El violinista de Mauthausen (8 page)

Read El violinista de Mauthausen Online

Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
7.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero este último domingo del mes cree haberlo visto otra vez en la plaza de la Bastilla. Su casa está muy cerca y Anna no está dispuesta a que quienquiera que la siga sepa donde vive. Antes de adentrarse en la rue Roquette gira a la izquierda, en dirección al bulevar Beumarchais, y no ha cruzado todavía cuando cae en la cuenta de que, si alguien la está siguiendo, si está al tanto de sus visitas al cuartel general de la Gestapo o del lugar donde trabaja, lo más lógico es pensar que también sepa dónde está su casa. Aprieta el paso sin mirar atrás. Lo más extraño, lo que más le inquieta también, es que quien quiera que la está siguiendo puede muy bien no pertenecer a la Gestapo, porque los nazis no tienen que andar con sutilezas para detenerla. No, no puede ser de la Gestapo, y eso es lo más extraño, lo más preocupante o tal vez lo más peligroso: no saber de quién se trata.

Gira a la izquierda, en la rue de Pas de la Mule, y trata de darse ánimos pensando que a lo mejor se trata de un amigo español de Rubén que procura mostrarse con mucha discreción para no ser detenido él también por la Gestapo. Como Rubén, muchos de los españoles que han llegado a París en los últimos años por causas políticas, se han convertido en objetivo de la siniestra policía nazi.

En la plaza de los Vosgos se siente más tranquila, tal vez porque es domingo, hace un buen día y hay mucha gente paseando. O porque es un sitio donde a Rubén le gustaba acercarse algunas tardes de sol a leer. Ella misma acostumbraba a venir también. Bromeaba con Rubén, lo cogía del brazo frente a la ventana de la casa donde había vivido Víctor Hugo. Algún día, en nuestro piso de la rue Lappe, le dijo, en más de una ocasión, habrá una placa que dirá que allí vivió el escritor Rubén Castro Fernández, el gran escritor Rubén Castro Fernández, el insigne escritor español Rubén Castro Fernández.

Desde el banco en el que se ha sentado ahora, también puede ver la ventana de la casa que habitó Víctor Hugo, pero Rubén ya no está con ella, y tal vez ya nunca llegará a escribir esa novela que se demoraba un mes tras otro con la excusa de que aún había muchas cosas que no estaban claras en su cabeza. Le gustaría que todo lo que estuviera pasando ahora no fuera sino una novela de las que a Rubén le gustaría escribir, que ojalá pudiera escribir algún día. Que lo que estaba viviendo no fuera más que una farsa, una ficción, que abriera los ojos y se despertase en la cama junto a Rubén, muy cansada, después de una fatigada noche de pesadillas.

Mira a un lado y a otro Anna, pero no es capaz de encontrar nada ni nadie que le llame la atención. Niños jugando, parejas de enamorados, padres jóvenes que sacan a sus hijos a pasear una mañana soleada de domingo. No hay gendarmes ni soldados alemanes. Es como si un ejército extranjero no hubiera ocupado París, como si no hubiera guerra en Europa. Tampoco hay en la plaza un hombre que parezca seguirla. O tal vez sí. Anna no está entrenada, no sabe detectar los indicios que le sugieren que alguien anda tras sus pasos, y tampoco sabe cómo identificar a nadie o darle esquinazo. Pero no le cabe duda de que hay alguien que se ha convertido en su sombra, y no solo desde esta mañana, sino por lo menos desde hace una semana, que era cuando ella se había percatado. Tal vez estaba siendo observada desde mucho tiempo antes.

