El violín del diablo (14 page)

Read El violín del diablo Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Galdón apagó por fin el cigarrillo y luego cambió de tercio:

—¿Y tú qué tal estás?

—No me quejo. Por lo menos me seguís felicitando todos por lo de El Boalo.

—Me refiero a si sales con alguien.

—Malditas las ganas.

—Tenías un chaval, ¿no?

—Gregorio. Está muy crecido. Y estoy contento, porque empieza a querer hablar de su madre. No sé si sabes que mi mujer…

—Lo sé, lo sé. Pero tú eres muy joven. Volverás a rehacer tu vida muy pronto, ya verás.

El inspector Perdomo recordó por un instante a la trombonista que había conocido la noche del crimen, pero la ahuyentó enseguida de su cabeza, como si la mera evocación de su imagen fuera un acto de deslealtad hacia su esposa. Como siempre, utilizó el trabajo para evadirse de su dolorida vida personal.

—¿Dónde están los resultados de la autopsia de la violinista?

—Los tiene el forense, porque aún falta el análisis toxicológico. Pero la chica murió estrangulada, eso ya te lo puedo confirmar. Así que, hala, a trabajar.

El comisario jefe se puso en pie y, componiendo lo que el creía que era una sonrisa amigable, que a Perdomo le pareció una mueca forzada de presentador malo de concurso de televisión, le estrechó la mano y le deseó buena suerte.

Al salir, Perdomo se hizo la siguiente reflexión: cuando una investigación se estanca, un inspector provincial puede pedir ayuda a la UDEV. Pero ahora que él trabajaba para la UDEV, ¿a quién demonios podría recurrir cuando las cosas empezaran a ponerse difíciles?

16

Roberto y Natalia decidieron festejar la llegada a Madrid de su amigo Lupot con una cena en un conocido restaurante especializado en carnes, situado junto al edificio del Senado. Antes de que empezaran a llegar los platos, y mientras degustaban un delicioso Ribera del Duero del 2002, el francés hizo entrega a su anfitriona de los discos de
chanson française
que había comprado para ella.

—Hay uno muy especial que acaba de salir. Lo acaba de grabar un dúo formado por un chico y una chica que se hacen llamar Malin Plaisir.
On peut traduire par
«placer malévolo», ¿no es cierto, Roberto?

El interpelado no contestó, absorto como estaba en contemplar a Natalia mientras ésta intentaba, inútilmente, desprecintar el celofán que envolvía el disco.

—Aunque sólo fuera por el trabajo que cuesta abrir los compactos —dijo la mujer—, debería promulgarse una ley que obligara a volver al disco de vinilo.

Tras forcejear durante un minuto con el cedé, en una operación en la que hubo que emplear un tenedor y un cuchillo de cortar carne, Natalia logró retirar por fin el envoltorio y empezó a hacer preguntas sobre el disco:

—¿
Moi pour toi
es el título del disco?

—Del disco y de este libro que también te he comprado, porque es en el que está basado el disco —le explicó Lupot.

Extrajo de la bolsa en la que había llevado los discos un libro de bolsillo en cuya cubierta aparecían las fotos de la cantante Edith Piaf y del boxeador Marcel Cerdan. Debajo del título, que era igual al del cedé, el subtítulo aclaratorio decía: «Lettres d'amour».


Moi pour toi
no se puede traducir literalmente «yo para ti» —explicó Roberto—. Yo me inclinaría por «el uno para el otro».


Exactement
—apostilló el francés—. El título de esta antología de cartas de amor alude a unos versos de la canción más famosa de Piaf, «La vie en rose». En un momento dado la letra dice:

C'est lui pour moi,

Moi pour lui dans la vie

Il me l'a dit, l'a juré

Pour la vie,

o sea, «él para mí y y yo para él en la vida, me lo ha dicho, me lo ha jurado para toda la vida».

—Pero ¿qué tiene que ver el disco con las cartas? —preguntó Natalia mientras empezaba a curiosear las fotos que venían en el disco.

—Malin Plaisir ha cogido frases de las cartas de amor y las ha convertido en canciones. No he podido escuchar el disco aún, pero he leído varias reseñas en la página web de la Fnac; todas son excelentes.

Natalia estaba radiante de felicidad; era evidente que el disco y el libro le habían hecho una ilusión inusitada. Tras estampar un par de besos a Lupot, tan efusivos que le obligaron a recolocarse las gafas, empezó a interesarse por la historia de amor entre la cantante y el boxeador, que conocía sólo superficialmente.

—Siempre me ha fascinado la Piaf, que te lo diga Roberto. Pero así como los discos los tengo casi todos, no es fácil conseguir libros sobre ella. Éste me servirá para mejorar mi francés, que, por cierto, es deplorable.

—No sabía que te gustara tanto Edith Piaf —dijo Lupot—. A mí se me ocurrió traerte el disco sólo porque lo relacioné con el violín del diablo y el asesinato de Ane Larrazábal.

—¿A qué te refieres?

