El violín del diablo (7 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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El niño intentó responder a su padre, pero su llanto era tan inconsolable que no le salían las palabras. Elena le abrazó y respondió por él:

—Se ha enterado de que Ane ha muerto y está desolado.

—Entiendo —respondió Perdomo, que empezó a sentirse inmediatamente culpable por haber llevado a su hijo al concierto y por haberle implicado en aquella primerísima fase de la investigación.

—Lo mejor —sugirió Elena— es que nos marchemos de aquí cuanto antes. Esto está lleno de policías y Gregorio está muy afectado.

—Gregorio, ven aquí —le dijo con dulzura el inspector.

Su hijo, que tenía los ojos enrojecidos y ahora era víctima de un ataque de hipo, miró a su padre pero no se movió de donde estaba, como si le costara demasiado todavía abandonar el abrazo maternal de la trombonista.

—Lo que ha ocurrido, Gregorio, es terrible. Pero quien quiera que lo haya hecho, lo va a pagar, ¿me oyes? Un amigo mío —mintió el policía—, el inspector Salvador, está a cargo de la investigación y es uno de los mejores investigadores del Cuerpo Superior de Policía.

A Perdomo no le costaba reconocer que su colega, pese a tener un carácter difícil, era un policía competente, que se había apuntado varios tantos durante los años que había permanecido en Estupefacientes.

El niño preguntó:

—¿Por qué, papá? ¿Por qué la han matado?

—Eso es lo que vamos a averiguar, tienes mi palabra.

Perdomo se acordó del violín y de que Elena había ido a indagar sobre él:

—Sólo estaba la funda y el arco —le informó la trombonista—. El violín ha desaparecido.

—Es lo que me imaginaba. ¿Alguno de ustedes sabe qué instrumento tocaba Larrazábal?

—Stradivarius —dijo Roskopf, acompañándose con un gesto con la mano que significaba «mucho dinero».

—No habrán tocado la caja del violín con las manos, ¿verdad?

—El estuche estaba abierto —dijo Elena, así que no tuve necesidad de tocar nada. Sólo pude echar un vistazo fugaz porque en ese momento llegó la policía y me sacaron al pasillo. Pero el camerino parecía un cuadro de Matisse.

—¿Matisse? —preguntó Perdomo.


Interior con caja de violín
—respondió Elena—. Colecciono reproducciones de cuadros en los que aparecen instrumentos o referencias musicales y me he acordado de uno de Matisse, creo que está en el MOMA de Nueva York, en el que se ve una habitación desierta con una caja de violín vacía, abierta de par en par, reposando sobre una butaca que hay a la izquierda.

Un policía de uniforme se acercó a ellos y les anunció:

—Esta zona está dentro del cordón de seguridad. Voy a tener que pedirles que se marchen.

—No se preocupe, agente —dijo Perdomo—. Ya nos vamos. —Luego, volviéndose hacia Elena, preguntó—: ¿Hay algún lugar por aquí en el que podamos hablar un momento, antes de volver a casa?

Elena citó un par de cafeterías y después dijo:

—Pero deme un minuto, que tengo que ir a buscar el trombón. Ya verás qué pedazo de caja, Gregorio —le dijo al niño. Y luego, al tuba—: Georgy, ¿nos acompañas?

El ruso asintió y se marchó también en busca del estuche de su instrumento, aún más voluminoso que el de su colega.

Cuando los cuatro intentaron salir por fin a la plaza frente a la puerta del Auditorio, se encontraron con un par de agentes de uniforme que les cortaron el paso. Perdomo mostró la placa identificativa al policía, pensando que en cuanto la viera éste se haría a un lado de inmediato. En lugar de eso, el agente dijo:

—Lo siento, inspector, pero se ha producido el robo de un instrumento valiosísimo y tenemos órdenes de registrar a todo el mundo.

