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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (35 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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—¿Sabe quién es este hombre?

Ella asintió, tragó saliva, y luego subrayó el gesto: —Desde luego que sí.

—¿Puede decirme su nombre?

—Franz Müller.

Marlowe la miró.

—¿Está segura?

—Absolutamente. Si no fuera así no se habrían tomado ustedes la molestia de ir a buscarme.

El jefe de Bishop le entregó un sobre.

—Ábralo.

Dentro había unos documentos.

—Todavía falta su fotografía, pero eso lo arreglaremos enseguida. Como puede ver, los papeles llevan su nombre, Anna Petersen, con el apellido de su madre. Ni siquiera va a tener que adoptar una identidad secreta.

Anna sonrió por dentro, irónica. Como si lo que fuera a tener que hacer resultase más sencillo.

—En cuanto le hagan la foto y la coloquen en los documentos, podrá moverse sin problemas por Berlín.

—¿Cuánto durará la misión?

Marlowe se encogió de hombros brevemente.

—Eso dependerá de muchas cosas. Hasta que no se encuentre con Franz Müller y empecemos a averiguar lo que necesitamos no podremos saberlo.

El superior de Bishop se levantó. No había duda de que daba por concluida la entrevista. Pero Anna todavía seguía sentada. Bishop se estaba incorporando, pero se quedó a medio camino. La actitud de Anna lo había cogido desprevenido, aunque tampoco le sorprendía. Estaba seguro de que ella todavía tenía algo que decir, y también estaba seguro de lo que era antes de que abriese la boca.

—¿Qué va a pasar conmigo después?

Marlowe enarcó las cejas. Miró a Bishop y después volvió a mirarla a ella.

Anna no le dio tiempo a responder. Se lo aclaró enseguida.

—Cuando todo esto acabe. ¿Me dejaran en paz para siempre? ¿Les contarán a mis antiguos compañeros de la Resistencia que si los traicioné fue porque ustedes me lo ordenaron? ¿Podré vivir tranquila el resto de mi vida?

Marlowe tomó aire, lo retuvo en los pulmones, y luego lo soltó despacio.

—No tenga duda de que la rehabilitaremos cuando todo esto haya terminado. Tómese esta misión como una especie de trámite hacia su tranquilidad.

—Supongo que eso podrá ponérmelo por escrito.

Ahora el jefe de Bishop sonrió de verdad.

—Supone mal.

—¿Tengo entonces que confiar en su palabra?

Ella no estaba segura de que el coronel de la OSS hubiera captado su ironía, pero le daba igual.

—Es lo único que puede hacer dadas las circunstancias —ahora Marlowe se puso otra vez serio, de repente, el gesto grave—. También puede volver a Francia si quiere, pero le advierto que estará más segura en Berlín.

Con más o menos sutileza la OSS la estaba chantajeando, y lo peor era que ella no podía hacer nada más salvo plegarse a sus deseos y tratar de ayudarlos a encontrar a Franz Müller para que la dejasen en paz. Pero luego podrían encargarle otra misión, y otra, y otra más. Todas las que quisieran hasta que algún día decidieran que habían tenido bastante y que ya podían rehabilitarla. Ella no era más que un pequeño grano de arena en un montón de mierda. Es lo que pensó Anna cuando se levantó de la silla. Pero no podía hacer otra cosa salvo apretar los dientes, intentar cumplir con lo que le pedían y esperar a que más adelante se apiadasen de ella. Si es que para entonces ya no era demasiado tarde.

Bishop cogió las dos carpetas y puso la mano en su espalda para indicarle que abandonasen el despacho. Era la primera vez que se rozaban desde que se habían encontrado, un gesto insignificante, casi familiar, pero ella no se sintió cómoda, y Bishop retiró la mano enseguida, como si se arrepintiese o si hubiera podido percibir su frialdad, como si le hubiera leído el pensamiento y ya no tuviera dudas de que nunca, por muchos años que pasasen o por muchas vueltas que diese la vida, pudieran volver a ser amigos.

Cuando salieron del despacho, Anna miró por una ventana. Bishop seguía allí, los ojos clavados en ella. No era necesario que se diera la vuelta para saberlo. Era como si pudiera escuchar su aliento.

—Anna…

Ella lo miró.

—¿Qué es lo que te preocupa?

Bishop permaneció callado unos segundos, como si no supiese qué responder.

—Tú. Me preocupas tú, Anna. No sé si estás preparada para encontrarte con Franz Müller otra vez.

—Pues has elegido un mal momento para empezar a tener dudas, ¿no te parece? —extendió una mano como si quisiera tocar la ciudad, al otro lado de la ventana—. Ya estoy en Berlín, Robert, en Berlín, donde tú y tus amigos me habéis obligado a venir.

Bishop asintió. Pero Anna sabía que lo hacía simplemente porque prefería no discutir. Según él, las discusiones no llevaban a ningún sitio. No arreglaban nada.

—Me preocupas —insistió—. Me preocupa lo que va a suceder cuando te encuentres con Franz Müller cara a cara. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que lo viste? No mucho más de un año, supongo.