—No sé si estás al tanto de la historia de amor prohibido entre Cerdan y Piaf. Se conocieron en 1946; él tenía ya cuatro hijos, pero el chispazo no se produjo hasta dos años después, en Nueva York. En el 49, cuando el romance estaba en pleno apogeo, se desencadenó la tragedia: Cerdan murió a bordo del mismo avión en que iba el violín del diablo y su propietaria, Ginette Neveu. Lo más inquietante de todo es que Cerdan, que tenía que viajar a Nueva York para el combate de desquite con LaMotta, tenía pensado hacer el viaje en barco, pero Piaf, que ya estaba allí, estaba tan ansiosa por verle que le suplicó que tomara un avión.

—¡Lo mataron las prisas! —dijo Roberto.

—Lo mató la Piaf —apostilló Lupot—. ¡Esa mujer debía de ser como una mantis!

En ese momento fueron interrumpidos por el camarero, que colocó tres platos de barro incandescentes delante de cada comensal.

Aunque el comentario era superfluo, porque los platos parecían fragmentos de magma volcánico, el camarero se sintió obligado de igual modo a advertir:

—Cuidado con el plato, que está muy caliente.

—No nos habíamos dado cuenta —bromeó Roberto, mientras se servía un par de deliciosos filetitos de buey, que empezaron a churruscarse sobre el barro a toda velocidad. El
luthier
les dio la vuelta casi instantáneamente, para evitar que la carne se recociera sobre el plato, y luego engulló uno de ellos sin trocarlo siquiera con el cuchillo.

—Parece que había hambre —dijo Natalia, un poco avergonzada por la voracidad excesiva de su marido, que durante unos instantes se había transformado en una especie de hombre de Cromagnon devorando un trozo de mamut.

—También os he traído —continuó Lupot— el disco póstumo de Ane Larrazábal. No sé si lo han editado ya en España.

El
luthier
enseñó el cedé a sus amigos y éstos se mostraron muy impresionados tanto con el contenido como con la portada del mismo.

Al contemplar de cerca el violín en aquella fotografía, Roberto volvió a insistir en su teoría de que el instrumento debía de emitir algún tipo de energía negativa y esto provocó una inquietante reflexión por parte del francés:

—Lo cierto es que un violín es un objeto muy especial, y eso lo saben los músicos mejor que nadie, ¿no es cierto? Cuando un violín deja de tocarse durante un tiempo, se produce un fenómeno muy misterioso; el instrumento pierde sonoridad. Luego cuesta meses que vuelva a ser el de antes. A veces han venido clientes míos a quejarse, después de algún arreglo, porque el violín ya no les sonaba como cuando lo compraron. Y yo siempre les digo: lo que tiene que hacer usted es tocarlo, porque el instrumento percibe que no lo están tocando y empieza poco a poco a languidecer. A pesar del tiempo que llevo en esta profesión, nunca he sabido explicarme este fenómeno. Es como si el violín estuviera… vivo.

—No solamente eso —añadió Roberto—. Un violín percibe qué tipo de músico es su propietario. Si un violinista ofrece un sonido potente y extrovertido, el instrumento se adapta a él y proyecta un sonido recio y vigoroso. En cambio, si está en manos de un pusilánime, el violín también se acobarda y se pone mohíno.

Siguió una discusión interminable sobre qué clase de energía absorbían y emitían los objetos y hablaron largo y tendido del feng shui, una forma de geomancia china que se remontaba al año 3000 antes de Cristo y que cada vez tenía más aceptación en Occidente.

—El feng shui —dijo Roberto— se basa en armonizar la energía que desprenden los objetos y las personas. Por lo tanto, si aceptamos el feng shui, y media Europa lo acepta en estos tiempos, tenemos que admitir también que haya objetos que desprenden energía negativa. Yo creo que el violín es uno de ellos.

—La sola idea de que pueda haber cosas que atraen la mala suerte resulta en extremo desasosegante —afirmó Lupot—. Tal vez por eso me niego a aceptarla.

—Pues haces mal —exclamó contrariada Natalia—. Podría citarte de memoria media docena de objetos malditos, desde coches hasta cuadros, incluidos diamantes o jarrones, que conforme iban pasando de mano en mano iban dejando tras de sí una siniestra colección de infortunios y un lúgubre reguero de cadáveres.

—Yo también —dijo Roberto—. Está el diamante Hope, el coche de James Dean, el personaje de Superman…

—Ése no lo conocía —admitió su esposa.

—Pues George Reeves, que interpretó el personaje en los años cincuenta, apareció un buen día muerto en su casa de Beverly Hills con un disparo del calibre 30 en la cabeza. Y años más tarde, todos sabemos lo que le ocurrió a Christopher Reeve.

Los tres comensales guardaron silencio durante cerca de un minuto, estremecidos por el recuerdo del agónico final que había tenido el mencionado actor. Por fin, Lupot comentó:

—Aún más inquietante que el hecho de que existan objetos capaces de atraer la mala suerte, es imaginar el tipo de acontecimiento que puede provocar que una cosa inanimada se cargue de repente de esa clase de energía.

—¿En qué estás pensando exactamente? —preguntó Natalia con la voz algo turbada, como si presintiera que la respuesta no le iba a gustar.

