—Señor Rescaglio, me ha sido de inestimable ayuda, pero me temo que tendré que volver a molestarle para aclarar cualquiera puntos de la investigación que vayan surgiendo a medida que ésta avance.
El policía y el músico se estrecharon la mano, pero, antes de que éste cerrara la puerta de la sala para comenzar su ensayo, preguntó:
—Señor Salvador, ya me ha dicho que Ane no fue torturada. Pero no me ha aclarado si sufrió.
—El forense me asegura que no. Su novia debió de perder el conocimiento en cuanto su verdugo empezó a presionarle el cuello, con lo cual nos demuestra que el asesino sabía lo que hacía.
—¿A qué se refiere?
—
Shime waza.
Es una expresión japonesa que se emplea en judo para designar diversas formas de estrangulación con el antebrazo. Es muy probable que el asesino haya practicado artes marciales, lo cual abunda aún más en la tesis de un terrorista islámico entrenado a conciencia en los campos de Al-Qaeda o alguna organización afín. A su novia no la asesinaron oprimiéndole la tráquea con las manos, entre otras cosas porque matar de esa manera es dificilísimo, por mucha fuerza que tenga el asesino en las manos. Existe el peligro para el agresor de que la víctima se defienda como gato panza arriba y le deje arañazos y contusiones en el cuerpo. Y aún más peligroso para el verdugo es que, como consecuencia de esa resistencia, queden restos de piel, de saliva, o de pelos entre las uñas de su víctima, que posibiliten a la Policía Científica determinar de inmediato tanto el grupo sanguíneo como el ADN del culpable.
—Si no fue por falta de aire, ¿cómo murió entonces?
Con un movimiento sorpresa, el inspector Manuel Salvador agarró al italiano del cuello con el antebrazo, con la firmeza suficiente para que no escapara, pero sin llegar a apretar tanto como para poner en peligro su integridad física. Aunque a Rescaglio aquella demostración in situ le pareció fuera de lugar, decidió que lo mejor era no moverse ni protestar, y esperar a que el policía terminara su explicación.
—Tengo el pliegue del codo situado frente a su laringe. Ni siquiera apretando con todas mis fuerzas lograría interrumpir así el flujo de aire a sus pulmones. Sin embargo, mi antebrazo comprime la arteria del cuello, de modo que con esta presa podría provocarle anoxia cefálica por compresión vascular e inhibición vagal. En otras palabras, usted perdería el conocimiento en segundos porque no le llegaría sangre al cerebro y moriría poco después por la misma causa si yo continuara presionando, una vez que lo tuviera inconsciente. La clave para estrangular a alguien rápidamente no es la laringe ni la tráquea, sino la carótida, y el asesino de su novia estaba al tanto de ello. Cualquier policía sabe también cómo dejar fuera de combate a un alborotador que no se deja llamar al orden por métodos, digamos, menos expeditivos.
Rescaglio sintió una náusea muy fuerte en el estómago, pero no fue debida a la presión del brazo del policía, que no era nada del otro mundo, sino, por una parte, al repugnante olor a colonia barata que éste le estaba restregando contra la piel, pues tenía la nariz pegada a la parte posterior de su mejilla, y por otra a la desagradable peste a nicotina que desprendía la manga de su gabardina.
Visiblemente decepcionado por la falta de entusiasmo con la que el chelista había recibido su demostración forense, Salvador soltó el cuello de su interlocutor y se disculpó diciendo:
—Espero no haberle lastimado. Tan sólo quería dejarle claro por qué estamos convencidos de que los últimos instantes de su novia no fueron lo terribles que podrían haber sido de haberse topado con un asesino más inexperto. Casi todo lo demás en relación con este caso es aún una nebulosa de interrogantes. Empezando por una pregunta cuya respuesta vale dos millones de euros:
»¿Dónde está el violín?
París, al día siguiente del crimen
Arsène Lupot salió a dar un paseo por el Boulevard Saint-Germain para celebrar la buena noticia de que iba a poder viajar a Madrid a dar su charla esa misma semana: debido a una repentina indisposición, uno de los conferenciantes del Círculo de Bellas Artes había cancelado su intervención a última hora y él estaba preparado para impartir su charla, que tenía montada desde un par de años atrás, el día que le indicaran. La conferencia de Lupot, apoyada con música y diapositivas en Power Point, se titulaba «El violín, príncipe y mendigo» y siempre era un éxito allí donde la daba, pues no se trataba de una árida exposición de fechas y datos sobre la historia del instrumento, sino de un repaso muy ameno a su evolución. Lupot contaba a su auditorio que el violín, como ocurrió en España con la guitarra española, estuvo en su día muy mal considerado, cual si de un instrumento tabernario se tratara; que hasta que Monteverdi no lo eligió para complementar las partes vocales de su ópera
Orfeo
, fue marginado y menospreciado por los grandes compositores de la época, que preferían el laúd o la viola da gamba a la hora de expresar su pensamiento musical. En su charla, Lupot también tenía tiempo para dedicar un recuerde entrañable a grandes violinistas no profesionales, ya fueran de carne y hueso, como Albert Einstein —el
luthier
sostenía que de no haber tocado el violín, el físico quizá nunca hubiera descubierto la teoría de la relatividad—, o surgidos de la imaginación de un autor, como Sherlock Holmes, que buscaba la inspiración para resolver sus intrincados casos en el atormentado sonido de su instrumento.