Perdomo levantó los brazos con expresión guasona para dejarse cachear, pero el policía hizo caso omiso de él.

—¿Pueden abrir los estuches de sus instrumentos, por favor?

Tanto la trombonista como el tuba dejaron las fundas en el suelo y se pusieron en cuclillas para liberar los cierres de las fundas, que empezaron a cantar como si fueran grillos mecánicos: ¡click, click, click!

Al abrir las tapas de los estuches, los policías quedaron deslumbrados con el reflejo dorado de los instrumentos, refulgiendo como la armadura de un coracero a pleno sol.

—El violín no está aquí —señaló con cierta irritación Elena Calderón—. ¿Podemos marcharnos ya?

Los dos funcionarios les miraban impasibles. Parecían androides programados únicamente para el registro.

—Saquen los instrumentos —ordenó uno de ellos.

—Esto es ridículo —protestó el tuba.

Pero su queja no sirvió de nada, porque los dos músicos se vieron obligados a obedecer y los policías comenzaron a fisgar en todos y cada uno de los compartimientos, golpeando con los nudillos las paredes de los estuches para asegurarse de que no había dobles fondos. Una vez que se quedaron satisfechos, el policía que llevaba la voz cantante le dijo al ruso, que aún no había guardado la tuba:

—Menudo armatoste. ¿Hay que soplar mucho para sacarle algún sonido?

—Hazles una demostración, Georgy —dijo Elena.

Pero el ruso se limitó a emitir un gruñido de oso y a devolver la gigantesca tuba a su funda.

—Pueden continuar —dijeron los policías—. Y perdonen las molestias; sólo cumplimos con lo que nos han ordenado.

Los cuatro procuraron alejarse a buen paso de los agentes, como si temieran que les pudieran seguir importunando con nuevos controles, y se dieron cuenta de que había caído un copioso aguacero: resultaba delicioso llenarse los pulmones con el aire cargado de ozono que había traído la lluvia.

Perdomo se volvió para echar un último vistazo al lugar del crimen y vio que en el primer piso de la fachada norte del Auditorio había unos amplios ventanales protegidos con unos visillos de color blanco. Uno de ellos estaba descorrido y dejaba ver la figura un poco rechoncha de Joan Lledó, que les estaba observando impasible mientras se alejaban del edificio.

8

Mientras tanto, en París…

Tras enterarse por su amigo, el
luthier
Roberto Clemente, de que alguien acababa de poner fin a la vida de Ane Larrazábal, Arsène Lupot decidió encender el televisor para ver si la noticia había saltado ya a los medios de comunicación; no escuchó aún ninguna referencia en los informativos.

Se sirvió una copa de Armagnac, encendió uno de los Cohiba mini que solía fumarse a la caída de la tarde y, tras reflexionar durante unos minutos sobre la noticia que le acababan de dar sus amigos españoles, decidió volver a telefonearles. Esta vez respondió el propio Roberto:

—Hola, Arsène. Acabo de decirle a Natalia que al final no nos has contado para qué habías telefoneado.

—Es posible que dentro de unos días vaya a Madrid y quería saber…

—¿Si puedes alojarte en casa? —interrumpió Clemente—. No tienes ni que preguntarlo, Arsène, ya sabes que aquí siempre hay sitio. ¿Cuándo llegas?

—Aún no lo sé. Mañana quiero hablar con el Círculo de Bellas Artes; me han pedido una charla y desconozco con cuanta anticipación trabajan. ¿Han dicho algo en la radio de Larrazábal?

—Sí —dijo Clemente—. En Radio Nacional, que estaba retransmitiendo el concierto, acaban de decir que ha fallecido.

—¿Pero no han dicho de qué manera?

—No.

—¿Cómo sabéis Natalia y tú que no ha sido un accidente y que ha sido asesinada?

—Tras el intermedio, han desalojado a todo el público y al salir nos hemos encontrado con un viola de la orquesta cliente nuestro, que ha oído en el vestuario de los músicos que la habían estrangulado.

