El violinista de Mauthausen (24 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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—Tú, danos un poco de agua.

Pero el que había llenado el cubo de la manguera en la estación sigue abrazado a él, como si estuviese poseído. Sacude la cabeza, enérgica, compulsivamente, y Rubén piensa que ha perdido la razón.

—El agua no es tuya, camarada —le insiste otro preso—. Tienes que compartirla con los demás.

—Todos tenemos sed —dice otro.

Pero el del cubo sigue sacudiendo la cabeza, y luego mete la mano en el agua sucia, y como si fuera un cuenco se lleva el líquido a los labios. Rubén desvía la mirada y se alegra de que dentro del vagón esté tan oscuro como para no tener que contemplar a plena luz esa imagen que sabe que le va a repugnar tanto. Ni siquiera aunque haya desviado la vista puede contener otro regusto de bilis en la boca. Él tiene muchísima sed, la misma o tanta que los compañeros, pero pensar en el hedor del cubo le da tanto asco que prefiere mirar para otro lado. Vuelve a hundir la cabeza entre las piernas, pero ni siquiera así puede evitar escuchar la discusión, las voces de los otros compañeros que reclaman compartir agua del cubo de las inmundicias. Le parece escuchar también a Santiago protestar, pero le da lo mismo. Aprieta las rodillas contra las orejas para amortiguar los sonidos, las voces que suben de tono, las palabras que se convierten en amenazas, las amenazas que se convierten en gritos y los gritos que se convierten en puñetazos. Un zafarrancho que sucede dentro de ese vagón oscuro por apenas lamer un cubo que ha servido durante todo el viaje para llenarlo de excrementos. Rubén se pega a la pared todo lo que puede, trata de mantenerse al margen de lo que está pasando, aislarse, como si eso fuera posible, no escuchar a sus compañeros gritar, pelearse entre ellos, matarse incluso por beber del cubo. Pero es imposible no escuchar, sustraerse a los gritos, a los golpes y al silencio que sobreviene luego cuando el cubo se derrama en la refriega, todos se quedan callados un instante, antes de lamentarse y seguir peleando de nuevo.

Ahora Rubén no puede evitar levantar la cabeza y entrever lo que está ocurriendo. Hombres hechos y derechos tirados, la boca abierta en la madera del suelo para poder beber al menos alguna gota del líquido pardusco antes de que se escape todo por el fondo del vagón. Cierra los ojos, pero es lo mismo ver que no ver. Por mucho que quiera no va a poder escapar, va a tener que seguir ahí dentro y, además, se pregunta también cuánto tiempo va a tardar él en hacer lo mismo que los demás, agacharse y arrastrarse por el suelo del vagón, tratar de humedecerse la lengua en el agua que se ha derramado del cubo, por muy repugnante que sea. Incluso se alegra porque ya se haya derramado toda. El impulso de agacharse es muy fuerte y Rubén no sabe cuánto tiempo más podrá mantenerlo a raya, no levantarse y buscar un sitio a empujones entre los compañeros que lloran desconsolados, como niños a los que sus madres no les prestan atención, porque apenas han podido mojarse los labios en esa agua inmunda. Los escucha llorar Rubén y vuelve a taparse los oídos. A lo lejos, muy lejos, suena una tormenta, un relámpago solitario, nubes que pueden estar descargando agua ahora mismo en algún sitio. Piensa en la lluvia fresca, el agua limpia que mojaría su cabeza y sus ojos y sus labios, sobre todo sus labios, si no estuviera encerrado. O que al menos lloviera sobre el vagón, que el agua se colase por el techo igual que el líquido asqueroso se ha escapado por las tablas del suelo. Pero ni siquiera el cielo tiene piedad de ellos, la tormenta suena muy lejos y, tal vez, ni Rubén ni ninguno de los compañeros puede verlo desde dentro, ni siquiera está descargando agua, y son solo truenos que escupen unas nubes secas. O quizá es un espejismo, piensa. Los espejismos no tienen por qué suceder solo en los desiertos, sino también en un convoy que cruza Alemania. A lo mejor no llueve en ninguna parte y lo que está ocurriendo es que Rubén se lo imagina. Sigue escuchando truenos. Lo hace hasta que se abandona de nuevo, y en el fondo se alegra por ello, a una duermevela, un remedo de sueño que, al menos, aunque no consigue transportarlo lejos de allí, sí amortigua el frío, la ropa húmeda que le ha calado ya hasta los tuétanos, el agujero del estómago, las grietas de los labios por culpa de la sed que ya no puede soportar.