Espera un buen rato sentada en el banco, se arregla el pelo, como si no tuviera otra cosa que hacer salvo perder el tiempo hasta la hora de la comida. En la plaza no deja de entrar y salir gente. Resulta imposible determinar, incluso para alguien con un ojo adiestrado, si alguien que pasa por allí en realidad no hace sino observar sus movimientos. Desea Anna con todas sus fuerzas que sea un español que le trae noticias de Rubén, un amigo suyo al que tal vez ella no conoce y que está esperando el momento idóneo para abordarla y darle alguna novedad. Es mejor pensar en positivo que volverse loca elucubrando sobre las intenciones de quienes pasean por la plaza y le dedican una mirada fugaz.

Luego Anna se levanta. Ya es la hora de comer. En lugar de sentirse aliviada por haber despistado a quien la sigue se lamenta por no haberse acercado a él directamente, haberle abierto camino. Tal vez haya perdido la oportunidad de tener noticias de Rubén, lo que lleva intentado cada día desde hace un mes en las dependencias principales de la Gestapo en París.

Cruza la plaza y emboca de nuevo la rue de Pas de la Mule para dirigirse a su casa. Es lo mejor. Si se trata de alguien de la Gestapo o cualquiera con intención de hacerle daño se lo hará igualmente, resuelve, y gracias a ese pensamiento consigue estar un poco más tranquila. No hay nada que pueda hacer, nada salvo dejarse ver esa mañana de domingo de mediados de otoño en París, el primer otoño que la ciudad está ocupada por los alemanes. Camina decidida hacia la plaza de la Bastilla y, antes de cruzar el bulevar Beaumarchais, se detiene unos segundos frente al monumento. En esa esquina es donde un rato antes ha tenido la sensación insoportable de que alguien la seguía. Tal vez hay alguien con los ojos puestos en su espalda mientras camina, pero ella no se apresura ahora. Más bien al contrario, incluso la afecta una leve punzada de decepción cuando llega a la esquina de la calle donde está su casa.

Le gustaría volverse, pero se abstiene de hacerlo, no por aprensión, sino porque no quiere espantar a quien pueda seguir sus pasos. Está claro que quien la sigue prefiere abordarla, si es que finalmente lo hace, en las cercanías de su casa. Pero al llegar al portal no puede evitar detenerse un instante y mirar a un lado y a otro, por si ve al mismo hombre que hace unos días fumaba un pitillo tranquilamente en una esquina de los jardines de las Tullerías mientras la observaba.

Pero no hay nadie en la calle. Ningún hombre que lleve sombrero quizá para ocultarse el rostro, tan solo una mujer joven que empuja el carrito de un niño. Chasquea la lengua y se mete en el edificio, sin detenerse, no quiere que Marlene la vea, abra la puerta y la invite a pasar a su casa. No tiene ganas. De los vecinos del bloque ha sido Marlene la única que de verdad ha mostrado interés en sus problemas. Los otros lo único que han hecho es mirar hacia otro lado cuando se la han cruzado por las escaleras, les da miedo que a ellos también pueda llevárselos la Gestapo, o es que piensan que si se han llevado detenido a Rubén es porque habrá hecho algo malo o porque tal vez desarrolla una actividad política clandestina. No es más que un español republicano exiliado, uno de tantos, o a lo mejor es mucho más sencillo y lo que ocurre es que a sus vecinos lo único que les pasa es que no quieren problemas.

Abre la puerta de su piso sin haberse encontrado con ningún vecino. Cuelga el bolso en el respaldo de una silla y se mete en la cocina para preparar algo de comer. Quiere hacer tiempo. Mientras se calienta la comida, se asoma por la ventana, una, dos, tres veces, por si hay alguien apostado en la calle, alguien que espera que ella vuelva a salir y así tener la oportunidad de encontrársela. Pero la suerte le resulta esquiva esa tarde, y ahora se pregunta si no hubiera sido mejor haberse quedado un rato más en la plaza de los Vosgos, sentada en el banco como quien espera una cita, hasta que un hombre al que no conoce, un hombre que lleva días buscándola hubiera decidido que por fin había llegado el momento de hablar con ella.