—¡Estrangulada! ¡Dios mío! Sólo tenía veintiséis años.

—¿Habías tenido mucho trato con ella?

—En realidad, no. Larrazábal era una de mis clientes más recientes aunque, como le encantaba practicar su francés, en las dos ocasiones en que vino a La Muse estuvimos largo rato charlando. La primera vez que me trajo el violín fue hace un año y medio, para que le hiciera una revisión general. Le reajusté las clavijas, que estaban demasiado rígidas, rectifiqué la posición del alma y le limpié el violín por dentro. La segunda vez fue, como sabes, para tallarle la voluta en forma de diablo.

—Arsène, si se demuestra, como me temo, que la han asesinado por culpa de ese violín…

—¿Han dicho algo del instrumento?

—Todavía no, pero ¿te cabe alguna duda de que lo han robado?

—La verdad es que no.

—¿No crees que deberías ponerte en contacto con la policía y contarles de dónde viene ese instrumento?

Arsène Lupot dio una larga calada a su Cohiba antes de responder y luego dijo:

—Es una historia de hace sesenta años, Roberto. Y además se trata sólo de una conjetura.

—Pero ¿y si tiene algo que ver con lo de esta noche?

—No creo ni que la policía quiera escucharme. Estarán muy ocupados, y yo sólo soy un pobre viejo que se dedica a construir unos instrumentos que ya ni siquiera están de moda.

El español acababa de hacer referencia a una conversación que había mantenido con Lupot al día siguiente de que Larrazábal fuera a verle por vez primera, hacía dieciocho meses. El francés le había expresado su convencimiento de que el Stradivarius de Larrazábal era en realidad el mismo instrumento que había pertenecido a la legendaria violinista francesa Ginette Neveu, fallecida en accidente aéreo cuando contaba sólo treinta años de edad.

Neveu estuvo considerada en su día como una de las más grandes intérpretes de su tiempo. Sus partidarios no se cansaban de recordar que en 1934, cuando tenía quince años, había ganado el Concurso Internacional Henryk Wieniawski, en el que participaban 180 violinistas, incluido el ruso David Oistrakh, que quedó en segundo lugar. Dado que Oistrakh había pasado a la historia como uno de los tres violinistas más grandes, era fácil imaginar, incluso para los no entendidos, el inconmensurable talento que debía de atesorar la francesa para haber podido derrotar al ruso.

La Neveu tenía un sonido inconfundible, cristalino y al mismo tiempo vigoroso, con el que hechizó a los auditorios de medio mundo hasta que, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que suspender temporalmente las giras para concentrarse en las grabaciones de discos. El 20 de octubre de 1949, tras algún tiempo refugiada en Sudamérica, había decidido reanudar su carrera de concertista internacional con un recital en la parisina Sala Pleyel; un recital de nombre premonitorio:
Concierto de los adioses.
Ocho días después se embarcó en el aeropuerto de Orly en un vuelo transoceánico que debía llevarla hasta Nueva York.

En el avión, un Lockheed Constellation de Air France, viajaban 48 personas, entre pasaje y tripulación. Uno de los pasajeros era Jean Paul Neveu, hermano de Ginette y pianista de talento que solía acompañarla en los recitales. También se encontraba a bordo Marcel Cerdan, ex campeón del mundo de los pesos medios, que viajaba a Estados Unidos para tratar de recuperar un título que acababa de arrebatarle Jake LaMotta. Cerdan se había hecho famoso en aquella época por estar manteniendo, a pesar de estar casado y con tres hijos, un sonado romance con la cantante Edith Piaf. El avión había despegado de París a las 20.05 del 27 de octubre de 1949. Estaba previsto que realizara una pequeña escala técnica en las islas Azores.