Después de degustar un desayuno en el mítico Café de Flore, por el que tuvo que desembolsar casi treinta euros, Lupot entró en una tienda de discos. A Natalia, la mujer de Roberto, le encantaba la
chanson française
y al
luthier
le pareció buena idea comprar algunos discos para llevárselos como obsequio a su anfitriona. Tras hacerse con media docena de cedés que era difícil que hubieran llegado a España, Lupot decidió curiosear, por deformación profesional, en el apartado de música clásica y no pudo evitar un sobresalto cuando vio el álbum que Ane Larrazábal acababa de sacar al mercado. Al preguntar a uno de los dependientes la fecha de su lanzamiento, éste le dijo que los primeros ejemplares le acababan de llegar esa misma mañana, por lo que aún no había dado tiempo a ponerlos en el escaparate, como la gran novedad del mes.
El título del disco era
L'instrument du diable
y, en la portada, sobre un fondo rojo infernal, aparecía la famosa violinista, mirando a cámara, con una expresión engañosa y turbadora. De un lado, los ojos, enormes y azules, irradiaban una bondad seráfica y la mostraban al público como una criatura encantadora y confiable; de otro, la boca, inclinada hacia un lado, en una semisonrisa cruel y desalmada, parecía desmentir lo que expresaba la mirada y confería a toda la figura el aire amenazador de un lobo disfrazado de cordero.
Ane Larrazábal había querido hacer hincapié en lo diabólico, vistiendo para la foto un extraño hábito negro con capucha, que le daba el aspecto de gran sacerdotisa de las tinieblas. En las manos sostenía, o más cabría decir que hacía levitar ligeramente, su famoso Stradivarius, con la voluta que Lupot había tallado, que parecía consumirse en un pequeño infierno de lenguas de fuego. Dio la vuelta al cedé para ver qué piezas se habían incluido en el mismo y comprobó que figuraban las más célebres obras de música clásica relacionadas con el diablo. Abría el álbum la
Danza macabra
, de Camille Saint-Saëns, basada en un poema del poeta decimonónico francés Henri Cazalis. En esta célebre obra, la música intenta describir a la muerte, rodeada de esqueletos bailando frenéticamente hasta el amanecer al son de su violín. Lupot recordó el comienzo de la pieza, en la que se podía escuchar el inquietante «Intervalo del diablo», un acorde de dos notas que estuvo prohibido en la Edad Media por la Iglesia porque se decía que tenía el poder de convocar al Maligno. Cuando se estrenó la
Danza macabra
, en 1875, el público francés no acogió de manera muy entusiasta los inquietantes e innovadores sonidos concebidos por Saint-Saëns para el xilofón, evocando el castañeteo de los huesos de los muertos.
En la selección llevada a cabo por Larrazábal no podía faltar la más célebre pieza de Paganini asociada con Satanás,
Las brujas
, una serie de variaciones para violín y piano basadas en un ballet del siglo XIX en el que se describía la llegada de unas brujas a un bosque encantado. La obra estaba tan erizada de dificultades técnicas y sus melodías eran a veces tan ominosas que, cuando Paganini la estrenó en Viena, un espectador se mostró dispuesto a jurar que había visto al diablo en el escenario, junto al genovés, moviendo su brazo y guiando su arco. En algún momento de su carrera, al violinista le debió de parecer contraproducente esta obsesiva asociación de su figura con Lucifer y decidió hacer pública una emotiva carta, que le había escrito su madre desde Praga, llena de alusiones a Dios, como el mejor sistema para desmentir los rumores de que él era hijo de Satanás. Esta estratagema no le dio resultado alguno, sobre todo a raíz de que, debido a una terrible infección, al italiano le tuvieron que arrancar todos los dientes de la boca, lo que confirió a su ya torva expresión una apariencia aún más escalofriante.
Lupot comprobó que Larrazábal rendía homenaje en el disco a dos compositores españoles con connotaciones mefistofélicas. Uno, el gran Pablo Sarasate, que había llegado a ser considerado, junto a Paganini, el mayor virtuoso de violín de la historia y que era autor de una
Sinfonía Fausto
para violín y orquesta. El otro, Manuel de Falla, había compuesto para el ballet
El amor brujo
una «Danza del terror», que, por más que la hubiera escuchado en incontables ocasiones, al francés le seguía produciendo un profundo impacto.
