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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (9 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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A pesar de que lo imaginaba Anna se ha puesto a llorar sin darse cuenta, sin poder remediarlo, ni siquiera tiene ganas de fingir delante de un desconocido.

—¿Cómo puede saber que está vivo? ¿Quién es usted? —se seca Anna las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Es inglés? ¿Americano?

—Soy ciudadano norteamericano —el hombre arranca otro sorbo al vaso—. Soy periodista. Escribo para varios periódicos de mi país.

Anna no está prestando atención. Ella solo quiere información sobre Rubén. Rubén es lo único que le importa. No los periódicos en los que escriba el hombre que está sentado en el salón de su casa.

—¿Cómo puede ayudar a Rubén a salir? Robert Bishop se apresura a sacudir la cabeza.

—Ahora mismo pensar en sacar a Rubén de donde está no es posible. Me temo que es algo que ni siquiera podemos contemplar. Pero tal vez más adelante. Dependerá del curso de la guerra, de que Inglaterra resista y de que los americanos al final se involucren de una forma más firme, que le declaren la guerra a Alemania.

Anna vuelve a pasarse el dorso de la mano por los párpados. Le escuecen, pero ya están secos.

—No veo entonces cómo puede ayudar a Rubén —ahora es ella la que toma un trago de vino—. Y tampoco veo la manera en que yo puedo ayudarles a usted y a las personas para las que trabaja.

Robert Bishop casi apunta una sonrisa. Está preparado para esa pregunta.

—Lo primero, deje de ir cada día al cuartel general de la Gestapo. Hasta ahora los nazis han sido amables con usted, por condescendencia, porque es usted una mujer, por amabilidad o tal vez porque usted es medio alemana. Pero un día pueden cansarse de sus protestas o de verla cada mañana en los jardines de las Tullerías y meterla en una celda.

Anna sacude la cabeza.

—Yo no he hecho nada malo ni ilegal. Tan solo he ido a interesarme por el paradero de una persona a la que se llevaron de su casa. No pueden detenerme por eso, y tampoco por pasear por la rue de Rivoli.

Ahora la sonrisa de Bishop es más evidente. Sacude la cabeza, chasquea la lengua.

—Mademoiselle Cavour, por favor. Seguro que no es usted tan ingenua.

—Soy ciudadana francesa. Mi padre era francés. Llevo casi toda la vida viviendo en París.

—Vivía usted con un republicano español que tiene el carnet del partido comunista.

—Hitler y Stalin son ahora aliados —de pronto se había puesto a la defensiva. —El hombre que está sentado a su mesa, en la misma silla que Rubén había ocupado cada día antes de que se lo llevaran, ocupando un sitio que no le corresponde, no es sino un desconocido.

—Ese razonamiento podría servirle para un oficial de segunda clase de la Gestapo, y eso si tiene la suerte de encontrarlo de buen humor.

Anna se lo queda mirando. De repente se ha puesto tensa. Le duele la espalda.

—Tranquila. No se preocupe. De mí no tiene nada que temer. En mi profesión uno acaba enterándose de todo. Incluso de lo que se habla en las dependencias de la Gestapo. Pero le repito que estoy aquí para ayudarla.

Anna no sabe qué pensar.

—¿Ayudarme a qué? Ya me ha dicho que no puede sacar a Rubén de donde está. Y también que ni siquiera puede estar seguro de dónde se encuentra.

—Mademoiselle Cavour, créame. Ahora mismo nadie podría informarle de la situación de Rubén mejor que yo. Y todo lo que puedo decirle de Rubén se lo he dicho ya. Estamos viviendo unos tiempos difíciles.

—Eso no es ninguna novedad. Robert Bishop asiente.

—Pero los tiempos que se avecinan pueden ser aún peores. ¿Quién sabe cuántos años pueden seguir los alemanes ocupando París? ¿Dos? ¿Cinco? —hace una pausa, se queda mirándola—. ¿Diez? Ahora mismo eso es imposible de saber. La única certeza es que va para largo. El único país que ha resistido es Inglaterra. Al menos hasta ahora.

Anna respira hondo. Lleva un rato hablando con un hombre del que no tiene por qué fiarse.

—¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Acaso quiere incluirme en un reportaje para uno de esos periódicos en los que escribe? ¿Son todos los periodistas tan directos como usted? ¿Hablan todos tan a la ligera con quienes no conocen? Pero no. Usted lo sabe todo sobre mí. Sabe incluso los nombres de mis padres. Sabe dónde trabajo, dónde vivo, y hasta está al corriente de mis visitas diarias al cuartel general de la Gestapo.

—Pero le aseguro que puede usted confiar en mí.

Anna baja los ojos. Hace mucho que la comida del plato está fría. Ya ni se acuerda de si tenía apetito. Tal vez ni siquiera tenía hambre cuando se preparó el almuerzo o lo hizo antes por costumbre que por apetito.

—¿Sabe una cosa? Tampoco me creo que sea usted periodista.

Bishop sonríe otra vez. Se lleva la mano al interior de la chaqueta, buscando la cartera.

—Puedo enseñarle mi carnet de prensa. Anna sacude la cabeza.

