—He oído que sus contemporáneos no podían explicarse cómo un ser humano podía llegar a alcanzar tal nivel de virtuosismo y que trataron de buscar la explicación en causas sobrenaturales.
—Eso es cierto, pero lo que más contribuyó a forjar el mito fue su aspecto físico. Era de piel macilenta, extraordinariamente anguloso y demacrado de cara, y sus labios, muy finos, parecían estar siempre curvados en una especie de sonrisa sardónica. Pero lo más aterrador, según descripciones de la época, era su mirada incandescente, como si en las cuencas de los ojos hubiera tenido brasas, en lugar de ojos.
—Un poco como la talla de su violín —dijo el director, que seguía sin animarse a mirar de frente aquel rostro de pesadilla.
—O como el actor Klaus Kinski, que fue quien le dio vida en el cine.
Agostini consultó su reloj y comprobó que apenas quedaban treinta minutos para salir a escena. Tenía todavía que hablar con su concertino para hacerle llegar unas indicaciones musicales de última hora, pero estaba tan atrapado por la personalidad de Larrazábal y por su intrigante conversación que se vio incapaz de abandonar el camerino. Al mismo tiempo, y como se sentía culpable por estar robando a la violinista el tiempo del que ésta disponía para llevar a cabo sus ejercicios de calentamiento —un virtuoso no es, en el aspecto físico, muy diferente de un deportista de élite— se creyó en la obligación de decir:
—No quiero entretenerla,
signorina.
Continúe con sus escalas.
—Al diablo las escalas —respondió Larrazábal—. Y nunca mejor dicho. No se preocupe, maestro, el violín no se toca con las manos, se toca con esto. —La diva del violín se dio dos golpecitos en la cabeza con la punta del arco de su violín y luego apostilló—: Hablar con usted me estimula, y eso es lo que de verdad necesito para salir al escenario. Además, tengo toda la obertura de Mozart para un calentamiento de última hora.
—En ese caso, le ruego que termine lo que me estaba relatando.
—Paganini no murió en Italia, sino en Niza. Había perdido la voz por completo, debido a una afección de laringe causada por la sífilis, que había contraído hacía veinte años. La leyenda dice que la madrugada del 27 de mayo, cuando el canónigo Caffarelli intentó confesarle, Paganini se negó a emplear la pizarra que utilizaba para comunicarse, porque el mero hecho de escribir le provocaba grandes dolores. Por gestos, trató de hacer llegar hasta el clérigo sus últimos pensamientos, pero éste los malinterpretó y entregó al obispo de Niza, monseñor Galvani, un informe demoledor. El obispo decretó entonces que Paganini había muerto en pecado mortal y prohibió que se le enterrara en sagrado. Ésa es, al menos, la versión oficial.
—¿Usted no cree en ella?
—Desconfío de la Iglesia y de sus ministros.
—¿Y tampoco es supersticiosa? Se lo pregunto porque hoy es 27 de mayo.
—¿Cree que no había reparado en ello? Le rogué a Arjona que el concierto fuera hoy, precisamente porque es el aniversario de la muerte de Paganini.
—¿Dónde fue enterrado, entonces? —dijo Agostini cada vez más ansioso por conocer el final de la historia.
—Su cadáver fue embalsamado y permaneció en su casa de Niza durante dos meses. Las autoridades sanitarias ordenaron por fin que los despojos salieran del edificio y el cadáver fue trasladado a una pequeña villa de su propiedad cerca de Génova. Allí permaneció durante más de treinta años, hasta que por fin, en 1876, la Iglesia permitió que fuera enterrado en el cementerio de Parma.
Agostini se dio cuenta en ese momento de que, coincidiendo con el final del relato, se había creado un silencio casi irreal. Al otro lado de la puerta no se escuchaban ni pasos, ni voces, ni instrumentistas haciendo escalas de precalentamiento. Era como si el edificio entero hubiera sido abandonado. Al cabo de varios segundos, una voz masculina que provenía del otro lado de la puerta le sacó de sus reflexiones.