Pone la mesa, apenas tarda en hacerlo. El ánimo ensombrecido, igual que todos los días desde que se llevaron a Rubén, porque solo hay que poner cubiertos para uno. Desde que él no está, Anna casi siempre pica algo sola, de pie, en la cocina, pero ahora tiene la sensación tal vez absurda de que, si pone la mesa, como si tuviera un invitado, hará tiempo para que el hombre que la sigue aparezca en la calle. Ya ha puesto el mantel, media botella de vino, y no puede retrasar más el momento de empezar a comer. Con el plato en la mesa piensa qué día de la semana que empieza mañana se cruzará otra vez ese hombre en su camino. Enciende la radio antes de sentarse, pero no ha probado todavía una cucharada de su almuerzo cuando escucha que alguien llama a la puerta.

Tiene que aguzar el oído. Incluso piensa que puede no ser más que una alucinación. Se levanta para desconectar la radio. Aunque tiene una corazonada, no es lo más recomendable tener la radio encendida cuando llaman a la puerta. A veces la frecuencia se cambia sola, y, en lugar de música, por el altavoz puede salir de pronto la voz de Churchill animando a los británicos a resistir con coraje los bombardeos alemanes. Se queda quieta, de pie, en el pequeño salón de su piso, la radio apagada, el hilillo de humo que sale de la verdura hervida, y durante unos segundos que se le antojan infinitos contiene la respiración. Incluso piensa que se está volviendo loca.

Nada, ni un ruido. Tal vez solo ha sido producto de su imaginación. A lo mejor no ha llamado nadie y, lo que es peor: ¿y si tampoco la ha seguido nadie? ¿Y si es que no había nadie en la esquina de los jardines de las Tullerías? ¿Y si se estaba volviendo loca y lo único que veía eran fantasmas? Respira hondo, para relajarse, para escuchar mejor, pero el corazón le bombea sangre con tanta fuerza que lo siente latir en los oídos. Espera un momento. Vuelve a mirar por la ventana. No hay nadie en la calle. Ni un alma. Apoya la cabeza en el cristal. Tiene que controlar sus emociones. Desde que se llevaron a Rubén no ha habido una sola noche en la que haya podido conciliar un sueño decente y, evidentemente, lo que le está sucediendo ahora no es más que una consecuencia de todo eso. Se vuelve despacio. Ahora vas a encender la radio otra vez, se dice. Vas a escuchar algo agradable y vas a terminar de comer tranquilamente, te vas a beber media botella de vino y luego vas a dormir un buen rato.

Una música suave se apodera del apartamento cuando Anna gira el interruptor otra vez, pero, antes de sentarse, de nuevo vuelve a escuchar unos nudillos golpear la puerta del piso. Ahora no se lo piensa. Abre la puerta, sin echar un vistazo primero por la mirilla, y en el umbral hay un hombre al que está segura de haber visto más de una vez durante los últimos diez días. El sombrero ahora lo lleva en la mano, pero Anna tiene la certeza de que es el mismo tipo que la seguía esta mañana, el mismo al que ha esperado sin ningún resultado en la plaza de los Vosgos.

—Buenas tardes —se presenta, y Anna enseguida detecta en sus palabras un leve acento británico o quizá norteamericano—. Me gustaría hablar con usted, si tiene un momento.

Anna asiente, levemente. Desde luego, murmura. Se aparta para que pueda entrar y, antes de cerrar la puerta mira a un lado y a otro para asegurarse de que nadie los ha visto. Está segura de que la conversación que va a tener con él no es de las que pueden contarse a los vecinos ni a los amigos.