—No hace falta. Dígame, señor Robert Bishop, si es que ese es su nombre verdadero —está a punto de abrir la boca, pero Anna le corta con un gesto—. No, no se moleste en convencerme de que sí lo es. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

Robert Bishop se echa un poco hacia atrás en el respaldo de la silla y luego se pone recto, como si le doliese la espalda. Ahora se inclina un poco sobre la mesa, la mira a los ojos y baja la voz, como si, después de haber estado siguiendo sus pasos durante días, ahora fuese a confesarle el mayor de los secretos.

—Mademoiselle Cavour —le dice, mirándola a los ojos, muy fijo—. Quiero que usted trabaje para mí.

Anna levanta las cejas de una manera exagerada. No tiene intención alguna de ocultar su perplejidad.

—¿Que trabaje para usted? No me diga que me ha seguido hasta mi casa para ofrecerme un trabajo como reportera.

Robert Bishop debería haber sonreído al menos ante el comentario jocoso de Anna, pero no mueve ni un músculo. No hay el menor atisbo de sonrisa en su cara. Ver una sonrisa en el rostro de Robert Bishop es imposible, pero ella no puede saberlo todavía.

—¿Qué tendría que hacer? ¿Para qué quiere que trabaje con usted?

—Al principio me basta con que se reúna de vez en cuando conmigo y me cuente algunas cosas —ahora Bishop ha vuelto a apoyarse en el respaldo de la silla—. En mi profesión es muy importante la información, por insignificante que pueda parecer.

Ahora a Anna sí le parece que al menos un poco de ironía sí se esconde tras sus palabras, pero, otra de las cosas que aprenderá con el tiempo, es que con Robert Bishop nunca se sabe cuándo está de broma, si está de broma alguna vez siquiera. Su carácter serio, reservado y meticuloso lo va a ir conociendo durante los próximos meses. Porque aún no se lo ha dicho, pero su respuesta es sí. El hombre que está sentado ahora en el salón de su casa y que arranca el último sorbo al vaso de vino antes de levantarse es un espía. No le cabe duda a Anna.

Siente que esto no le está pasando a ella. Le gustaría pensar que se trata de una novela o una película de esas que tanto le gustan a Rubén. Pero Rubén está preso, tal vez en Alemania, como la ha informado Bishop, y ella no puede ni debe permitirse ningún pensamiento frívolo. Nunca ha imaginado que conocería a un espía, ni siquiera lo ha deseado, y la única razón por la que va a decir que sí al hombre que se ha presentado en su casa es porque le ha dicho que puede proporcionarle información sobre Rubén. Lo demás no importa.

Están los dos de pie. Casi sin darse cuenta, como si fuera otra persona la que se hubiera apoderado de ella durante la comida, Anna ha estirado el brazo y se sorprende estrechando la mano del hombre que está a punto de marcharse.

—De acuerdo. Colaboraré con usted. No estoy segura de en qué puedo serle útil, pero lo haré.

El hombre asiente. Inclina la cabeza un poco. Por un momento Anna cree que está a punto de besarle la mano.

—Hace usted lo correcto, mademoiselle. No le quepa duda de ello. Dentro de unos días volveremos a encontrarnos.

—¿Dónde?

—No se preocupe. Yo la buscaré.

Aún no se ha marchado Robert Bishop de su casa cuando Anna le dice lo que es más importante para ella:

—La próxima vez que nos veamos quiero que me traiga alguna noticia sobre Rubén.

Y el hombre que tal vez sea un espía pero no se lo ha dicho todavía, y Anna piensa que tal vez no se lo dirá jamás, baja los ojos antes de abrir la puerta. Con el pomo todavía en la mano a ella le parece que el tiempo se ha quedado suspendido de repente. Tal vez no ha sido buena idea decirle esa última frase que ha sonado como un ultimátum, pero no lo ha podido evitar. No se ha podido callar.

—Necesito saber que al menos está bien —matiza.

Robert Bishop asiente, un gesto apenas terminado, antes de abrir la puerta. No dice una palabra. Cierra la hoja tras él (con suavidad, como si no quisiera que los vecinos del bloque escuchasen que se iba. Anna tarda un poco en asomarse a la ventana, pero no mucho más que un momento, y cuando quiere encontrarlo al otro lado del cristal le resulta imposible ver a nadie en la calle. Mira a la derecha y a la izquierda. Levanta el cristal basculante de la ventana para asomarse, por si todavía está en el portal, pero no hay rastro de Robert Bishop. Anna se repliega despacio al interior de su apartamento y, antes de cerrar la ventana, vuelve a mirar a un lado y a otro de la calle. Es como si el americano no hubiera existido nunca, como si la visita no hubiera sido más que un producto de su imaginación. Si creyese en los fantasmas, pensaría que Robert Bishop, o como quiera que se llamase, no había sido más que un espejismo que se le ha cruzado delante de los ojos desde hace diez días por culpa del cansancio y la tensión que lleva acumulados desde que se llevaron a Rubén. Un cansancio y una tensión que habían estado haciendo mella en ella hasta casi volverla loca. O hasta volverla loca.

