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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (11 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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La columna de presos que sube la escalera se ha detenido. Alguien ha debido de caerse en las primeras filas. Son tantos los que suben que, si dos o tres se detienen, nadie puede avanzar. Rubén sabe que a alguno de sus compañeros ahora mismo le están dando una paliza o que tal vez le han fallado las fuerzas y ha caído fulminado. Todos los prisioneros bajan los ojos. Ninguno quiere ver lo que pasa. Es posible que uno, dos o tres, quién podría decir cuántos, vuelen ahora cantera abajo.

Rubén esperaba saltar un poco más adelante, hacia la mitad del camino empinado que unía la escalera con la entrada del campo, pero tal vez, ahora que están parados, sea el momento. Los SS pueden tenerlos todo el día ahí si se les antoja. Todo el día y toda la noche, de pie, con treinta o cuarenta kilos de piedra cargados en la espalda. Algunos bloques pueden pesar incluso más que los hombres que los acarrean. Rubén se aleja un paso de su fila. Nadie dice nada. No escucha a nadie gritarle en alemán para que vuelva a su sitio. Se separa otro paso. El hombre que está a su lado, un prisionero militante del Partido Comunista francés, lo mira y niega con la cabeza, sin hablar le pide que se quede en la fila, que no se acerque al precipicio. Rubén no sabe si lo hace porque no quiere que un compañero se quite la vida o si porque lo que teme es el castigo de los guardias a quienes estaban junto al prisionero que se ha lanzado al vacío. Dos pasos. El violín suena ahora más fuerte. Tal vez es que todos se han quedado en silencio mientras los guardias recomponen la fila. Tres pasos lo alejan a Rubén de su sitio. Ya puede ver el barranco, pero primero hay un pequeño terraplén que tendrá que salvar si quiere volar hasta el fondo. Habrá de bajar con cuidado hasta el extremo del pequeño desnivel para no caerse con la piedra y que alguno de los guardias lo vea y se lo impida. Qué paradójico es todo, piensa Rubén. Los guardias pueden matarte a su antojo, pero no te permiten que acabes con tu vida por ti mismo.

Rubén ya está en el terraplén, a tres metros de la fila. Pone un pie en la hierba con cuidado, porque el suelo aquí no es tan uniforme y puede caerse y hacerse tanto daño que no tendría fuerzas para levantarse y entonces ya no podría volar hasta el fondo de la cantera. La columna sigue en silencio. Apenas puede distinguir, delante, el eco sordo de un disparo que ha terminado con la vida de uno de los presos que ha caído al suelo. Es lo que le espera a él cualquier día si no es capaz de lanzarse ahora al vacío.

Y otra vez vuelve a escucharlo, y de nuevo piensa que es una alucinación, un espejismo por culpa del calor y el cansancio. Tanto calor y tanto tiempo hace que no bebe que le sangran los labios y la lengua se le ha hinchado y siente que no le cabe en la boca. Y esa música otra vez. En el campo hay un cuarteto de músicos desde ayer. No son presos. A los SS les gusta poner en el patio a los prisioneros que saben tocar instrumentos y hacerlos interpretar alguna pieza mientras controlan el trabajo de los prisioneros. Saber tocar un instrumento y formar parte de la banda de música es un privilegio en un campo de concentración. Pero, por lo visto, es el cumpleaños del hijo de un hombre de negocios amigo de Frank Ziereis, el jefe del campo, que ha contratado a los músicos para darle una sorpresa. A Rubén le habría gustado ser músico y tal vez ser uno de los presos privilegiados que pueden tocar en la Appelplatz de vez en cuando en lugar de acarrear piedras cantera arriba. Pero también sabe que la música es una de las muchas perversiones de las que disfrutan los SS, como la frase que ha visto coronar la puerta de entrada del campo: Arbeit macht frei. Rubén habla un alemán rudimentario, el que aprendió con Anna y ha mejorado a la fuerza en tres años que lleva preso, pero es bastante para conocer un proverbio alemán que, cuando escucha música en el campo, lo recuerda y le parece tan perverso como si hubiera sido inventado por la mente de un psicópata: «Wo man singt, da lass dicb nieder. Bose Menschen kennen keíne Lieder». «Donde oigas cantar siéntate tranquilamente. Los malvados no tienen canciones». Y le ha dado rabia sentirse tranquilo. Algunas veces le ha afectado incluso una paz inmensa cuando ha escuchado a los otros presos tocar.

