El violinista de Mauthausen (27 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Eran tiempos difíciles. Tal vez eso era todo. Tiempos duros para Franz Müller, porque no soportaba lo que estaba pasando por delante de sus narices, y lo que le gustaría pensar es que todo fuera una tormenta de verano, un aguacero que algún día amainaría. Mientras tanto, él prefería estar muy lejos de allí. Y, en cuanto habían terminado las clases en la universidad, había resuelto que era el mejor momento para marcharse de Berlín. Sobre todo si estaban a punto de comenzar los Juegos Olímpicos. A él nunca le habían gustado los lugares bulliciosos. A nadie que lo conociera le iba a resultar extraño que se marchase de Berlín si las olimpiadas empezaban dentro de tres semanas.

—¿Y adónde tienes pensado ir? —le preguntó Dieter Block, que tal vez confiaba todavía en que su viejo amigo regresaría a Berlín después del verano.

—Primero al sur, a Salzburgo. Luego ya veré.

—¿A Salzburgo? ¿Al Musikalfest, quizá?

Franz Müller sonrió. Luego asintió.

—Al Musikalfest, sí.

A Dieter Block también se le instaló una sonrisa en la cara, y volvió a sacudir la cabeza, como un padre condescendiente con un hijo díscolo que espera que vuelva al redil.

—Me gustaría tocar allí. No sé si será posible este año, quién sabe. Tal vez el año que viene. No hay prisa. Es una cuenta que tengo pendiente, ya lo sabes.

—Hay cosas que nunca cambian.

—Probablemente, no. Y tiran tanto de uno que llega un momento que no es posible hacer nada contra ellas.

Dieter Block bajó los ojos, como si quisiera pensarse bien lo que quería decir. Sacó un cigarrillo de la pitillera, lo encendió, aspiró una bocanada y se quedó mirando un instante a su amigo Franz Müller antes de responder.

—Franz —le hablaba y le apuntaba con el dedo, como si quisiera darle una lección—. En este país las cosas están cambiando, y para bien. Algún día te darás cuenta y volverás. Y entonces los dos nos sentaremos otra vez en esta avenida, y volveremos a ver pasear a las muchachitas en verano y nos tomaremos una cerveza para celebrar que estás dando clases en la universidad o que te has instalado en un puesto de mayor responsabilidad todavía. Quién sabe. Acuérdate de lo que te digo.

Franz Müller asintió, disimuló una media sonrisa. No tenía sentido discutir, para qué. La amistad tendría que estar por encima de esas cosas, por encima de ideas políticas y de principios. Eso es lo que le gustaría al violinista esa tarde, sentado junto a Dieter Block en la terraza del café Romanisches. No puede saber cuánto van a cambiar las cosas en el futuro, cuántas cosas horribles habrá de ver, y en qué circunstancias tan complicadas y diferentes va a tener que volver a encontrarse con su amigo en el futuro, cuando vuelvan a encontrarse en un Berlín destrozado después de seis largos años de guerra.

—Por que te vaya bien en el Musikalfest —dijo Dieter Block levantando el vaso para brindar—. Que tengas mucho éxito y que te conviertas en un músico muy famoso. Te lo deseo de corazón. Te lo mereces. Tienes mucho talento para ello —hizo una pausa, se quedó mirándolo—, casi tanto como para la ciencia. De los dos, siempre fuiste el más inteligente, Franz.

Franz Müller no pudo contener una sonrisa. Se conocían de toda la vida y ahora era la primera vez que escuchaba esa frase de labios de Dieter Block. Pensó cuántos años y cuántas frustraciones le habría costado decirlo, reconocer algo que ha sido obvio para todo el mundo siempre. Y no es que ahora el Sturmbannführer Dieter Block hubiera sufrido un ataque de sinceridad, sino que quizá, por fin, después de haber encontrado su lugar en el mundo, con ese brazalete rojo con la esvástica estampada en un círculo blanco, se sentía cómodo por primera vez en muchos años y había dejado de padecer esa envidia recóndita que en el fondo, Franz Müller sabía que no podía evitar muchas veces hacia él, algo que le halagaba y le irritaba secretamente al mismo tiempo. Era lo único bueno que tenía ver a su querido amigo vestido con ese uniforme, si acaso, darse cuenta de que por fin se había encontrado a sí mismo.