Ella asintió. No tenía muy claro adónde quería llegar Bishop con aquella conversación.

—Te encontrarás con él hoy, mañana, dentro de un par de días o después de una semana. El caso es que será pronto, muy pronto.

—Es lo que quieres, ¿no? Que me encuentre con él, que me convierta en su puta otra vez.

Bishop no bajó la vista. Se quedó mirándola, muy fijo, como si le doliera más a él el insulto que ella misma se acababa de adjudicar.

—No te preocupes, Robert. Estoy preparada para convertirme en una furcia una vez más. Me enseñaste bien. Haré mi trabajo lo mejor que pueda, cogerás a Franz Müller y a cuantos nazis quieras y luego me dejaréis en paz para siempre. Ese es el trato, ¿no?

—Solo quiero decirte que tengas cuidado. Los sentimientos no siempre son fáciles de manejar.

Ella no quiso evitar una carcajada, bien alta, para que Bishop no tuviera dudas de lo que pensaba.

—Por favor, Robert Bishop. De lo último que esperaba escucharte hablar es de sentimientos.

Empezó a bajar las escaleras sin esperar a ver si Bishop tenía algo más que decirle.

—Te mantendré informado de todo. No te preocupes.

Estoy segura de que sabrás la forma de encontrarme o, mejor, que me tendrás localizada en cada momento.

Pero lo mejor de marcharse de allí era que ya no tenía que seguir más tiempo con aquella conversación, porque no había ido del todo desencaminado Bishop cuando le hablaba de sentimientos. Se avergonzaba de pensarlo, y jamás se lo había contado a nadie, pero durante el pasado llegó un momento en que la relación con Franz Müller había dejado de ser una farsa y se difuminaron las fronteras que separaban el territorio de la espía que trataba de engañar a un ingeniero alemán con el de la mujer que empezaba a sentirse a gusto junto a un hombre que la trataba como un caballero exquisito y le había confesado que estaba enamorado de ella. Le contaba él que a veces sentía como si hubiera estado toda su vida esperando encontrársela.

Bishop llevaba, pues, mucha más razón de lo que pensaba. Los sentimientos no eran fáciles de manejar, y mucho menos en tiempos tan complicados como aquellos. Y él no había tenido reparos en arrojarla a los brazos de Franz Müller. Al principio, cuando se lo dijo, le dio pena. Luego la pena dio paso a la rabia, y durante mucho tiempo no había hecho sino odiar a Bishop porque la había convertido en lo que era ahora: lo más parecido a una ramera que no sentía sino asco de sí misma. Y ahora Franz Müller otra vez. Iba a tener que empezar de nuevo, y ella no quería. Lo iban a detener. No podía saber lo que le harían. La cabeza le daba vueltas cuando llegó a la planta baja.

Pero puede que todo llegase a su debido tiempo. Puede que fuera Franz Müller el que la buscara cuando supiese que estaba en Berlín. Y, sobre todo, deseaba que a Franz Müller le alegrase saber que estaba viva.

Lo normal era que tuviera miedo de pasear sola por una calle solitaria de Berlín después del toque de queda, pero ella no era de esas mujeres. Dejarse ver. Esa era la consigna. Pues eso era lo que iba a hacer: dejarse ver, lo mismo que había hecho durante la última semana, desde que llegó a Berlín. Rodeó la valla que circundaba la estación de Postdamerplatz y durante diez minutos caminó por la acera que rodeaba al maltrecho Tiergarten. Anna conocía lo bastante bien a Robert Bishop y a la OSS como para no estar segura de que alguno de los Jeeps que se cruzaban con ella la estaba siguiendo, o cualquiera de los hombres con los que se cruzaba no era alguien enviado por Bishop, o el mismo Robert Bishop tal vez, oculto bajo las solapas enormes de un abrigo, como si tuviera mucho frío, por si le había ocultado algo cuando accedió finalmente a venir con él a Berlín.

Se dio media vuelta y regresó por el mismo camino por el que había venido. Resopló por la nariz, con pesadez, aburrida al comprobar que al mismo tiempo que reanudaba su caminata un coche arrancaba para seguir sus pasos. Nadie se fiaba de nadie ya. Pero no le sorprendía, y tampoco le molestaba. Ella tampoco confiaba en ellos.

Y cuando Anna caminaba por las calles de Berlín, lo que le gustaría era levantar los brazos y gritar que estaba allí, hacerlo para que quien quisiera enterarse supiera que había llegado.

Esto es absurdo, le había dicho a Bishop. Pasearme por Berlín como una loca, un alma en pena parezco. Perderme por las calles esperando a que alguien se acerque para darme las buenas noches, y es posible que alguno de los hombres que quieran acercarse a saludarme no lo hagan con buenas intenciones. Lo único que espero es que al menos haya alguien cerca para protegerme.

La última frase iba cargada con intención. Bishop no se molestó en disimular que la seguía.