—¿Ane? ¿Puedo pasar?
Resultó ser Andrea Rescaglio, chelo solista de la Orquesta Nacional de España. Rescaglio tenía bajo su mando a los once instrumentistas que integraban la sección de chelo de la orquesta, y se había mostrado sumamente colaborador con Agostini durante los ensayos. Al entrar, besó en los labios a Ane Larrazábal y el director, que era bastante despistado, comprendió al fin —aunque había resultado bastante evidente durante los días anteriores— que su compatriota era el afortunado compañero sentimental de la concertista.
—Andrea, ya conoces al maestro Claudio Agostini. Maestro, le presento al
mio fidanzato
, como dicen ustedes, Andrea Rescaglio.
El joven, que debía de rondar la treintena, era de estatura generosa, y si bien no se podía decir que fuese de complexión fuerte, tenía un cuerpo fibroso y bien proporcionado. Llevaba el pelo largo aunque recogido en la parte de atrás en una especie de moño samurai. Se había dejado crecer una barbita muy pulcra que descendía, como si fuera un fino reguero de pólvora, a lo largo de la mandíbula, para rematar en el mentón con una pequeña punta.
Había entrado en el camerino a medio vestir, luciendo sólo la camisa y los pantalones del frac, y nada más ver al director, se inclinó hacia delante en señal de respeto hacia el maestro, como si fuera un guerrero japonés.
Los dos hombres se dieron luego un caluroso apretón de manos e intercambiaron información sobre sus respectivas ciudades de nacimiento. Rescaglio dejó claro enseguida que no quería interrumpir y que había entrado solamente a desear buena suerte a su prometida.
—Uno de los contrabajos —explicó a su novia antes de irse— quiere que le firmes un autógrafo. ¿Qué te parece si te dejo aquí el papel y te digo cómo se llama?
La violinista interrumpió, con cara de fastidio.
—¿Tiene que ser ahora?
—No, por supuesto —respondió el italiano muy dulcemente—. Puede ser cuando tú quieras.
Después se pasó una mano por la frente, como para secarse el sudor, y preguntó:
—¿No hace un calor del demonio aquí?
Antes de obtener respuesta, se volvió hacia una mesita que había en el camerino, sobre la que reposaban varios objetos, entre ellos dos vasos y una botella de agua mineral, y sació su sed, momento que aprovechó Agostini para felicitarle por el buen rendimiento de la sección de chelo durante los ensayos.
—Ah, pero es que Andrea es un superdotado —comentó Larrazábal. Y como viera que la frase se prestaba a equívoco, se apresuró a aclarar—: Quiero decir, musicalmente.
El comentario provocó una risita nerviosa en el director e hizo que Rescaglio se sonrojara y agachara la cabeza, en un gesto de timidez.
El chelista tenía la tez tan blanca y delicada como el papel de arroz, y eso hizo que su rubor se notara más de la cuenta.
El italiano tenía una gran sensibilidad musical y una técnica muy depurada, pero no se sentía digno de recibir elogios cuando estaba en presencia del inconcebible prodigio que era Ane Larrazábal. Ella en cambio no dudaba nunca en regalarle el oído delante de terceras personas, siempre que se le presentaba la ocasión.
—Hacemos música de cámara regularmente —dijo muy animosa la violinista—. Debería venir a escucharnos alguna vez.
—Me encantaría —respondió Agostini—. Pero como ya se ha corrido la voz de que estoy a punto de retirarme, últimamente tengo la agenda más ocupada que la Filarmónica de Berlín. ¡Me llaman de todas partes y, para mi desgracia, sólo tengo tiempo para hacer música, no para escucharla!
Rescaglio comprendió que Agostini quizá no tendría oportunidad de volver a conversar con su novia en mucho tiempo y decidió ausentarse del camerino, para que diva y maestro pudieran estar un rato más a solas durante los minutos previos al concierto.
