El violinista de Mauthausen (13 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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—Tú me pediste que lo hiciera.

Bishop calló. Pero no tardó en contraatacar.

—Basta ya, Anna. Esto parece la discusión de una pareja de enamorados.

—Tú y yo nunca estuvimos enamorados.

Bishop soltó un bufido, pesado, por la nariz.

—¿Qué quieres, Robert? ¿Que vaya contigo a Berlín? ¿Para qué? No me necesitas para encontrar a Franz Müller. Hay algo más. ¿De qué se trata? Dímelo.

Entonces Bishop supo que había ganado la partida. Que al final iría a Berlín con él. Solo tenía que decirle algo que ella quisiera escuchar. Convencerla.

—Hay un grupo de lunáticos alemanes que se empeñan en no rendirse. Se llaman a sí mismos el Werwolf. Franz Müller es un traidor para ellos, un ingeniero que puede vender sus secretos al mejor postor. Solo en Berlín ya han matado a tres. Franz Müller es el único que queda.

—No me creo que tu interés sea solo salvarle la vida. Hay algo más, ¿verdad, Robert Bishop? Contigo y con tus jefes siempre hay algo más. ¿De qué se trata? ¿Quieres que os ayude a encontrarlo para que os cuente todos los secretos que sabe? Es eso, ¿verdad?

Bishop sacudió la cabeza.

—Estos últimos meses te han vuelto paranoica.

Anna hizo como si no lo hubiera escuchado o no le dio importancia a las palabras de Bishop.

—¿Y qué papel juego yo en esa operación?

Bishop se sentó frente a ella. Le gustaría cogerle las manos, pero ella no se lo permitiría.

—Franz confía en ti.

Anna sacudió la cabeza.

—Franz no confía en mí. Lo abandoné cuando debía haberme reunido con él en Alemania.

—Ya lo sé. Pero tienes una excusa que lo convencerá.

Anna volvió a negar con la cabeza.

—Lo abandonaste porque tenías miedo de regresar a Alemania. Era un país derrotado, viajabas con un ejército en retirada.

—Él nunca me perdonará eso.

—Sí te lo perdonará. Y ahora volverás a Alemania porque también tienes miedo. Miedo de tus vecinos, de tus amigos, de la gente de París que te vio con él. Tarde o temprano querrán vengarse de ti, humillarte, torturarte por haber colaborado con los alemanes.

—Tendréis que rehabilitarme antes o después. Fue lo acordado.

Bishop asintió. No podía olvidar la promesa que él mismo le hizo. Cuando todo acabe y se sepa la verdad te convertirás en un mito, una heroína, como Juana de Arco. Juana de Arco murió en la hoguera, le respondió Anna. Espero que a mí no me suceda lo mismo. Bishop casi sonrió al recordarlo.

Ahora podría hablar de hogueras de nuevo, de redenciones y de perdones imposibles. Pero él también había cambiado. No hacía tanto tiempo que hablaron de Juana de Arco, pero ninguno de los dos volvería a ser el mismo de antes.

—Te rehabilitaremos en cuanto encontremos a Franz Müller en Berlín. No tardaremos mucho, apenas unos días. Tampoco tenemos más tiempo. Luego podrás volver aquí con todos los honores. El alcalde declarará un día de fiesta en tu honor. Tus vecinos querrán poner tu nombre a una calle.

Anna ni siquiera sonrió.

—No quiero honores, Robert. No podrás convencerme con eso.

—Lo sé.

—Tampoco podrás convencerme con amenazas. Me da igual que vengan a buscarme y me rapen la cabeza y me pongan una esvástica en el cráneo y me humillen y me torturen. Eso también deberías saberlo.

Bishop asintió.

—Estaba seguro de ello.

—Solo quiero que cuando venga de Berlín, tú o tus jefes os encarguéis de contarle a todo el mundo que hice lo que hice porque me lo ordenasteis, porque me dijisteis que así ayudaría a ganar la guerra, a salvar vidas.

—De acuerdo. Pensábamos hacerlo.

Anna se quedó mirándolo, muy fijo, para que no hubiera dudas.

—Y una cosa más, Robert.

—Dime.

—No quiero que ni tú ni nadie enviado por ti vuelva a molestarme nunca más. Nunca.

Bishop se levantó, se estiró las arrugas del pantalón. Asintió, satisfecho.

—Nadie volverá a molestarte. Tienes mi palabra.

Anna lo atravesó con la mirada, sin levantarse. Bishop no era capaz de sostener sus ojos. Un hombre al que le avergonzaba empeñar su palabra. Cuántas veces había tenido que comprometerse y luego había tenido que romper la promesa. No hacía tanto tiempo que él creía en la importancia de dar la palabra. Un hombre sin palabra no puede llamarse a sí mismo como tal. Y Bishop ya había empeñado la suya varias veces en vano, lo había hecho a sabiendas de que no iba a poder cumplirla o que no le correspondía a él la última decisión. Ahora era lo mismo. Le estaba diciendo a Anna que nadie volvería a molestarla, pero ni siquiera él podía estar seguro.

