del largo visor del laboratorio, y el agente accionó el interruptor de la lámpara fluorescente par visualizar las imágenes.
—Para componer la palabra
Iblis
, que es el demonio de los árabes, el asesino tuvo que emplear cinco signos. Aquí está la palabra entera:
»Formada por las letras
»En esta diapositiva podemos ver ampliado el primero de ellos, SIN
»Un árabe lo trazaría de la siguiente manera: comenzar por el extremo superior derecho de la uve doble y luego completaría el signo sin levantar la pluma, añadiéndole la U grande, todo en un mismo movimiento.
El agente reforzó su explicación dibujando en el aire, con el dedo índice, la letra «sin» a medida que la iba describiendo. Perdomo observó, en mitad de aquel ambiente irreal, creado por la luz blanquecina del visor, que el policía científico oscilaba lentamente la cabeza hacia arriba y hacia abajo al hablar, como si fuera la aleta de un delfín. Esto, unido al hecho de que el agente parpadeaba tan pocas veces por minuto que sus ojos parecían los de un pez, contribuyó a reforzar la impresión de estar contemplando a una criatura en un acuario.
—Lo que ha revelado el microscopio es que estos signos fueron escritos de izquierda a derecha, como lo haría un occidental —concluyó el policía.
La luz fosforescente del negatoscopio empezó a parpadear, seguramente a causa de un falso contacto, y el tipo lo solucionó con un contundente golpe en la parte superior.
—¿Puedo ver las imágenes que obtuvisteis a partir del examen microscópico? —preguntó Perdomo, tras comprobar que el porrazo había sido tan efectivo como los que su padre propinaba a su viejo televisor en blanco y negro cuando éste perdía la sintonía. El policía le entregó varias fotografías de tamaño folio, en las que se apreciaba al detalle la textura de la sangre.
—¿Lo ves? —le explicó el policía—. La densidad de la tinta (que en este caso fue la propia sangre de la víctima) va decreciendo de izquierda a derecha y no al revés. A medida que va arrastrando el dedo humedecido en sangre por la piel de esta pobre desgraciada, éste mancha menos porque se le va acabando la tinta.
—O sea, que el asesino no es un árabe —exclamó estupefacto el inspector.
—Mi opinión personal es que alguien está intentando darnos gato por liebre, para hacernos creer que el asesinato es obra de un fanático islamista.
—Lo cual lleva aparejado el hecho de que el asesinato no fue improvisado, sino calculado fríamente por una astuta mente criminal.
—No tan astuta. El asesino se equivocó al escribir el nombre de izquierda a derecha.
—Es el único error que ha cometido, porque vosotros no habéis encontrado ni una sola prueba más: ni pelos, ni huellas dactilares, ni fibras de ropa.
—Te equivocas, inspector, sí que ha dejado una pista que le delata, y es el modus operandi. Hay muy pocas personas capaces de matar estrangulando limpiamente con el antebrazo —dijo el agente mientras encendía otra vez la luz de la sala y apagaba la del visor—. Estuve hablando con el forense (eso fue antes de que te incorporaras a la investigación) y me comentó que un estrangulador inexperto probablemente hubiera intentado la estrangulación manual comprimiendo frontalmente la tráquea. Esto, además de que provoca un dolor escalofriante en la víctima, lleva aparejado siempre una violenta resistencia por parte de ésta, que suele acabar con rotura de laringe y del hueso hioides. Ahora tendríamos restos de piel e incluso de sangre del asesino en las uñas de la violinista. En lugar de eso, el verdugo opta por emplear el antebrazo para presionar la arteria carótida y la vena yugular sin interrumpir el flujo de aire, provocando primero isquemia cerebral y luego la muerte.
—Dime, según el forense ¿se puede determinar tras el examen del cuerpo si el asesino era zurdo o diestro?
—No, y tampoco si era hombre o mujer, ya que para estrangular interrumpiendo el flujo sanguíneo hace falta relativamente poca fuerza. Para que te hagas una idea, en un estrangulamiento por aire, la fuerza que hay que aplicar sobre la laringe es de más de quince kilos, mientras que basta una presión de dos kilos para ocluir la yugular y de cinco para hacerlo con la carótida. Pero de lo que no cabe duda es que la persona que buscas había estudiando artes marciales y puede que ya haya matado por el mismo procedimiento en otra ocasión.