Ahora es el momento. El violín suena a lo lejos, pero hace tanto calor y los prisioneros tienen tanto miedo que es posible que muy pocos escuchen los acordes. No habrá más de doscientos o trescientos metros de distancia. El viento tiene que soplar desde allí, porque, en el terraplén, Rubén escucha tan fuerte la música que piensa que no es posible que sea música de verdad, sino que está soñando y por eso los acordes del violín le llegan tan nítidos. Cierra los ojos y de pronto está en París otra vez, en París tres años antes. Es por la mañana. Está con Anna frente al palacio de Luxemburgo, le acaba de pedir que se case con él, y ella le ha dicho que sí. Luego ha puesto un anillo en su dedo y los dos bailan al son de la misma música que escucha ahora.

De pronto hoy se convierte en ayer. Abre los ojos, mira la muralla del campo. No puede ver a nadie, pero sigue escuchando el violín. Quienquiera que lo esté tocando debe de estar muy cerca de la puerta. Igual los músicos están ensayando en el patio o algún guardia caprichoso le ha pedido a uno de los músicos que ha pasado la noche allí, que toque el violín para distraer el tedio de su turno. Títiri, títiri, titiri, titiri… Es el mismo vals que bailó con Anna, sin música. Mira el fondo de la cantera. Abajo, un prisionero parece haberse dado cuenta de lo que está a punto de hacer y por precaución se ha apartado de la veta de piedra en la que trabaja. Pero Rubén ha dado un paso atrás, lentamente, y luego otro, y otro. Vuelve a su fila, justo antes de que la columna reanude su marcha. Cuando pasan cerca del muro que circunda el campo, ya no escucha la música, pero no puede olvidarlo. Es como si el violín hubiera sonado solo para él.

De nuevo abre Rubén los ojos en el Pont Neuf. Ha atravesado la Île de la Cité y tiene la espalda pegada a la baranda de piedra del puente, y es como si llevase otra vez el bloque a la espalda, igual también que si llevase puestas unas alpargatas raídas y un traje de rayas azul y gris. Mira a un lado y a otro antes de saltar. Le gustaría que hubiera un violinista cerca, un violinista que con su música le recordase que hubo un día que tuvo una vida que disfrutar y que le diera una razón para no arrojarse a las aguas oscuras del río. Pero no hay músicos esta noche. Ni siquiera los ha visto en la Île de la Cité, junto a Notre Dame o en los aledaños de Saint Chapelle. Así que hasta aquí has llegado, se dice Rubén Castro. Cinco años después de que la Gestapo te llevase y has acabado de nuevo en París para esto.

Pero el mundo parece detenerse, de pronto es como si todo se hubiese parado y él fuera la única persona que estaba en París.

¿Qué te ocurre, Rubén? ¿Por qué no saltas? ¿Qué vas a hacer? ¿Buscarla otra vez? No sabes dónde está. Ni siquiera sabes si está viva. ¿Por qué no te tiras de una vez, si ya hace mucho tiempo que decidiste que ya no querías vivir más? ¿Por qué, en lugar de saltar, pasas las piernas al otro lado del murete de piedra con cuidado de no caerte? ¿Acaso te da miedo tirarte?