Después de pensarlo, la sonrisa no había desaparecido de sus labios.

—Pero, de los dos, tú siempre fuiste el más valiente.

Aquello era verdad. Y a Franz Müller no le había costado ningún esfuerzo reconocerlo, ni ahora ni nunca.

—Y también el que tenía más éxito con las mujeres. Franz Müller sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír.

—Eso ya no lo tengo tan claro.

Si los dos eran capaces de disimular un poco, de engañarse a sí mismos, Franz de olvidar el uniforme que llevaba puesto Dieter Block y este de soslayar las ideas políticas de Franz Müller, tan contrarias al Nacionalsocialismo, era como si la vida pudiera ser como si aún fueran los dos unos adolescentes que podrían disfrutar de todo lo que la vida les pusiera por delante.

A principios del verano de 1943, Franz Müller no sabe que va a conocer a Rubén Castro y que ese encuentro va a cambiar sus vidas para siempre, aunque ninguno llegue a saber el nombre del otro, como una piedra que describe una elipse enorme, como si fuera un truco de magia, una parábola tan grande que, tal vez, cuando llega a su destino, quien la lanzó ya no lo recuerda, y, peor aún, no puede sospechar el alcance de lo que hizo. Pero la primera de las consecuencias, la más inmediata, es que a uno lo animará a seguir viviendo, y al otro lo empujará a salir de ahí, a retomar un futuro que no le agrada como ingeniero en Berlín que no será sino una coartada para llevar a cabo un plan que si se lo contara a alguien no dudará en tacharlo de absurdo. Sabe ya Franz Müller que llamará a su viejo amigo Dieter Block y le contará que se ha rendido, que ha recapacitado después de siete años dando tumbos como un bohemio hasta que ha terminado por darse cuenta de que su vida ha de estar junto a los suyos, su familia, sus amigos, su trabajo, su país. Pero quién podrá imaginar la verdadera razón por la que Franz Müller ha decidido regresar a Berlín. Ni siquiera Dieter Block.

No hay nadie que pueda pensar que su intención ahora es poder viajar a París, otra vez.

Viajar por Europa desde que empezó la guerra no resulta sencillo. Hacen falta documentos, salvoconductos, sellos estampados en permisos oficiales. Lo primero que Franz Müller piensa, ingenuamente, es que acaso Dieter Block le conseguirá todo lo necesario para viajar a París desde Austria, pero enseguida resuelve que no, que eso es imposible. Pero cuando piensa en ello lo ve como el resultado de una larga ecuación o una jugada en la que las bolas de billar chocan las unas contra las otras después de que el taco empuje a la primera de ellas hasta que finalmente una cualquiera, la menos pensada, se cuele por la tronera. El primer toque ha sido cuando llega a ese pueblo pequeño de Austria con otros tres músicos para ensayar para la fiesta del cumpleaños del hijo de un amigo de Frank Zireis, el jefe del Lager. Podría incluso retroceder en el tiempo mucho antes, bastante más, a lo mejor a cuando había decidido abandonar su incipiente y prometedora carrera como ingeniero en Berlín para perfeccionar sus dotes como violinista en Salzburgo.

Franz Müller nunca ha sido una persona que haya hecho muchas amistades entre sus compañeros de trabajo, siempre es de los que ha preferido apartarse, hacerse a un lado y buscar un hueco entre la gente para tocar el violín, aislarse del mundo sumido en complejas cavilaciones matemáticas, estar solo en definitiva. Y entrar en un lugar como este no ha contribuido precisamente a alegrarle el ánimo. Ha escuchado hablar de campos de prisioneros adonde se llevan a los detenidos por motivos políticos. Aún tendrá que ser peor, aún habrá de encontrar cosas peores. Cuando Franz Müller atraviesa los muros de Mauthausen, no hace mucho que a los judíos, después de haberlos despojado de sus casas y haberlos recluido en guetos, alguna mente desquiciada ha decidido enviarlos a campos como estos para matarlos. Franz Müller y mucha gente todavía son incapaces de pensar que algo así es posible. Pero, con lo que ve allí dentro, más lo que puede imaginar, el violinista ya tendría bastante como para echar a correr hasta que le fallasen las piernas o hasta que los pulmones le reventasen o le estallase el hígado en el costado.

Es por la mañana, y la mayoría de los prisioneros está trabajando fuera del campo, en la cantera o en cualquiera de las empresas del pueblo para las que la llegada de los prisioneros ha supuesto un regalo en forma de mano de obra muy barata que pueden explotar sin que nunca se acabe, porque enseguida vendrán otros desgraciados a sustituirlos. A esa hora, la Appelplatz es una explanada casi desierta en la que apenas unos cuantos presos vestidos con trajes a rayas acarrean con desgana unos tablones que van a servir de tarima de ensayo improvisada.

La vida no se ha portado bien estos últimos años con Franz Müller, y a veces piensa que si tal vez no ha vuelto a Alemania ha sido sobre todo por orgullo o por amor propio. No le gusta al músico el mundo tal y como es, y quizá lo mejor que ha aprendido durante todos estos años ha sido a resignarse a no poder hacer nada por cambiarlo. Él, Franz Müller, el chaval inteligente que había quedado número uno de su promoción, el violinista virtuoso, el hombre sensible que se había marchado de Alemania porque no le gustaba lo que veía, había terminado aceptando que no era más que una mota de polvo en el universo, un pequeño grano de arena que sería arrastrado por el viento sin poder hacer nada salvo aguantarse. Un ingeniero que había abandonado una carrera prometedora para irse a vivir a Austria como un músico bohemio porque odiaba los desfiles y a quienes lucían brazaletes con cruces gamadas por la avenida Unter den Linden, había terminado seis años después formando parte de un cuarteto de aficionados que iba a tocar en la fiesta del cumpleaños del hijo de un amigo del jefe de un campo de exterminio. Ni en sus peores pesadillas habría imaginado que terminaría haciendo algo así. Pero el hambre aprieta, y la realidad es mucho más dura de lo que uno imagina cuando le quedan muchos más años por delante y también es mucho más ingenuo. Aún no ha conocido a Rubén Castro Franz Müller, pero ya ha decidido volver a Alemania. Ese va a ser su último trabajo. Con lo que cobre emprenderá el viaje de regreso a casa. Sabe que la ciencia y la ingeniería están militarizadas, pero también ha decidido que, si no tiene más remedio que trabajar para el ejército, hará cuanto esté en su mano para contribuir negativamente al desarrollo de esa que se está librando en Europa. Por muy malo que sea trabajar como ingeniero para los nazis, será mucho peor si en un momento dado es llamado a filas y lo mandan al Frente del Este. Alemania ahora mismo es la dueña incontestable de Europa, pero sospecha Franz Müller que, desde que los americanos se han decidido a declararle la guerra después de que los japoneses atacasen Pearl Harbor, la situación podría cambiar en el futuro.

Pero el día que entra en la Appelplatz del Lager el ingeniero brillante que se ha convertido en un violinista fracasado, no puede imaginar qué le va a deparar el futuro.