—Vendré a buscarte por la mañana —le dijo, para despedirse, sin darle la mano o un beso, sin rozarla siquiera.

Anna asintió con la cabeza, otra vez la vista fija en la pared, como si el hombre que había venido del pasado no hubiera sido sino un fantasma, un mal recuerdo que esa noche no la dejaría conciliar el sueño, como tantas veces. Robert Bishop, el hombre que una vez se presentó en su casa para ayudarla y acabó condenándola para siempre a las llamas del infierno.

Bishop se marchó despacio, como si levitase sobre los tablones de madera, sin hacer ruido, y antes de perderse en el pasillo que lo llevaría a la salida se volvió para mirarla, sentada en la silla, la vista perdida en la pared, como si buscase la solución a un enigma. Miró la casa por última vez, la escalera, al otro lado del pasillo, que seguramente llevaba hasta la habitación de Anna. Al menos en su coraza exterior, Robert Bishop era un hombre inmune a los deseos carnales y más que capaz de soslayar los sentimientos que le estorbasen, pero no pudo evitar sentir una bola incómoda en la garganta. Pero el instinto de supervivencia ordenó que sus ojos saltasen a la cocina, como un resorte. Encima de la mesa había un cuchillo largo, afilado, y estaba seguro de que muy bien podría haber terminado clavado en su vientre.

Y lo peor de todo, lo que más le inquietaba, era estar convencido de que se lo merecía.

Rubén

Primero se va a sentir culpable, luego se va a preguntar qué hace allí, más tarde se va a querer matar y al final se preguntará por qué ha sobrevivido.

Todo lo que sucede después de que se lo lleve la Gestapo para Rubén es como un cursillo acelerado. Igual que si hubiera tenido que ir actualizando conocimientos o ponerse al día en su trabajo. A la misma estación de París, desde donde ha salido el tren, habían llegado también otros compatriotas republicanos que venían del sur, la mayoría de Chartres. Rubén se entera de que han pasado los dos últimos meses trabajando en un régimen de semilibertad, en una granja cuyos propietarios habían de rendir cuentas a los SS. Él estaba entonces en París, había intentado alistarse meses antes de que los alemanes entrasen por Bélgica, les cuenta a sus nuevos compañeros, pero ya no fue posible. Todo fue tan rápido.

Se sienta Rubén en el tren y cierra los ojos, seguro de que los otros españoles lo están mirando. Sus manos delicadas, como de poeta o de pianista, apenas tienen nada que ver con las manos endurecidas de callos y de heridas por la vida y por la guerra de los demás. Su piel, tan pálida que parece que nunca podrá tostarse ni aunque pasara el resto de su vida tumbado al sol, las gafas diminutas suspendidas en la nariz. Ninguno le ha preguntado en qué lugar del frente estuvo en la guerra en España. Para qué. Es tan obvio que lo más cerca que ha estado de una trinchera ha sido en las fotos que acompañaban a los reportajes que había visto en los periódicos desde su exilio apacible en París que ni siquiera se molestan en preguntarle.

Son cuatro días de viaje y, extrañamente, ni Rubén ni ninguno de los españoles que viajan con él son maltratados, al menos no peor de lo que se espera que sean tratados unos prisioneros. A Rubén se le acusa por sus ideas. Por sus ideas y por haber escrito en un periódico en el que se criticaba abiertamente la ocupación en París por parte de las tropas alemanas. Se había limitado a poner por escrito lo que todos pensaban en silencio o comentaban en privado. No había insultado a nadie, no había dirigido sus críticas contra ninguna persona en concreto, pero igual que le había sucedido en Sevilla en el 37, decir lo que pensaba había terminado acarreándole problemas. El asunto, dado que hasta ahora los alemanes se habían comportado con ellos de un modo aceptable, no dejaba de tener su ironía, bastante retorcida, si se paraba a pensarlo. Había tenido que marcharse de España por escribir en un panfleto contra el alcalde de Sevilla y por haber preguntado también por la lista de sus compañeros profesores de instituto desaparecidos. Ahora, en París, había preguntado por sus amigos judíos a los que no había vuelto a ver. Desaparecían un día y nadie sabía más de ellos. Rubén fue a casa de algunos, pero los vecinos habían mirado para otro lado por miedo o tal vez porque también se alegraban de que se los hubieran llevado y fingieron que no sabían nada. Que quienes habían sido sus vecinos durante meses, años, habían dejado de asomarse a la puerta un buen día y ya está. Eso era todo. Como si fuera tan sencillo, como si alguien pudiera tener la caradura o la desvergüenza de convencerse de que no había pasado nada. Rubén lo escribió en un periódico modesto, una publicación casi artesanal. Fue el último número que salió a la venta. Ya había sido bastante raro que el director hubiera aceptado publicarle ese artículo. Quizá también estaba harto, como Rubén, de esconderse, de mirar para otro lado, de sentir vergüenza cada mañana cuando enfrentaba su rostro en el espejo y lo que le daba más miedo era que llegase un día en que, de tanto cerrar los ojos y agachar la cabeza al levantarse una mañana ya no se reconociera.