Cierra los ojos, sacude la cabeza al apartarse del abismo. No es solo el recuerdo de una música que una mañana imaginó y lo hizo feliz lo que lo ha salvado ahora, sino la esperanza de que le queda algo por hacer todavía. Al cabo, no quiere marcharse de este mundo sin encontrarse otra vez con Ann, saber que está viva, contarle lo que ha pasado, mirarla a los ojos y preguntarle por qué hizo lo que hizo. Hay muchas preguntas que nadie podrá responderle jamás. Rubén lo sabe, pero va a tratar de encontrarse con ella por última vez.

Camina despacio, de nuevo, hacia el corazón de la Île de la Cité. Junto a la entrada principal de Notre Dame hay un músico tocando un acordeón. Se queda quieto un momento el preso recién liberado del campo de concentración. Si ha tocado algo, él no lo ha escuchado desde el otro lado de la isla. Rubén sonríe un instante. ¿Sabes? Una vez un músico me salvó la vida. Por eso estoy aquí. Porque creo que se lo debo. Está a punto de decírselo, pero se queda callado, viendo cómo se mece suavemente al ritmo del instrumento.

Todavía no ha pasado por la oficina del partido para decirles que ha regresado del mundo de las tinieblas. Ellos son los únicos que pueden prestarle ayuda, los únicos a los que puede acudir. Eso lo hará mañana. Apenas lleva dinero, pero busca una moneda en el bolsillo y la deja caer en el sombrero que el músico ha puesto boca arriba, a sus pies, junto a las otras monedas que ha recaudado esa noche. El acordeonista inclina la cabeza y alegra los acordes durante unos segundos para darle las gracias.

Luego empieza a caminar sin rumbo fijo. Se pierde en la noche, muy despacio. Lo único que sabe es que le queda un largo camino por delante. Demasiado largo tal vez.

Anna

El hombre que volvía a Francia no era el mismo que saltó en paracaídas en territorio enemigo por primera vez después de haber estado destinado en París bajo la tapadera de periodista que escribía para varios diarios norteamericanos. Había pasado un año y medio, y eso no era demasiado tiempo en la vida de nadie. En dieciocho meses uno no podía cambiar tanto, pero para Robert Bishop era como si hubiera pasado mucho más tiempo, peor todavía, como si hubiera muerto durante ese periodo y ahora fuera otra persona la que viajaba al pasado, a Francia, en busca de Anna para convencerla de que volviese a Alemania con él.

Robert Bishop había saltado en paracaídas muchas veces en los entrenamientos. Los tres meses que pasó en Carolina del Norte, en el campamento, y luego sobre la campiña inglesa. Lo había hecho con sol y con lluvia, de día y de noche, pero ninguna sensación era la misma que volar a oscuras sobre territorio enemigo, la luz diminuta de una granja que se ve desde el cielo, el frío en los huesos, más frío que en Inglaterra o en Estados Unidos porque ahora había peligro de verdad y cualquier error podría costarle la vida. Saltar un minuto antes o un minuto después podía suponer la diferencia entre caer cerca de quienes lo esperaban o en manos de unos soldados que no pondrían reparos en entregarlo a quien correspondiese para torturarlo: quién eres, de dónde vienes, qué has venido a hacer aquí.

Antes de cada misión memorizaba el mapa que llevaba guardado en la mochila. Una de las primeras cosas que le enseñaron en los entrenamientos era que, en el trayecto que va desde el avión hasta el suelo, hay cosas que un soldado puede perder, desde el fusil hasta la cantimplora o la munición. Él mismo había podido comprobarlo, con arresto incluido. En su primer salto en territorio ocupado no llevaba ningún fusil. Incluso vestía de civil. Un pantalón de franela, camisa blanca, chaqueta de paño oscuro, incluso una gorra llevaba guardada, pero el frío antes de saltar era mayor que durante los entrenamientos.

Y ahora es igual que saltar en paracaídas, piensa en ello otra vez. La sensación es idéntica, el mismo vacío en la boca del estómago, el miedo que uno no puede evitar por muchos saltos o por muchas horas de entrenamiento.