Cuando Ane dirigió la última sonrisa a su prometido, ocurrió algo fuera de lo normal. El ojo derecho de la violinista empezó a moverse de manera involuntaria e incontrolable; Rescaglio entonces se acercó a ella y, en vez de abandonar el camerino como tenía pensado, la abrazó con ternura durante largo rato. La emotividad de aquel gesto hizo que Agostini llegara a sentirse francamente violento, pues el modo en que el italiano había rodeado a Ane con sus brazos transmitía, incluso para un observador tan poco perspicaz como él, un sinfín de emociones simultáneas, que iban desde el deseo sexual hasta el instinto de protección. Justo cuando el anciano maestro iniciaba su retirada hacia la puerta, Rescaglio soltó a su novia, la besó en la frente y abandonó el camerino sin decir palabra.
El inspector Perdomo y su hijo Gregorio acababan de instalarse en sus céntricas localidades del Auditorio Nacional cuando oyeron por megafonía el anuncio de que quedaban cinco minutos para el inicio del concierto y de que la gente desconectara sus teléfonos móviles. El policía, por un temor irracional a que le sonara durante la actuación, llegó a comprobar el suyo hasta tres veces.
Al abrir el programa, que incluía, además de sesudos comentarios sobre las obras que se iban a interpretar, las biografías de Agostini y Larrazábal, con sus respectivas fotografías, Perdomo se quedó sin habla al contemplar la belleza deslumbrante de la solista, pero decidió no hacer el más mínimo comentario a su hijo, con el objeto de no incomodarle. Éste parecía haberse recuperado ya del ataque de nostalgia materna del que había sido presa hacía unos minutos y se lanzó a explicar a su padre cómo se sentaban los instrumentistas.
—A nuestra izquierda, los primeros violines; a la derecha los chelos. Enfrente, los segundos violines y las violas; y detrás de los chelos, los contrabajos.
—¿Por qué hay una barandilla en el podio del director? ¿Es que se ha caído alguna vez un director al patio de butacas?
—Papá, ¿vas a empezar a preguntarme tonterías?
—Es para que nos riamos un poco. Es mi primera vez y estoy algo nervioso. ¿Sabías que…? —¡Cof, cof, cof!
Perdomo no fue capaz de terminar la frase, porque un súbito ataque de tos seca hizo que se convulsionara en su butaca durante varios segundos, ante la mirada horrorizada de su hijo.
—Si toses así durante el concierto, es el final. Tendremos que levantarnos y marcharnos.
—No es culpa mía, Gregorio. Sabes cómo se me irritan los bronquios por la alergia, ahora en primavera. Muestra un poco de compasión hacia tu pobre padre, ¿quieres?
El niño se metió la mano en el bolsillo y extrajo un paquete de caramelos para la garganta.
—Anda, coge uno de éstos.
Perdomo quitó el envoltorio de una de las pastillas y se la introdujo en la boca. Luego, al ver que su hijo volvía a meterse el paquete de caramelos en el bolsillo, dijo:
—Dame alguno más, por si tengo otro ataque.
El niño obedeció, pero advirtió a su padre:
—Quita el envoltorio ahora. La segunda cosa más molesta en un concierto después de un ataque de tos es un señor haciendo ruidito al arrugar un papel.
Un tipo que estaba sentado en la fila de atrás dio a Perdomo dos golpecitos en el hombro para llamar su atención. Cuando el inspector se volvió, reconoció a un periodista de
El País
que había cubierto para el diario un crimen que había mantenido en jaque a la policía durante años y que Perdomo había ayudado a resolver con éxito.
—No sabía que era usted melómano —le dijo el reportero.
—Ni yo. He venido para acompañar a mi hijo.
—Enhorabuena por lo de El Boalo. Da gusto cuando casos tan difíciles se resuelven de una vez por todas.
—Si quiere que le sea sincero, fue un golpe de suerte.
—De todos modos, mi más sincera felicitación.
El periodista le dio un caluroso apretón de manos y cuando Perdomo se volvió otra vez hacia el escenario, Gregorio, que parecía exultante por la admiración que había despertado su padre en aquel periodista, le preguntó:
—¿Qué es lo de El Boalo?