Rubén ya no podía esconderse más, no era capaz de seguir huyendo de sí mismo. Lo había hecho tres años antes, como el niño mimado que consigue escapar del castigo o la reprimenda mientras sus compañeros de clase se llevan siempre la peor parte. Pero esos tiempos habían quedado atrás. No es que se alegrase de que aquellos hombres de la Gestapo hubieran ido a detenerlo aquella tarde de domingo a su piso en París. No era tan estúpido ni tan ingenuo como para eso. Ojalá. Es lo que le gustaría ser, un niño, para poder convencerse de que adonde se lo llevaban iba a estar mejor. Pero tal vez aquella detención y aquel viaje en tren con sus compatriotas que habían tenido que cruzar los Pirineos con lo puesto después de la caída de Barcelona es lo que se merece por haber escapado a su destino y a su responsabilidad en España.

Y es todo una ironía tremenda, una paradoja enorme que, de no estar preso o de poder evitar pensar que probablemente las cosas no podrían ir sino peor, le hubieran encajado una sonrisa, una carcajada tal vez. Si los rumores son ciertos una vez que los reunieran a todos los españoles los iban a embarcar en un tren con destino a los Pirineos, y otra vez volvería a estar en su país, y, pasase las penalidades que pasase en cualquier prisión donde lo encerrasen junto a los otros republicanos exiliados, esta vez Rubén se había prometido no dejar que nadie pudiese ayudarlo gracias a la influencia o a los contactos de su padre. Tardase en salir de la prisión donde lo encerrasen en España el tiempo que tardase. Cuando estuviera libre, Rubén Castro volvería a ser un hombre que se respetaba a sí mismo, y que podría sentarse en cualquier vagón con otros compatriotas milicianos, o con quien fuese, y les sostendría la mirada, sin tener que bajar los ojos o desviar la vista al paisaje al otro lado de la ventanilla del tren porque le daba vergüenza.

Atraviesan Bélgica, pasan cerca de Holanda, pero no cree Rubén que haya entrado en el país, porque se ha fijado en los carteles, y aunque ahora Bélgica y Holanda y Francia y media Europa no son más que apéndices de Alemania, aún es demasiado pronto, se permite esa pequeña broma en su fuero interno, y no han tenido tiempo los nazis de quitar los carteles en sus idiomas originales y ponerlos en el suyo. La conquista ha sido tan rápida, tan inesperada y tan fulminante que por fuerza la asimilación de lo sucedido tiene que ser más lenta. No queda otro remedio. Rubén espera que eso no suceda nunca. Que la asimilación nunca se produzca, que nadie llegue a planteárselo siquiera, que Inglaterra resista y que los americanos se decidan a entrar en la guerra de una vez por todas.

Tres días hasta llegar al norte. Muy al norte. Rubén nunca ha estado tan lejos de su casa. Han dormido en el tren. Incluso les han permitido bajar en algunas estaciones. A veces durante el trayecto se ha preguntado si alguna de las cosas que había escuchado sobre los nazis o que le han contado sus compañeros del vagón no son sino infundios. Pero nadie puede mentir tanto ni tener esa capacidad de fabulación. Aún tardará unos días en comprobarlo por sí mismo, y tendrá más de cuatro años por delante para acordarse de lo ingenuo que fue durante aquel primer viaje, cuando piensa que muy bien puede ser cierto eso de que los nazis están reagrupando a todos los españoles exiliados en Francia que han detenido para entregárselos a Franco. Es lo mismo que él le había dicho a Anna cuando ella tenía miedo de que vinieran a detenerlo, que tal vez lo peor que podría pasarle era que se lo llevasen de vuelta a España, y que entonces más adelante ella podría irse allí a vivir con él, si es que a él no lo dejaban volver a París, pero esperaba que no hiciera falta eso siquiera, que ella no tuviera que irse a España o que él no se quedase aislado al otro lado de la frontera porque los alemanes aún seguían en París.

Todo va a salir bien, mi vida. No te preocupes, que no me va a pasar nada. La miraba y se preguntaba enseguida Rubén si ella no pensaba lo mismo que él cuando su madre le decía de niño que estaba segura de que a su Rubén no le iba a pasar nunca nada malo porque ella sabía que un ángel de la guarda lo protegería. Sea verdad o mentira, lo que su madre le contaba de pequeño o lo que Anna creyese de sus falsas afirmaciones de seguridad, la cuestión es que está vivo y que, aunque no va a negar que ha pasado miedo, y que está convencido de que aún habrá de pasar mucho más miedo, lo cierto es que, hasta el momento, todavía no ha llegado a temer de verdad por su vida.

La primera sensación en Sandbostel, al bajar del tren, es que hace mucho frío. No es más que primeros de noviembre, pero, en cuanto pone los pies en el andén, Rubén siente que las puntas de los dedos se le congelan, igual que si los hubiera clavado como garfios en un bloque de hielo. Las últimas falanges las tiene blancas, como si no le pertenecieran. Se guarda las manos en los bolsillos, tiritando, y apenas puede evitar el empujón de un soldado de las SS que le ordena colocarse en la fila.

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