Es lo mismo mientras mira distraídamente el paisaje oscuro al otro lado de la ventanilla del tren. Siete meses antes había recorrido el mismo camino que ahora pero en sentido opuesto, de una Francia liberada a una Alemania que se debatía en los últimos estertores, como un pez moribundo que da los últimos coletazos cuando lo sacan del agua. Todavía era territorio enemigo donde entraron, un grupo de hombres no muy numeroso, apenas una docena, buscando a los científicos que aún trabajaban para el Reich. Dos grupos de hombres, uno para buscar a los físicos que habían sacado adelante el programa atómico del III Reich —Werner Heisenberg, Van Weizsacker y algunos más— y otro dispuesto a entrar en una fábrica donde trabajaban algunos de los ingenieros más talentosos de Alemania.

Bishop formó parte del grupo que se infiltró en Alemania para llegar hasta Mittelweke. Allí, debajo de una montaña, había una fábrica donde se montaban las VI y las V2, las bombas teledirigidas con las que los nazis habían estado jugando a los dardos en Londres. Había unos cuantos ingenieros cotizados, y Werner van Braun, la pieza que todos se querían cobrar, se entregó sin resistencia, con un brazo roto y escayolado de una manera tan aparatosa que incluso parecía cómico verlo allí, dando la bienvenida a los agentes norteamericanos de la OSS, como si llevase toda la guerra esperando que llegasen para liberarlo. Van Braun siempre le había parecido a Bishop un cínico. Había cientos de hombres esclavizados para él y para los otros ingenieros en la fábrica y ahora se mostraba dispuesto a cooperar como si no hubiera pasado nada.

No pudieron capturarlos a todos. Al final hicieron cuentas, y entre los dos grupos infiltrados en Alemania se les habían escapado diez hombres de los que querían capturar: tres físicos, tres químicos y cuatro ingenieros. Desde que terminó la guerra, su única misión había sido encontrarlos. Para la OSS era muy importante interrogarlos, averiguar cuánto sabían o qué secretos conocían, pero era más importante aún que no fueran con sus secretos y sus conocimientos y sus inventos al lugar que no debían. De los cuatro ingenieros que Bishop se tenía que encargar de buscar, ninguno había vuelto a su casa después de la guerra. Nadie sabía nada de ellos. Puede que hubieran muerto o que ya se hubieran pasado con sus secretos al bando equivocado. La capacidad que la gente tiene de cambiar de colores nunca dejaría de sorprender a Robert Bishop. Esperaba que si no los encontraban le asignasen cualquier otra misión, que lo devolvieran a casa durante una temporada para descansar, pero ya habían aparecido muertos tres y ahora tenía que hacer lo imposible para encontrar el último de los nombres de la lista. El cadáver de Hans Albert George había aparecido junto a la Postdamerplatz de Berlín. Demasiado cerca de la zona soviética como para no sospechar lo que andaba haciendo por allí. El cuello rebanado de oreja a oreja. La documentación intacta en el bolsillo, el dinero en la cartera, y ese ripio ridículo: «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá; todo aquel que enarbole la bandera blanca un puñal en su cuerpo encontrará». Muchas veces el peor enemigo está en tu mismo bando.

Aún no estaba claro que hubiera un movimiento de resistencia nazi organizado después de la guerra. No parecía que fuesen más que unos cuantos chavales exaltados a los que les gustaba ser llamados Werwolf, Hombre lobo, un nombre que a Bishop se le antojaba tan épico como absurdo. Algún sabotaje, un altercado que a veces se les había ido de las manos y había terminado con algún muerto, pero estos que mataron a Hans Albert George en Berlín tenían muy claro que no querían que vendiera información a los rusos. Tampoco es que quienes lo asesinaron hubieran preferido que hubiera ido con sus secretos a los americanos, seguro que no. A Bishop no le cabía duda de que lo habrían liquidado de la misma forma.

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