Lupot les contó que Ane Larrazábal presumía de que su Stradivarius había pertenecido a Paganini y que éste había fallecido en su mansión de Niza sin haber recibido la confesión.

—No tengo idea de qué ocurrió en aquella casa, la noche del 27 de mayo de 1840, pero os aseguro que no me hubiera gustado estar allí.

—A mí sí —saltó Roberto—. Siempre me han gustado las emociones fuertes.

—Si alguien robó el violín de la casa de Paganini —terció Natalia—, ésa podría ser la manera en que comenzó la maldición.

—O tal vez ese Stradivarius sea el que dicen que Paganini encordó con los intestinos de una mujer a la que él mismo había asesinado —añadió Roberto—. Sea como fuere, no es normal que, por su causa, hayan muerto ya dos violinistas. Ane te dijo que su abuelo había adquirido el violín en Lisboa en 1949, que es el año en que se estrelló en las Azores el avión de Neveu. Tiene que ser el mismo violín.

—Es posible —concedió Lupot—. Pero yo lo tuve un par de semanas en el taller y no me pasó nada. ¡Espera un momento! ¡No es cierto! La persona que, después de mí, más en contacto estuvo con el violín fue Étienne, mi ayudante; se fracturó una pierna en esos días. Y además fue una caída inexplicable dentro del taller.

—¿Lo ves? Dos semanas y el violín empezó a ocasionar problemas —acotó Roberto.

—¿Y a ti, Arsène? ¿No te ha ocurrido nada? —dijo Natalia.

Al
luthier
no le gustó la pregunta:

—¿A mí? ¿Qué habría de ocurrirme? Yo creo que este tipo de maldiciones sólo te afectan si de verdad crees en ellas. Ya sabéis el viejo adagio: si una situación es definida como real, esa situación tiene efectos reales. Pero yo soy un escéptico.

El tema sobrenatural parecía haberse agotado, así que el francés se interesó por la investigación criminal del caso Larrazábal.

—El juez ha decretado secreto del sumario y aún no ha filtrado nada a la prensa —le informó su amigo—. Respecto a la noche del concierto, he de decirte, querido Arsène, que Natalia y yo estábamos en la primera fila de un entresuelo lateral, justo encima del escenario, y que a unas cinco butacas de distancia, un poco más alejada de la orquesta, había una japonesa que Natalia sostiene que era Suntori.

—No estoy segura del todo, porque iba muy tapada —aclaró su esposa—, pero tenía que ser ella por fuerza; su actitud no era normal. Se pasó todo el concierto con los codos apoyados sobre la barandilla del entresuelo, escrutando a Ane Larrazábal a través de unos prismáticos.

—Probablemente estaría estudiando la digitación, para copiar su técnica —le explicó Lupot—. Y apuesto lo que queráis a que Ane se dio cuenta de que estaba siendo espiada por la japonesa.

—¿Por qué dices eso? —preguntó el matrimonio a dúo.

—¿No me contasteis que a Ane se le escapó el violín en el
Capricho
n.° 24
? Eso no es fácil que ocurra, a menos que cometas la insensatez, como hice yo una vez, de tocar con el metrónomo en la mano, o de que algo te sobresalte de tal manera que te haga perder el control durante un instante. No es descabellado aventurar que, si Ane Larrazábal se dio cuenta durante el pasaje más difícil del
Capricho
de que su más temida rival estaba escudriñando hasta el más pequeño de sus movimientos para tratar de apoderarse de los secretos de su técnica, el susto fuera mayúsculo. Suntori vive en San Francisco, y encontrártela de pronto en Madrid, revoloteando por encima de tu cabeza, con unos prismáticos clavados en tu persona, podría provocar una crisis nerviosa hasta en la mujer más equilibrada. Ya sabéis lo «paganiniana» que era Larrazábal, y Paganini era enfermizamente celoso de su técnica. No afinaba en público y cuando ensayaba con la orquesta no tocaba su parte entera, para evitar que le plagiaran. Sus conciertos para violín llegaron a publicarse ¡sin la parte de violín!, para fastidiar a sus rivales.

—¿Y si vino para algo más que para echarle el mal de ojo? —dijo Natalia—. Suntori no está contenta con su Guarneri y lleva años intentando hacerse con un Stradivarius, pero no sale ninguno a la venta.

—¿Crees que la mató para robarle el violín? —preguntó Roberto.

—Para eso, o simplemente porque estaba harta de que Ane le hiciera sombra.

—Lo cierto es que, técnicamente, Suntori pudo hacerlo —admitió Roberto—. Según la prensa, el estrangulamiento se produjo durante el intermedio. ¿Tuvimos localizada en todo momento a la japonesa durante el descanso?

Other books

Stealing the Preacher by Karen Witemeyer
AlphainHiding by Lea Barrymire
Slaughter on North Lasalle by Robert L. Snow
The House at Bell Orchard by Sylvia Thorpe
Standing in the Shadows by Shannon McKenna
Janus by John Park
Dragonbards by Murphy, Shirley Rousseau
Not Until You: Part V by Roni Loren