Ahora Ane Larrazábal estaba muerta. Pero el instrumento con el que había sido grabada toda aquella música —quizá el violín más excepcional que Lupot hubiera tenido nunca entre sus manos— había sobrevivido a la violinista y estaba en poder de su asesino. Si su amigo Clemente estaba en lo cierto y aquél era un objeto portador de mala suerte, por nada del mundo le habría gustado estar en los zapatos del sujeto que lo había sustraído.
Madrid, 48 horas después del crimen
Manuel Salvador recogió su coche del taller —un BMW
coupé
de color titanio— a las nueve y media de la mañana, tras haber recibido por parte del dueño del establecimiento una farragosa explicación acerca de su retraso en la entrega del vehículo: había tenido mucho trabajo y, además, el mecánico que iba a encargarse de su coche se puso repentinamente enfermo, por lo que había tenido que recurrir a otro.
Salvador se puso furioso cuando comprobó que el sustituto no había empleado los habituales plásticos protectores para no manchar de grasa el interior del habitáculo y que el volante estaba cochambroso. El policía observó también con enorme fastidio que el cierre del cinturón de seguridad no funcionaba correctamente y que el depósito de gasolina estaba a la mitad; aunque cuando el encargado del taller se ofreció a subsanar las deficiencias, Salvador le contestó que ya había esperado demasiado y que pasaría a abonar la factura una vez que hubiera comprobado que sus hombres no habían perpetrado en su vehículo ningún otro desaguisado.
El siguiente testigo al que quería entrevistar el inspector era la mano derecha de Ane Larrazábal, la, en apariencia, todopoderosa Carmen Garralde, con quien había quedado citado a mediodía en su piso de Las Vistillas. Salvador se dijo que disponía de tiempo para su visita semanal a la Fundación Síndrome de West, una asociación privada creada por los padres de los niños que padecían esta terrible enfermedad. Manuel Salvador se había convertido hacía pocos meses en uno de esos padres. En su quinto mes de vida, el segundo hijo de Salvador, el pequeño Nicolás, había empezado a manifestar los síntomas dramáticos de este proceso degenerativo que afecta a uno de cada seis mil niños. El bebé había ido perdiendo paulatinamente la sonrisa, abandonado la prensión de los objetos y el seguimiento ocular, había comenzado a llorar sin motivo y a volverse irritable. La enfermedad fue diagnosticada al pequeño en un tiempo récord, que fue también el que tardó el inspector en enterarse de que el síndrome de West lleva apareadas secuelas neurológicas y psicomotrices irreversibles y severas. El mazazo para él y su mujer había resultado devastador, pero por fortuna, la ayuda y el apoyo emocional que les estaban dispensando desde la Fundación les estaba posibilitando, a él y a su esposa, sobreponerse poco a poco a aquel cruel zarpazo del destino.
Al llegar a Villanueva del Pardillo, sede de la Fundación, se vio obligado a detenerse en un semáforo y un par de gitanillas le abordaron para tratar de limpiarle el parabrisas. A pesar de que Salvador les hizo gestos con las manos y con la cabeza de que no se acercaran, éstas hicieron caso omiso y, tras echar un chorro de detergente barato sobre el cristal, comenzaron a pasarle una mopa mugrienta. Salvador, encolerizado, abrió la puerta del BMV para enfrentarse a las limpiadoras, pero al tratar de levantarse de su asiento, el cinturón de seguridad tiró de él con contundencia en la dirección opuesta. El policía intentó accionar al mecanismo de apertura del cinturón para liberarse y comprobó que había vuelto a atascarse, una situación que provocó la hilaridad de las dos mocosas.
Esto enfureció tanto a Salvador que, sin pensárselo dos veces, echó mano a la pistola Astra que guardaba en la sobaquera y apuntó con ella a las dos gitanas creyendo que este abusivo gesto iba a provocarles un susto de muerte. Lejos de amedrentarse al verse encañonadas, las dos limpiadoras —que parecían tomárselo todo como un juego callejero —empezaron a burlarse de él con más saña todavía, lo que provocó que el nivel de blasfemias y amenazas que estaba profiriendo el policía llegara al paroxismo.
Y entonces ocurrió algo que le dejó sin habla. Una de las dos gitanas, curiosamente la que parecía al principio menos descarada, agarró la pistola por el cañón, y aprovechando el factor sorpresa, consiguió arrebatársela de un tirón. El movimiento fue tan brusco que el arma también se le escapó a la muchacha de las manos, y cayó al suelo rebotando un par de veces sobre el asfalto, hasta quedar a metro y medio de la puerta del conductor. Quizá conscientes de que habían llevado su burla demasiado lejos, las dos pedigüeñas salieron corriendo a toda velocidad, antes de que el policía pudiera insertar, en el cargador de su inagotable repertorio, una nueva andanada de gritos e improperios, dejando el parabrisas del BMV embadurnado de un líquido inmundo y pringoso.