Cuando Perdomo llegó a su despacho, después de visitar la sede de la Policía Científica, le estaba esperando el subinspector Villanueva. Los dos hombres habían tenido una breve pero tensa conversación nada más producirse la incorporación del policía a la UDEV y desde entonces no habían vuelto a cruzar palabra. Villanueva era de mediana estatura, unos cuarenta y cinco años de edad y pelo abundante y completamente plateado. Llevaba siempre unas corbatas muy chillonas, con las que trataba de compensar su falta de personalidad. Perdomo le consideraba un perfecto oportunista, de manera que tenía el convencimiento de que, mientras él gozara del respaldo directo del comisario Galdón, no sólo no se atrevería a colocarle ninguna china en el zapato durante la investigación, sino que trataría de mostrarse de lo más colaborador.
Al menos, de puertas para afuera.
El antiguo hombre de confianza de Salvador sujetaba una carpeta en la mano, en la que figuraban las diligencias policiales y las pruebas que el equipo del inspector asesinado había logrado recopilar hasta la trágica muerte de éste.
—El otro día te prometí que iba a colaborar, Perdomo. No hacía falta que me llamara Galdón para darme un toque —le dijo con su voz aflautada y sumisa.
—Yo no he pedido a Galdón que te apretara las clavijas, Villanueva. Me basto y me sobro para conseguir que no me toquéis los huevos ni tú ni ninguno de los hombres de Salvador.
El subinspector inició un movimiento hacia la puerta para marcharse pero le detuvo la voz de Perdomo, que sonó tan rotunda como el martillazo de un juez al dictar sentencia.
—Un momento. ¿Qué demonios hay en esta lista?
El inspector había extraído de la carpeta un folio escrito a máquina, en el que figuraban más de una docena de nombres, el último de los cuales era el de una mujer y no estaba mecanografiado como los otros.
—Son las personas que han intervenido en el caso hasta ahora. Están desde el juez instructor hasta el forense y sus ayudantes, pasando por los hombres de mi grupo.
—Querrás decir el de Salvador. ¿O es que ya te ves como su sucesor in péctore?
—Perdomo, joder, vamos a tener la fiesta en paz, que nos quedan por delante muchas horas de estar juntos.
—Eso ya lo veremos. ¿Quién es esa mujer que figura al final? Sólo habéis puesto el teléfono, pero no viene a qué departamento pertenece.
—Milagros Ordóñez es una vidente —respondió Villanueva, atusándose una corbata verde pistacho que habría llamado la atención hasta en la selva amazónica.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Salvador utilizaba médiums para sus investigaciones?
—Para que veas que juego limpio contigo. No tenía por qué habértelo dicho, porque no lo sabe ni Galdón.
Perdomo sacudió la cabeza con incredulidad, mientras contemplaba aquel nombre escrito a mano.
—¡Es lo que nos faltaba! Estos
frikis
, no contentos con infestar los medios de comunicación como una plaga, ahora se nos cuelan en la policía.
—Ordóñez no es ninguna
friki
—puntualizó Villanueva—. No siempre es capaz de proporcionarnos la información que necesitamos, pero las veces en que nos ha asegurado que tenía datos, siempre ha resultado fidedigna.
—¡No me tomes el pelo, Villanueva, que tengo los cojones negros del humo de cien batallas!
—No la tomes conmigo. Era Salvador en persona el que la consultaba siempre que se quedaba atascado en un caso.
—¿Quieres decir que esa señora ha estado implicada en más investigaciones criminales? ¿En qué casos?
—No te puedo decir en cuántos; Salvador llevaba muy discretamente sus relaciones con ella. Jamás dejó que nadie de la UDEV estuviera presente en las entrevistas que mantenía con esa señora.
—¿Y cómo sabes entonces que recurrió a ella en el caso Larrazábal?
—Porque hace tres días se le averió su coche y me pidió que le llevara yo en el mío hasta la casa de la médium. No me dejó ni verla. Me hizo esperar fuera todo el rato, y eso que estuvo con ella cerca de una hora.
—¿No tendría un lío?
—No lo creo. A Salvador le gustaba acicalarse cuando salía de conquista, y a esta entrevista fue sin afeitar y con una camisa que daba pena verla.
Perdomo rebuscó en la carpeta que le había entregado Villanueva y extrajo otro documento: una partitura, rota en dos pedazos y vuelta a unir con papel celo, metida en una bolsa de plástico para guardar pruebas. En ella estaban escritas a mano las siguientes notas: