El violinista de Mauthausen (30 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Está mucho más delgado que la última vez. No es fácil en estos tiempos entrar y salir de París para un norteamericano. Está claro que Robert Bishop es un hombre de recursos que igualmente es capaz de convencerla de colaborar con los espías aliados o de conseguir que un ingeniero alemán se enamore de ella, como de entrar y salir de París de un modo clandestino sin que los nazis consigan detenerlo. Y, como siempre, tampoco le sonríe esta vez.

—Me alegro de verte, Anna.

Ella asiente. Se ha acostumbrado a no mostrarse amable con él, a adoptar la misma fría cordialidad que Bishop siempre ha usado con ella.

—Ya queda muy poco para que los alemanes se marchen de París —le dice conduciéndola a un dormitorio.

Anna está segura de que en la otra habitación hay dos o tres pilotos aliados derribados en territorio enemigo que descansan. Prefiere no preguntar. No saber nada. Hasta ahora ninguno de los alemanes que conoce ha dado muestras de sospechar de ella, pero quién sabe si en las últimas semanas de ocupación las cosas se torcerán y acabarán descubriéndola.

Bishop se ha sentado en una silla, lejos de la ventana.

Las luces del piso están apagadas. Anna todavía tarda unos minutos en acostumbrarse a la luz. Apenas puede verse la brasa de la colilla, porque el americano la protege con la palma de la mano. Nunca se sabe quién puede estar mirándote, recuerda aquella máxima que el hombre que ahora está sentado frente a ella le había repetido tantas veces cuando la reclutó para los aliados. Habían sido cuatro años, pero para Anna era como si hubiera pasado una vida entera, incluso más, como si aquello que le había sucedido perteneciera a otra vida o como si de la mujer que Bishop había reclutado no le quedase más que el nombre. Cuando Anna piensa en sí misma antes de que Bishop se hubiera cruzado en su camino, se ve a sí misma como una niña confiada en que, si se portaba bien con los demás, al final los demás se portarían bien con ella.

—Los informes que nos has pasado sobre el trabajo de Franz Müller nos han sido muy útiles.

Anna se encoge de hombros, como disculpándose.

—No ha sido gran cosa. Müller no es muy hablador, y en realidad no creo que guarde tantos secretos como pensabais. Esperemos que la guerra termine antes de que estos avances puedan ser realidad.

Bishop da una larga calada al cigarrillo. Mira la oscuridad a través de la ventana. En pantalones y con la camisa arremangada, también parece muy cansado después de cuatro años de guerra. Una vez que los ojos de Anna se han acostumbrado a la penumbra del piso y con la ayuda de la escasa luz que le proporcionan las brasas del cigarrillo, para Anna son visibles las huellas de las preocupaciones y del paso el tiempo en su rostro.

Aparte de haber perdido bastante peso, algunas hebras plateadas le adornan las sienes, y la línea vertical que le marca el entrecejo es mucho más profunda que la última vez que se había encontrado con él.

—¿Cuáles son los planes de Franz Müller?

—¿A qué te refieres exactamente? ¿A su trabajo?

Bishop sacude la cabeza.

—No solo a eso. Me refiero a qué piensa hacer cuando Alemania se rinda.

Qué raro resulta escuchar esa frase. Cuando Alemania se rinda.

—Supongo que volverá a trabajar como profesor. No hemos hablado de eso.

—Tal vez podríamos estar interesado en que trabaje para nosotros en el futuro.

Anna está a punto de echarse a reír. Un espía norteamericano ofreciéndole trabajo a un ingeniero alemán en plena contienda.

—Es imposible que acepte, al menos mientras dure la guerra.

El americano arranca una larga calada al cigarrillo. Al otro lado del pasillo se escuchan voces en inglés, gente que habla casi en susurros. Anna hace como si no las oyera.

—La guerra aún no ha terminado —dice Bishop por fin.

—Hay quien asegura que antes de Navidad los alemanes se habrán rendido.

—Yo no estaría tan seguro de eso.

—Pero los rusos parece que avanzan a buen ritmo por el Este.

—Alemania es muy fuerte todavía y hay que conquistar Europa entera. Ganaremos esta guerra. De eso no me cabe duda. Pero aún queda bastante por hacer.

Después de decir la última frase, se queda mirándola, muy serio, como siempre, pero sin disimular su intención.

Anna se lo piensa un momento. Si Robert Bishop ha querido correr el riesgo de hablar con ella es porque se trata de algo muy importante.

—¿Qué ocurre, Robert?

—Queremos que sigas al lado de Müller hasta el final de la guerra.

Anna toma aire, se lo guarda unos segundos en los pulmones y luego lo suelta despacio antes de responder.

—¿Me estás pidiendo que me vaya a Alemania con él?

—Adonde quiera que él vaya a seguir trabajando. Y está claro que no va a ser en Francia una vez que se hayan marchado los alemanes.

—¿Dónde va a ser si no? ¿Acaso crees que se va a quedar a vivir en París después de que se hayan ido los nazis? Ni siquiera yo estoy segura de que pueda seguir viviendo en París después de que se hayan marchado los alemanes. Ni marchándome al campo y cambiando de identidad creo que pueda estar segura.

—Lo estarás. Sabes que nosotros te apoyaremos.

Anna sacude la cabeza. Tiene ganas de levantarse, de marcharse de allí.

Bishop inclina el cuerpo. Acerca su cabeza a la de Anna y baja la voz. Parece que va a coger las manos de ella para protegerlas con las suyas, besarla tal vez. Pero eso no es posible. Bishop no puede sonreír, y tampoco va a cogerle las manos. Mucho menos besarla.

—Anna, ya no queda mucho para que esta locura acabe. Aguanta un poco. Solo un poco más y todo habrá terminado.

—Si hago lo que me pides, esto no terminará pronto. Tú lo sabes igual que yo, Robert Bishop. Si me marcho de París y me voy a Alemania, tal vez esto no acabe nunca para mí.

—Acabará. Antes o después, acabará. De eso puedes estar segura.

Anna pone la espalda recta en la silla. Se levanta, mira la calle. A medida que se acerca la llegada de los aliados aumenta la oscuridad de las calles de París. Es como si la ciudad para ser liberada necesite sumirse en la mayor penumbra que ha conocido jamás.

—Eso no puede saberlo nadie.

Dijo la frase al vacío, como si Robert Bishop no estuviera allí. Pero el americano también se había puesto de pie y se había colocado frente a ella, al otro lado de la ventana. Los dos se retiraron cuando la luz de los faros de un coche iluminó el cristal. Hasta entonces Anna no se dio cuenta de lo sucio que estaba.

—Anna. He querido hablar contigo porque no quería que esta vez hubiera intermediarios. Tenía que darte las órdenes yo directamente.

—¿Las órdenes?

—Sí, Anna. Las órdenes. Trabajas para nosotros y hay unas órdenes que cumplir. Esas son las reglas. Lo sabes y lo has sabido siempre.

Ella sabe que Bishop se ha arrepentido de decirlo antes incluso de terminar la frase.

—Ya lo sé. No se me ha olvidado. Lo sé desde que accedí a convertirme en una puta porque me lo pedisteis.

—Anna, por favor.

—En una puta, Bishop. Que no se te olvide. Al menos yo no puedo olvidarlo. Entre otras cosas, porque lo sigo siendo.

—Tienes que irte de París.

—Querrás decir que me tengo que marchar a Alemania con la Wehrmacht. Dentro de poco no habrá otra forma para mí de abandonar París sin correr demasiados riesgos.

—Lo importante es que sigas cerca de Müller. Aunque algunos quieran creer lo contrario, hay quien piensa que la guerra todavía puede durar más de un año. Ya han empezado a lanzar esas bombas teledirigidas sobre Inglaterra.

—Lo sé.

—No, no lo sabes. No tienes idea de lo que es estar de noche en Londres y de pronto sentir un ruido como de una moto a la que se le ha roto el tubo de escape. Cuando lo escuchas, lo único que puedes hacer es tirarte al suelo o meterte debajo de la cama y cruzar los dedos para que la bomba haya caído lo bastante lejos de tu casa y que el edificio donde vives no salte por los aires, que lo único malo que pueda sucederte sea que estallen los cristales. A veces se rompen todas la ventanas de la manzana. Cuando llegan estas bombas, no es posible llegar a tiempo a un refugio, y solo puedes hacer eso, cruzar los dedos y esperar que no haya caído lo bastante cerca de tu casa. Doce segundos, Anna. ¿Sabes cuánto tiempo son doce segundos cuando no sabes si vas a saltar por los aires? Una eternidad. Hay gente que ha muerto de un ataque de ansiedad al escuchar el zumbido de una bomba de estas. Y parece que los alemanes están trabajando en un prototipo más sofisticado, más mortífero. Y seguro que el profesor Müller estará al tanto. Los nazis no van a dejar escapar un cerebro como el suyo.

—Entonces, el profesor Müller es un asesino. Müller. Müller. Ya ni siquiera sabe lo que dice.

—En eso estamos de acuerdo. Pero la única manera que tenemos de salvar vidas es que permanezcas junto a él y que nos sigas pasando información.

Anna sacude la cabeza. Pero no dice nada.

—No puedo irme a Berlín. Ahora no. Si lo hago ya no sé si podré volver alguna vez.

—Nosotros podemos hacer que vuelvas con todos los honores.

Anna se queda mirándolo. Desde que conoció a Robert Bishop no es la primera vez que tiene ganas de abofetearlo. Nosotros podemos hacer que vuelvas con todos los honores. La frase, no le cabe duda, es una amenaza velada. Con todos los honores. En realidad, lo que Bishop quiere decir es que, si no acata sus órdenes, la vida para ella en París va a ser menos que imposible porque hay mucha gente que desea verla muerta y él o quienes le mandan se van a encargar de ocultar la verdadera razón por la que ha estado encamada con un científico alemán llamado Franz Müller.

La verdadera razón. Anna sacude la cabeza. No quiere pensar en eso ahora.

—Eres un hijo de puta.

—Anna, es muy importante para nosotros.

Ella niega con la cabeza.

—Me mentiste, Bishop. Y ahora me amenazas. Nunca imaginé que alguien pudiera tener tan pocos escrúpulos.

—No te estoy amenazando. Simplemente cumplo con mi obligación: decirte lo que debo decirte. Seguimos, sigo, confiando en ti. La prueba está en este piso —señala con la barbilla al otro lado del pasillo—. En los hombres que se han alojado aquí desde que lo alquilaste. Nos has resultado una agente muy valiosa, y te doy mi palabra de que serás recompensada por ello.

Anna deja escapar un suspiro amargo. Se da media vuelta, apoya la espalda en la pared. Le gustaría desmadejarse en el suelo, sentarse, acurrucar la cabeza entre los brazos y echarse a llorar.

—Me mentiste —repite, sin embargo.

Bishop se acerca a ella después de comprobar que no pasa ningún coche por la calle cuyos faros iluminen el interior del piso. Suspira. Anna tiene otra vez la sensación de que está a punto de cogerle las manos pero no se atreve. A Robert Bishop parece darle miedo el contacto con la gente.

—No te mentí, Anna. Al contrario, siempre te dije la verdad.

—¿La verdad? ¿Y qué es la verdad para ti? ¿Que no puedes ayudarme? ¿Que después de cuatro años no has podido decirme nada sobre Rubén?

—Te he dicho todo lo que sabemos. Es imposible estar al tanto de todo lo que pasa dentro de Alemania.

—Esa fue la razón por la que acepté colaborar con vosotros. Para poder tener noticias sobre Rubén.

Está diciendo cosas que no sabe si siente. Pero, cuando se encuentra con Bishop, no puede contenerse, ha de soltar toda la amargura que lleva dentro. Y a él no le va a contar sus sentimientos. Los de verdad, no. Esos no es capaz de contárselos a nadie.

Bishop enciende otro cigarrillo. A Anna le gustaría tener la voluntad de no cogerlo, pero necesita fumar. Se apartan los dos de la ventana, y, sin hablar, sin mirarse siquiera, arrancan las primeras caladas.

Bishop es el primero en romper el silencio.

—Sé que ha sido muy duro para ti. Pero los tiempos difíciles exigen sacrificios importantes.

Tiempos difíciles. Sacrificios importantes. Anna no puede evitar sonreír despectivamente. Una carcajada le hubiera gustado soltar, reírse de Robert Bishop en su cara, si no fuera en contra de las normas más elementales de seguridad. En aquel piso no vive nadie. No puede haber ruidos, no hay luz, nadie entraba y salía. Anna lo había escogido porque era un edificio no demasiado pequeño en el que apenas vivían dos o tres familias. La veían a ella entrar de vez en cuando, con bolsas de comida que compraba en tiendas diferentes para no llamar la atención, y también veían a algunos hombres que nunca hablaban, que agachaban la cabeza al cruzarse con algún vecino por las escaleras. Seguro que pensaban que era una puta. Lo que no sabían era cuánta razón tenían. Que, por cuenta del americano, se había convertido en la furcia particular de un ingeniero alemán. Una puta, una puta es lo que es. Que no venga ahora un espía estirado a contarle lo que significaban los tiempos difíciles o la necesidad de sacrificarse.

—Si me voy a Berlín tal vez ya no pueda volver jamás —insiste.

Bishop sacude la cabeza.

—Podrás volver. Seguro que sí. Una vez que hemos desembarcado en Normandía, la dirección de todos los caminos apunta a Berlín. Solo queda el último esfuerzo.

Anna suspira. El último esfuerzo. Cuántas veces ha pensado ella en que solo queda el último esfuerzo.

—No sé si podré. Es lo único que puedo decir —y luego, más por costumbre que porque de verdad esperase una respuesta convincente, le pregunta—. ¿Qué sabes de Rubén?

—Lo mismo que la última vez que hablamos del tema. Nada. Las noticias que llegan desde allí son confusas.

A Anna le gustaría clavarle a Bishop la colilla en los ojos para hacerlo reaccionar. Su frialdad, que al principio de conocerlo le provocaba cierta admiración, lo único que conseguía ahora era repugnarle.

—Esperemos que esté bien.

—Tú no has estado en Alemania. Supongo que no.

El otro no contesta. Pero, por mucha capacidad de movimiento que tenga un agente como él, Anna está segura de que si ha estado en Alemania durante la guerra, cosa que duda, no habrá podido moverse por Berlín con la misma libertad que ella, hija de madre aria e invitada por un respetado ingeniero que trabaja para el Reich.

—Yo sí he estado, y he visto cosas, he escuchado a la gente hablar, y sobre todo he escuchado sus silencios, lo que no quiere contar, lo que prefiere olvidar o de lo que se avergüenza. Rubén está muerto. Estoy convencida. Y a veces prefiero pensar que es mejor que esté muerto a que viva en el lugar donde lo han encerrado.

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