Cuando la puerta del vagón se abre, aún no ha amanecido. El tren se ha detenido y Rubén ni siquiera se ha dado cuenta. Se despierta tiritando. Seguro que tiene fiebre, porque tiene frío pero también tiene calor. Escucha voces. Ahora no los iluminan con un foco, pero también gritan desde fuera.
Raus! Schnell!, Raus!, Schnell
! Esta vez nadie ha preguntado si alguien habla alemán, y Rubén siente que ahora no tendría fuerzas para traducir órdenes. Se levanta a duras penas. Le duelen todos los huesos. Los Kapo les gritan y los golpean con las porras al salir. Es igual en todos sitios. Siempre hay unos presos privilegiados que se encargan de pegarles y de gritarles. Rubén apenas puede esquivar un golpe al bajar. Menos de dos minutos después están todos fuera, y también los del otro vagón del convoy donde todavía quedan presos. Los que no han salido es porque ni siquiera tienen fuerzas para levantarse o porque ya se han cansado de aguantar y han bajado los brazos o se han quedado helados durante la noche y ya no han despertado.

No sabe si este es el final del viaje, si por fin han llegado al infierno, o tal vez es otra parada para que se bajen algunos presos y vuelvan a llenarles de agua el cubo de la mierda. Pero ya no puede pensar en eso. Tan solo aspira el aire húmedo de lluvia reciente, el olor de la tierra mojada del campo que le gusta tanto. Debía de ser verdad y no un sueño lo de la tormenta. Había llovido durante el viaje, seguramente en este lugar donde el tren se ha detenido. Entre la vía y el pequeño edificio de la estación donde están los SS hay un charco enorme. Ya no puede aguantar más. Ha tenido que esforzarse más allá de donde él creía que estaba su propio límite para no pelear también por un sorbo de agua del cubo de las inmundicias, pero ahora no va a contenerse. No sabe si ha llegado a su destino y les van a dar de beber aunque estén en el infierno o si dentro de un instante los van a volver a meter en el vagón y no sabrá si podrá llegar vivo a la siguiente estación.

Comparado con el cubo de las heces el charco le parece una fuente de agua limpia, un manantial que brota de una roca en la montaña en primavera. No soy un animal, se dice, antes de agacharse, y cuando flexiona las piernas piensa que tal vez los Kapo no lo dejen siquiera llegar con los labios al charco, que lo aporrearán o lo empujarán antes de que lo consiga, pero a él le va a dar igual. Incluso que alguno de los SS que están junto al edificio de piedra de la estación le pegue un tiro no le importa nada. Ya está de rodillas. No soy un animal, se repite, antes de hundir la cara en el charco. Los ojos cerrados mientras espera los golpes en la espalda, las manos que le sujetarán los hombros y lo empujarán lejos del agua. Pero le da igual. Ya está bebiendo, y nunca habría creído que el agua sucia de un charco supiese tan rica. Está helada, pero nada en su vida le parece que haya tenido mejor sabor. Ha hincado las manos en el agua también, y espera aguantar varios golpes en esa postura, resistir todo lo que pueda hasta que lo aparten de allí, pero, incomprensiblemente, nadie le pega ni lo empuja, y Rubén sigue bebiendo hasta que le duele el estómago. Tiene que parar de cuando en cuando para respirar, pero solo levanta un poco la cabeza, sin abrir los ojos, piensa que a lo mejor ha tenido suerte y ninguno de los Kapo y los SS se han fijado en él, que como aún está oscuro nadie se ha dado cuenta de que uno de los presos está bebiendo en un charco, como un animal. Pero no es un animal, no lo es. Rubén lo repite mentalmente mientras bebe el último trago. Entonces levanta la cabeza, esperando que por fin la porra de un Kapo le haga estallar la cabeza o el disparo de un SS impaciente le reviente el pecho.

Pero ha abierto los ojos y lo que ve es como una alucinación. Tan sorprendido lo deja que vuelve a cerrarlos, muy fuerte, como si quisiera despojarse de un velo que le impide darse cuenta de lo que pasa con claridad, pero nada ha cambiado a su alrededor cuando los abre de nuevo. No hay un solo preso que haya salido de los vagones que ahora mismo esté de pie. Quizá con las mismas dudas o con la misma incertidumbre respecto a lo que va a pasar si lo hacen, si les van a golpear o los van a matar por ello, pero a ninguno le ha importado, y es que todos han llegado al mismo límite que él. De rodillas, todavía sin ser capaz de levantarse, Rubén se da cuenta de que todos los presos han hundido la cabeza en los charcos que la tormenta ha formado entre las vías y la estación, el andén precario que se ha convertido en un abrevadero improvisado, y extrañamente nadie les ha golpeado mientras lo hacen, pero no por pena o por solidaridad con el estado lamentable en el que se encuentran, sino porque todos, sin excepción, tanto los Kapo que los han sacado a gritos y a golpes del tren como los SS están ahora mismo riéndose, a carcajadas, algunos se llevan la mano a la barriga y los señalan, como si fueran niños pequeños que nunca en su vida hubieran visto algo tan divertido.

Beben todos igual, con los ojos cerrados, la misma concentración que si estuvieran realizando un trabajo difícil, de precisión. De todos los presos que han bajado de los vagones él es el primero que se ha incorporado después de beber. Aún no ha amanecido del todo pero, mientras se ponen de pie sus compañeros, se fija en el nombre del lugar donde se han detenido. Al otro lado de la vía, en el pequeño edificio de piedra de la estación hay un cartel que lo indica. Mauthausen, lee Rubén, moviendo despacio los labios aún mojados de agua sucia. Nunca en su vida había escuchado hablar de ese lugar. Se pregunta si es su destino final, el infierno que le había anticipado aquel Kapo de Sandbostel.