Se sienta en la silla. Luego recogerá su plato, la botella y los dos vasos de vino. Que haya otro vaso en la mesa es la prueba de que Robert Bishop ha estado en su casa, que lo que acaba de pasar no ha sido una alucinación.

Si el hombre que acababa de marcharse hubiera querido, se habría dejado ver en la calle. Anna piensa que si había descubierto que él la seguía durante estos días ha sido porque él ha preferido dejar patente su interés en encontrarse con ella, que a lo mejor quería dejarse ver, preparar el terreno para cuando le propusiera que trabajase para él.

Ahora solo espera que la próxima vez que se lo encuentre le traiga alguna información sobre Rubén.

Buenas noticias.

Ojalá.

Rubén

Cinco años antes había paseado del brazo de Anna por esa misma plaza. Los domingos, a veces, caminaban hasta la boca de metro, en verano, para ir al bosque de Boulogne o cruzaban el río para pasear por el barrio Latino y llegar hasta los jardines de Luxemburgo o seguir un poco más lejos, hasta Montparnasse. Rubén recordaba muy bien la última vez que habían dado ese paseo. Cómo podría olvidarlo. Un domingo por la mañana, primavera. Los alemanes todavía no habían llegado a París. Incluso si uno era optimista podía pensar que tal vez nunca lo harían, que a lo mejor la locura se detendría. Nadie era capaz de imaginar entonces que sucedería todo lo que vino después. Ni los más pesimistas. Anna y él tampoco. Ya habían celebrado su primer aniversario juntos. Rubén le iba a pedir a Anna que se casara con él. Llevaba un anillo en el bolsillo. Había jugueteado con él durante todo el paseo.

Al atravesar el Sena se detuvieron unos minutos en el puente de Notre Dame. Allí fue donde estuvo tentado de sacarlo la primera vez. Pero siguieron caminando, atravesaron la Île de la Cité, cruzaron sin prisas el barrio Latino. Rubén pensaba hacer tiempo para llevar a Anna, después de pedirle que se casara con él, al café Procope, sentarse los dos juntos en la cristalera, y tal vez darle el anillo allí, si es que aún no había encontrado el momento oportuno para hacerlo durante el paseo. Había conocido Rubén a otras mujeres, pero con Anna era diferente. Gracias a ella, había podido sobrellevar mejor la vida gris de profesor español exiliado en París por culpa de la guerra. Pero a Rubén le daba un poco de miedo regalarle el anillo. Los habían presentado unos amigos comunes. El joven profesor español de latín y la guapa parisina de padre francés y madre alemana congeniaron enseguida. No tardaron en hacerse muy amigos. Anna no hablaba español y Rubén no sabía una palabra de alemán. Quedaron en que cada uno enseñase al otro el idioma que no sabía. Mientras tanto, hablaban en francés. A ella le hacía gracia su acento español. A él le gustaba cómo se reía.

—Hablas muy bien francés, pero no has perdido tu acento español. Me gusta. Espero que no lo pierdas nunca.

Fue entonces cuando se besaron. Apenas hacía una semana que los habían presentado. Estaban sentados a una mesa, frente a la cristalera del café Procope, y Rubén quería llevarla ese domingo otra vez a ese mismo lugar para pedirle que se casara con él.

Enseguida se habían ido a vivir juntos. Todo de una forma natural, y aunque quería estar convencido de que ella le diría que sí, que se casaría con él, a Rubén no dejaba de afectarle cierta aprensión al pensar que la petición de matrimonio podría romper el encanto, cortar un flujo invisible, una corriente en la que los dos se sentían cómodos y felices, y que tal vez les llevaría por caminos que no sospechaban y que, aunque estuvieran convencidos de salir airosos, era una incógnita y tal vez les diera miedo —a ella, y Rubén reconocía que a él también— estropear.

Corría una brisa fresca, muy agradable, esa mañana. Se detuvieron frente al palacio de Luxemburgo, delante de la fuente inmensa. Los patos perezosos parecían felices en el agua. A esa hora todavía no había apenas nadie en los jardines. Anna miraba el hermoso edificio, las ventanas amplias, las tejas azules, como de castillo medieval. Rubén hizo lo mismo, como dos turistas que visitan París por primera vez y se detienen delante de un monumento que los ha dejado boquiabiertos. Pero los dos habían pasado demasiadas veces por delante de aquel palacio como para quedarse detenidos allí como si fuera la primera vez. Sobre todo Anna, que llevaba toda su vida en París.

Pero Anna lo sabe. Lo sabe todo. Rubén no ha sido capaz de engañarla. Su inquietud, su preocupación y sus nervios han sido demasiado evidentes estos últimos días como para que ella no pudiera darse cuenta.

—¿Cuándo me lo vas a preguntar?

Ha dejado de mirar el palacio de Luxemburgo y ahora lo está mirando a él. Rubén se hace el distraído. Sigue atento a la fachada del edificio como un turista que buscase el mejor encuadre para hacer una foto. Se vuelve Rubén Castro, sacude la cabeza, como si no pudiese comprender del todo, no todavía. El ceño fruncido.

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