—Hace poco ayudé a la Guardia Civil a resolver un caso. Detuvimos al asesino en un pueblo de Madrid llamado El Boalo.
—¿Y no me lo vas contar?
—No, demasiado truculento. Disfrutemos de la música.
—Vamos, papá. Si en cuanto llegue a casa puedo buscar en Google «crimen de El Boalo» y me voy a enterar. Prefiero que me lo cuentes tú.
Perdomo dio un suspiro de resignación, maldijo internet para sus adentros y relató a su hijo, de la manera más sucinta posible, en qué había consistido su aportación en el caso del llamado «Asesino del Unicornio», un psicópata que durante los últimos años había acabado con la vida de trece mujeres, empleando como arma homicida el cuerno de un narval.
—¿O sea que en España también hay asesinos en serie, como en las películas? —preguntó Gregorio cuando su padre terminó de hablar—. ¡Perfecto para el crucigrama!
Y sacando una pequeña libreta del bolsillo del pantalón, anotó algo en ella con un lápiz medio despuntado.
—¿Qué es eso? —preguntó el padre.
—Mi cuaderno de ideas. Ya te dije que este año soy el encargado de los pasatiempos de la revista del colegio, y lo que me acabas de contar me vale para el crucigrama. Mató a trece mujeres: U-N-I-C-O-R-N-I-O.
—Pasatiempos, ¿eh? ¿Y te los tienes que inventar?
—Claro. Por eso llevo la libreta; cada idea que se me ocurre, la apunto enseguida, para que no se me olvide.
El inspector aprovechó los instantes previos a la entrada de director y solista para evaluar, en un barrido panorámico, el tipo de público que había acudido a ver a la gran diva del violín. Había gente de todo tipo, desde adolescentes con vaqueros hasta señoronas emperifolladas que habían tenido que dejar el abrigo de visón en el guardarropa. La Sala Sinfónica del Auditorio, que podía albergar a casi 2.500 personas, estaba llena hasta la bandera. La mayoría de los espectadores se hallaban, como él, situados frente a la orquesta, pero también las localidades que franqueaban el escenario se habían agotado, e incluso las que estaban detrás, a ambos lados del órgano.
La gigantesca sala, que rebosaba esa noche de expectación, se había construido de forma que todos los elementos contribuyeran a su acústica: desde su techo de madera de nogal hasta las paredes inclinadas que servían para impedir un exceso de reverberación.
Y por fin, llegó el momento mágico.
Antes siquiera de que Perdomo se hubiera percatado de su entrada en el escenario, el público prorrumpió en una cálida ovación de bienvenida al veterano —y queridísimo en España— maestro Claudio Agostini. Tal como le había anunciado su hijo, el director hizo ponerse en pie con un enérgico gesto del brazo a toda la orquesta, y una vez en el podio, se inclinó hacia su auditorio para agradecerle el aplauso. Luego se volvió, levantó la batuta y empezó a dirigir la obertura de
Las bodas de Fígaro
: primero un susurro de rápidas y juguetonas semicorcheas, confiadas a la cuerda y a los fagots, a continuación, un poco más fuerte, la respuesta de los oboes y de las trompas, y a modo de conclusión, un gran
tutti
orquestal con timbales y trompetas incluidas. Perdomo pensó que aquélla era una música de un optimismo tan desbordante que daban ganas de saltar de la butaca o al menos de llevar el ritmo con el pie. De hecho, un discapacitado al que habían situado en el pasillo central, en su silla de ruedas, y que se había traído su partitura de bolsillo, estaba dirigiendo el concierto con su brazo derecho mientras con el izquierdo sostenía el pentagrama. Menos mal —se dijo el policía— que el director de verdad está de espaldas a él, porque de haberlo tenido enfrente, los aspavientos de aquel exaltado hubieran constituido una fuente de distracción extraordinaria. Con un pequeño codazo, Perdomo llamó la atención de su hijo hacia el improvisado director y el muchacho cerró los ojos en un gesto de condescendencia, que era el equivalente a la frase evangélica «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».