Anna

A veces los monstruos se comportan como caballeros y a quienes se les supone hombres honrados y cabales de pronto demuestran tener pocos escrúpulos, como si todo valiera con tal de ganar la guerra, llevar a buen fin una misión.

Franz Müller. Anna apenas podía pensar en otra cosa en el tren. Pero era mejor acordarse y sentirse culpable que tener que hablar con ese hombre que estaba sentado frente a ella, en un vagón de primera clase, en un tren que los llevaba desde París a Berlín después de la guerra. El hombre vestido con un traje elegante que ahora leía distraídamente un periódico fue el que la empujó a acercarse a Franz Müller. No le costó mucho esfuerzo, porque el ingeniero ya se había fijado en ella. Como era un alemán sin uniforme en París, muy bien podría haber pasado por un profesor atractivo, un conquistador capaz de encandilar a las jovencitas con una frase amable, una flor y una copa de buen vino.

Pero no por eso fue un trago agradable. Sobre todo las primeras veces. Luego hubo otros motivos, y alguno de ellos jamás se lo contaría a nadie. Pero cuando Robert Bishop le insinuó que debería ser un poco más amable con Franz Müller le hubiera gustado rajarle el vientre con un cuchillo. No había sido ayer, pues, la primera vez que había tenido ganas de matarlo. Pero entonces también la convenció.

—Es lo más conveniente para que no sospeche de ti. No solo eso, lo mejor para obtener información de primera mano. Podemos salvar muchas vidas si te muestras amable con él.

—¿Cómo de amable? —le preguntó Anna entonces, una vez que superó las ganas de abrirlo en canal.

—Todo lo amable que seas capaz —le dijo Bishop, con la misma frialdad que le podía haber pedido que se pegara un tiro o que se marchase a Inglaterra con él.

Y el hombre que la empujó a hacer algo que le repugnaba, había logrado convencerla de que lo acompañase a Berlín para volver a encontrarse otra vez con el mismo hombre con quien entonces le pidió que se acostase si era necesario. Pero ahora no iba a ser como antes. Habían pasado muchas cosas, incluso había abandonado Francia junto a la Wehrmacht en un coche enviado por Franz Müller.

Robert Bishop parecía tener el mismo desapego a las emociones que siempre. Seguro que más, después de todo lo que había sucedido. Anna echó un vistazo al vagón comedor donde estaban sentados después de cenar. El agente de la OSS seguía ensimismado en un periódico norteamericano atrasado mientras arrancaba de cuando en cuando un trago al vaso que descansaba en la bandeja. Le dio una calada al habano y la miró, detrás de la cortina de humo. No le costaba imaginarlo comprando cajetillas de cigarrillos caros o de vegueros como ese en el mercado negro de Berlín.

—¿Por qué volviste a Francia? —le preguntó, de repente. A Robert Bishop nunca se le habían dado bien las sutilezas.

Anna se echó hacia atrás en el asiento. Apoyó la cabeza en el respaldo. Estaba muy cansada.

—Era peor seguir adelante. Más peligroso. Llegó un momento en el que me di cuenta de que corría el mismo riesgo si volvía a Berlín que si regresaba. Pensé que era lo mejor. Eso es todo.

—Podían haberte matado tus antiguos compañeros.

—Era un riesgo que tenía que asumir. Pero al final esperaba que alguno de vosotros viniese para contar la verdad. Ya ves, al final, después de seis años de guerra tal vez sea todavía una ingenua.

—No sé si eres consciente del riesgo que has corrido al volver sin avisarnos antes.

—¿Avisarnos? ¿A quién? ¿A ti?

Ahora fue Bishop el que se apoyó en el respaldo. Anna se dio cuenta de que no descansaba la cabeza. Tal vez no quería despeinarse, que el pelo engominado siguiera igual de ordenado en la nuca que en la coronilla. El mismo Bishop tan presumido y tan serio de antes. Dio una larga calada antes de volver a hablar. Su rostro se perdía otra vez detrás de una espesa cortina gris.

—Te habríamos ayudado. A pesar de todo, te habríamos ayudado.

—¿A pesar de todo?

—A pesar de que nos traicionaste.

—Yo no te traicioné. Lo sabes. Y además, estoy segura de que si no me has matado ya es porque sabes la verdad.

Bishop la señaló con la punta del habano. Medio centímetro de ceniza se sostenía en un precario equilibrio delante de la nariz de Anna.

—Tal vez seas demasiado valiosa todavía —se detuvo en esta palabra— para que dejemos que te maten.

Ella casi sonrió.

—Todavía —dijo, como si quisiera remarcar la misma palabra en la que él había puesto el énfasis de la frase—. Todavía.

—No me tientes, Anna. No me tientes.

Anna se quedó mirándolo, muy fijo. Y Bishop adivinó lo que le iba a decir antes incluso de que las palabras saliesen de su boca.

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