—Estarás bien vigilada. No te preocupes. Nadie podría hacerte daño. Tú sal a la calle. Seguro que al final habrá alguien que te reconocerá, y que luego se lo contará a otra persona y tal vez esa información llegue hasta Franz Müller. Cuando sepa que estás aquí, seguro que querrá verte y hablar contigo. Entonces tal vez puedas convencerlo de que colabore con nosotros.

Ahora los ojos de Anna se ensombrecieron. Que Franz Müller quisiera hablar con ella no estaba tan claro. Habían pasado tantas cosas durante el último año, que ella no podía estar segura de nada, y no iba a contárselo a Bishop. A él menos que a nadie.

Pero era su misión y la iba a cumplir. Para eso había venido a Berlín, para acabar con todo de una vez. La noche de su octavo día en la ciudad era viernes. Después de caminar un rato bordeando Tiergarten, por el sector británico pero a menos de un tiro de piedra del sector soviético, pensó que no le quedaban muchas opciones ya, que incluso Franz Müller podría estar muerto, que Bishop le había mentido otra vez, como entonces, y que la razón por la que estaba en Berlín era otra diferente a aquella por la que la habían traído. Rodeó la Puerta de Brandemburgo, y poco antes de llegar a las ruinas del Reichstag embocó la Luissenstrasse después de cruzar el Spree.

Como en la mayoría de los bares de Berlín, en el club Die blaue Blumen, apenas podía verse a ningún ciudadano alemán, sino una mancha de uniformes marrones del ejército de los Estados Unidos de América. También, a veces, según le había contado Bishop, al club acudía gente que estaba dispuesta a vender secretos. No era imposible encontrarse a Franz Müller allí si estaba dispuesto a entregar su alma al mejor postor. El local estaba en el vértice de las zonas soviética, británica y norteamericana. Y eso significaba que habría homólogos de Bishop acodados en la barra, pescadores pacientes que aguardan que la presa muerda el anzuelo.

Se quedó quieta frente a la cristalera del local, sin decidirse a entrar, buscando una cara conocida. Se sentía como la niña a la que no han invitado a una fiesta, pero aún así no se resiste a ver el bullicio que hay donde no la dejan entrar.

Esa noche no había mucha gente dentro. Cinco hombres de uniforme y uno de paisano. Del tiempo que había pasado en París trabajando para Robert Bishop, conservaba ciertas actitudes de las que sabía que tal vez no podría despojarse nunca, reflejos antiguos. Antes de entrar en el café, volvió a recorrer con la mirada el interior, los rincones menos iluminados, las posibles puertas que daban a cuartos cuya existencia tal vez no podría adivinarse desde la calle, otra salida por si tenía que marcharse a toda prisa sin que nadie pudiera seguirla.

Estaba segura de que si Franz Müller frecuentaba aquel club o la veía por allí no se acercaría a ella, no la abordaría si había un oficial de la OSS tras sus pasos todo el tiempo. Por eso, aquella tarde, quiso cambiar su recorrido, sin mirar, de improviso, para así tener una oportunidad de encontrarse con Franz Müller a solas, sin que hubiera testigos molestos o que en cuanto se encontrase con él algún agente norteamericano se lo llevase para interrogarlo y encerrarlo, y puede que no por ese orden.

Luego estaban los asuntos personales. Su vida. Su propia vida. Las vidas de los dos. Aunque se decía que lo había hecho porque Robert Bishop la había obligado, en el fondo no podía sino reconocer que, llegado un momento, todo lo que sucedió fue por voluntad propia. Esa era la verdad, la única verdad, aunque procurase recordar las palabras de Bishop en París dos años antes, como una rara y pesada letanía, que la disculpase falsamente: un ingeniero alemán del que hay que estar cerca. Se ha fijado en ti. Se comporta a veces como un adolescente enamorado, y eso es algo que no podemos desaprovechar, Anna.

Cada vez que las recordaba, era como si algo le ardiera por dentro, el odio que sentía hacia Bishop se acrecentaba por haberla empujado a hacerlo, y cada vez tenía más calor. Era como arder dentro del abrigo que la protegía del frío de la noche de principios del otoño en Berlín, y ahora más, porque no podía evitar recordarse junto a Franz Müller y, en lo más hondo de sí misma, en un rincón en el que jamás dejaría entrar a nadie, un lugar al que ella misma le costaba visitar, no le quedaba más remedio que reconocer, por poco honesta que quisiera ser consigo misma, que había llegado a estar enamorada de aquel ingeniero.

Tanto se había perdido en sus pensamientos que no había visto salir al hombre del café hasta que estaba en la puerta, a su lado. Llevaba un uniforme marrón, del ejército de los Estados Unidos, un cigarrillo suspendido en los labios y la miraba, muy fijo, desde la entrada.

Se dio la vuelta, procurando no parecer asustada ni dar la impresión de que tenía prisa.

—¿Adónde vas tan deprisa, preciosa?

Por el modo que arrastraba las palabras supo enseguida que el soldado estaba borracho. No hacía falta que le oliese el aliento ni que viera cómo se tambaleaba al caminar detrás de ella.

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