A la 01.41 de la madrugada, el Constellation comunicó a la torre de control de Vila do Porto, en la isla de Santa María, que la hora estimada de llegada eran las 02.45. En una comunicación posterior, esta hora fue modificada a las 02.55. A las 02.51 el avión informó a la torre que se encontraba a tres mil pies de altura y que había establecido contacto visual con la pista de aterrizaje. Tras recibir las pertinentes instrucciones para tomar tierra, no se volvió a saber nada del aparato.

Minutos más tarde, llegó la noticia de que el Constellation se había estrellado contra el monte Redondo, un pico de novecientos metros de altura situado en isla de San Miguel, otra de las Azores.

El accidente fue atribuido a un error humano y no hubo supervivientes.

En su día, la muerte de Cerdan —en pleno romance con Edith Piaf y a punto de recuperar el título de campeón del mundo— fue la que acaparó el interés del público y las principales portadas de los periódicos, pero lo cierto es que Ginette Neveu ya se había convertido, en el momento de su fallecimiento, y con sólo treinta años, en una de las intérpretes más importantes del siglo XX.

Pronto empezó a extenderse el rumor de que, cuando fueron hallados sus restos, la violinista aún estaba abrazada a su valioso Stradivarius, pero lo cierto es que el instrumento no fue hallado jamás.

Lupot sabía por qué el famoso violín había desaparecido del lugar del accidente, ya que había escuchado la historia de labios del mismísimo
luthier
de Neveu, Étienne Bernardel.

Bernardel, que vivía aún y gozaba de excelente salud, era, en realidad, bastante más que un
luthier
: se trataba de una figura de importancia capital en la historia de la fabricación de instrumentos, no sólo en Francia, sino en el mundo entero. Los más renombrados solistas confiaban en él, desde Anne Sophie Mutter hasta Yo-Yo Ma; ya anteriormente, Pablo Casals o Yehudi Menuhin le habían elegido también para que se ocupara de sus valiosísimas herramientas de trabajo.

Lupot solía visitarle con cierta frecuencia en su taller de la rue Portalis, donde había comenzado su padre. Nacido en 1925 en Mirencourt, «la ciudad de los violines», como solían llamarla los franceses, Bernardel estaba ya demasiado mayor para abordar trabajos de precisión, pero acudía al taller con regularidad para coordinar a un equipo de cuatro expertos, que era el que sacaba los encargos adelante.

Oír al veterano
luthier
relatar historias de violines y violinistas era como escuchar al venerable Homero recitar las peripecias de la guerra de Troya. «En mi pueblo, Mirencourt —solía decir Bernardel—, había seis mil habitantes, de los cuales, mil eran
luthiers
».

Bernardel estaba convencido de que cualquier violín, por muy bueno que fuera, se tenía que adaptar a la personalidad del intérprete, y por eso, antes de manipular cualquier instrumento, iba a la sala de conciertos para escuchar a su cliente en directo. Si eso no era posible, pedía al violinista que tocara en su taller, para establecer qué ajustes se adecuarían mejor a su manera particular de tocar.

Una de las historias más repetidas por Bernardel era la referente al violín de Ginette Neveu. Por expreso deseo de la concertista, el
luthier
le había construido, al parecer, en los años treinta, el mejor y más seguro estuche de violín de la época, por el que había facturado más de trece mil dólares de los de entonces. El exterior estaba revestido de material ignífugo y la caja podía soportar una presión de cientos de kilos de fuerza. El interior, forrado de seda italiana aterciopelada, era tan lujoso como la suite francesa del hotel Four Seasons-Georges V de París e incluía dos termómetros diferentes, uno con la escala Celsius y otro con la Farenheit, además de higrómetro, humidificador, e iluminación individual para cada uno de los compartimientos. Como al examinar los restos del avión en que Neveu había perdido la vida no fue posible hallar ni siquiera el estuche del violín, Bernardel estaba persuadido de que éste había sido sustraído durante las tareas de rescate.

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