Ahora el hombre está sentado a su mesa. Anna desvía la punzada de nostalgia que siente al verlo en la silla en la que debería estar Rubén. Aún no ha tomado un sorbo del vaso de vino que le ha servido. Antes ha rechazado amablemente el plato de verduras hervidas que le ha ofrecido. Sigue siendo un desconocido, pero le ha dicho su nombre antes de sentarse. Aún no ha bebido del vaso porque está esperando a que ella lo haga del suyo primero. Es un tipo educado. Eso salta a la vista. Robert Bishop es su nombre. Anna no sabe si es inglés o norteamericano. Su inglés no es tan bueno todavía como para darse cuenta tan pronto, y él habla un francés notable, aunque resulta obvio que aún no ha podido desprenderse del todo de su acento. Pero lo más lógico es que ese hombre que está en su casa sea un ciudadano norteamericano. De momento, y aunque mucha gente espera que suceda pronto, los Estados Unidos no le han declarado la guerra a Alemania. Y hay quien piensa que tal vez no ocurrirá nunca. Pero Anna no hace preguntas. Prefiere dejar que sea él quien hable. Al cabo, es el tal Robert Bishop quien la lleva siguiendo desde hace días.

—Hace tiempo que estoy queriendo hablar con usted —le dice el recién llegado, como si le adivinase el pensamiento.

—Lo imaginaba —Anna arranca el primer sorbo de la copa de vino. Luego será él quien la imite—. Pues usted dirá.

—No me he acercado antes a usted porque he preferido esperar el momento oportuno para hacerlo en un lugar discreto, donde nadie pueda vernos o escucharnos. Los jardines de las Tullerías o los alrededores de la academia donde trabaja no me parecían los lugares más idóneos.

—Ni tampoco la plaza de la Bastilla, supongo y mucho menos la plaza de los Vosgos.

—Efectivamente. Y tampoco la puerta del hotel Meurice.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Bishop?

—En realidad somos nosotros quienes podemos ayudarla.

Lo que más inquieta a Anna es el «nosotros». De pronto, aquel hombre que está sentado a su mesa, antes incluso de haberle propuesto nada, parece como si quisiera diluir su personalidad entre un grupo abstracto de gente a la que acaba de referirse como «nosotros».

—¿Nosotros?

Robert Bishop. Pasa un dedo por el borde del vaso de vino antes de responder.

—La gente para la que trabajo.

—¿La gente para la que trabaja?

Bishop vuelve a dejar el vaso en la mesa. Asiente levemente.

—Podemos avanzarle noticias sobre Rubén Castro.

Anna se queda con la cuchara a medio camino entre el plato y la boca, el gesto suspendido un instante, como si el desconocido que la ha estado siguiendo y ha llamado a su puerta a la hora de comer hubiera venido a fotografiarla.

—¿Dónde está? ¿Cómo está?

Las dos preguntas se le escapan de la boca atropelladamente. Luego se detiene. Quizá no sea ese el orden más adecuado.

—¿Quién es usted?

Bishop se pone recto en la silla, como si se sintiese incómodo en la postura que estaba o como si fuera a decir algo importante.

—Mademoiselle Cavour, única hija de Henri F. Cavour y de Helga Petersen, tal vez yo sea la solución a sus problemas.

Anna traga saliva. La solución a todos sus problemas. Ojalá. Pero seguro que no es tan sencillo.

—¿Dónde está Rubén? —ahora repite la misma pregunta que un momento antes, pero con más calma.

—Creemos que está vivo.

—¿Creemos? ¿Dónde está? ¿En París?

Anna espera que le diga que sí para levantarse, coger el bolso y acompañarlo para ir a ver a Rubén, pero su invitado sacude la cabeza y a ella le parece como si lo lamentase.

—No, en París no. Ni siquiera está en Francia. A los presos políticos como él se los han llevado a Alemania. Creemos que está en un campo de prisioneros, como la mayoría de los republicanos españoles.

Other books

Cinders & Sapphires by Leila Rasheed
Vanish by Sophie Jordan
A Moment to Remember by Dee Williams
Edge of Love by E. L. Todd
Thrive by Rebecca Sherwin
When Dreams Come to Life by H.M. Boatman
A Vintage Affair by Isabel Wolff