Han llegado en tren desde Linz, y un camión los ha recogido en la pequeña estación de Mauthausen. El campo de prisioneros está en una colina, y piensa Franz Müller que, si después de un esfuerzo enorme es capaz de soslayar la mole de piedra que se levanta en lo alto, como una fortaleza, aquel lugar podría ser incluso hermoso. El pueblo abajo, los árboles del bosque que rodean el campo. Pero, a menudo, la belleza esconde el más terrible de los horrores, el dolor más indescriptible. Durante los años que pasó en Salzburgo, muchas veces había pedaleado distraídamente en su bicicleta en verano hasta la frontera alemana que estaba tan cerca, una frontera que había dejado de existir en 1938, y había llegado hasta el pueblo bávaro de Berchtesgaden, otro de los lugares más hermosos que uno podía soñar, tan cerca de Salzburgo y de su música que le costaba aceptar que en lo alto de una de esas montañas alpinas cuyos picos no podían verse los días nublados, los jerifaltes del partido nacionalista le habían regalado a Hitler una mansión por su cincuenta cumpleaños, y que en la ladera de esa misma montaña tenían una vivienda de vacaciones, además del propio Führer, su segundo en la cadena de mando y futuro sucesor, el mariscal Goering, o el arquitecto Albert Speer, que además de haber rediseñado Berlín a la medida del gusto grandilocuente de los nazis, abriendo una brecha que iba desde la puerta de Brandemburgo hasta la Adolf Hitler Platz para que las tropas pudieran desfilar con holgura, se había convertido en el ministro de Armamento del III Reich, el hombre que acabaría siendo el encargado, más o menos directamente, de dirigir su destino cuando regresase a Alemania y no le quedara otra alternativa —era lo más lógico, dado los tiempos que corrían— que trabajar para la ingeniería militarizada de su país.

Es verano pero no hace demasiado calor, y Franz Müller podría incluso pensar que sería un día extraordinario si no estuviera en un campo de concentración. Tres presos han terminado de colocar unos tablones que forman la estructura de un escenario improvisado. Los cuatro músicos se colocan, a instancias de un SS melómano, bajo la protección agradable de la sombra de un toldo que sospecha que se ha montado expresamente para ellos. Otro preso les trae una bandeja con vasos de limonada. Los tratan tan bien que parece que su llegada hubiera sido un soplo de aire fresco, un día de fiesta. Luego, Müller se coloca en el mismo rincón de siempre para tocar, en un extremo del grupo, y cierra los ojos, y respira hondo, y se acomoda el violín en el cuello, y espera las instrucciones del director. En realidad, no es necesario el ensayo, pero quien paga por la música es el jefe del campo y, por alguna razón, la que sea, ha decidido que prefiere que ensayen un día antes, y les han habilitado un barracón para que descansen, coman y pasen la noche allí. Frank Ziereis quiere que todo salga perfecto.

Pero esa ilusión no le dura más que un suspiro. Müller sabe que no es verdad lo que quiere imaginarse, que ya ha escuchado y ha visto demasiadas cosas como para ser tan ingenuo. No tarda mucho en aparecer una reata de presos que cruza la puerta principal del campo, docenas de hombres que arrastran los pies, vestidos todos con uniformes de rayas y triángulos multicolores cosidos en la solapa. Triángulos rojos, triángulos azules, triángulos negros o verdes. Mientras la columna pasa por delante de ellos, los otros músicos parece que hayan cerrado los ojos, como si no quisieran distraerse con un espectáculo que no les corresponde ver. Pero es Franz Müller el único que parece incapaz de dejar de mirar a los presos. Con el cuello sujeta el violín que descansa en el hombro, el arco acariciando las cuerdas, pero no deja de estar pendiente del grupo de hombres que pasa por delante, sin dejar de tocar, con la misma concentración que si no los estuviera viendo, Müller dividido en dos mitades, el músico concentrado en las notas, y el hombre comprometido y sensible que no puede ni debe permanecer impasible. Son presos que arrastran los pies porque están cansados o porque esas alpargatas que llevan no les permiten caminar más rápido. Podría pensar que son solo eso, prisioneros que sobrellevan su destino como mejor pueden. Que el lugar en el que está no es sino un campo de prisioneros, y que los prisioneros, por mucho que uno quiera pensar lo contrario, sufren unas condiciones de vida más duras que quienes están libres. Que si uno es capaz de obviar las torres de vigilancia y las alambradas de espinos electrificadas, podría llegar a pensar que estar en aquel lugar no debería de ser mucho más grave que en un internado severo.

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