Read El violinista de Mauthausen Online
Authors: Andrés Domínguez Pérez
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico
Tal vez porque era demasiado poco tiempo quizá para que le pudiera haber pasado algo malo, pero también era cierto que Robert Bishop no le había pedido todavía su participación en ninguna acción concreta. Hasta ahora era como una agente a la que aún no le habían adjudicado un destino, pero le inquietaba hacer cosas sin saber el motivo, era como montarse en un tren cuyo destino desconocía, pero, en otra de las reuniones que tuvieron, Bishop le advirtió que no debía hacer preguntas. Jamás.
Y ahora, después de haber cruzado la frontera española, cuando lo ve llegar, tiene la sensación de que va a encontrarse con alguien diferente. No es que ahora su jefe haya aparecido sonriendo, ni mucho menos, pero tal vez porque París queda lejos, Anna tiene la sensación de que está un poco más relajado. Pero esa impresión apenas le dura un instante, y enseguida piensa que se debe a su propia convicción de que es imposible que una persona no pueda sonreír jamás o mostrarse relajada alguna vez.
No están en París, y aunque también hay nazis en San Sebastián, no puede ser tan peligroso como allí. Además, faltan menos de dos semanas para la Navidad. Es ella la que debería estar más triste porque no ha vuelto Rubén. Una sombra inoportuna de la que no puede desprenderse le nubla el ánimo al acordarse de él —dónde estará, cómo se encontrará, cuánto frío o cuántas penalidades estará pasando—, sin embargo, es Robert Bishop el que muestra el mismo gesto amargo de siempre, el ceño fruncido, mirando con disimulo que ya no puede fingir delante de ella cada pocos segundos a un lado y a otro, catalogando sin poder remediarlo a cada una de las personas que disfruta del sol del invierno en la terraza del café.
—En cualquier lado puede haber alguien escuchando.
Nunca hay que bajar la guardia. Pero ya lo irás aprendiendo todo, poco a poco y a su debido tiempo.
Cada una de las veces que se han encontrado en París le ha sugerido algún detalle del que ella no estaba al tanto: cómo dar el esquinazo a alguien que la está siguiendo, cómo ir detrás de una persona sin que esta se dé cuenta de que va tras sus pasos.
—Durante las dos semanas que pasarás en Londres lo aprenderás todo correctamente.
Anna no tenía que reincorporarse en la academia hasta la primera semana de enero. Aún faltaba casi un mes. Aparte de los quince días de entrenamiento que iba a recibir, le sobraba una semana larga para incorporarse al trabajo. Pero Bishop le va a resolver la incógnita enseguida. Se ha pedido un café y ha removido el azúcar, pero antes de darle siquiera un sorbo, como si no procediera hacerlo hasta resolver primero el asunto para el que se había citado con Anna, con los ojos señala el periódico que ha dejado doblado sobre la mesa.
—Ahí dentro tienes un billete de tren para Madrid y una reserva en un hotel modesto, pero limpio, de la ciudad. Y también otro para Sevilla.
—¿Sevilla?
Bishop asiente. Ya ha probado el primer sorbo de la taza, un pequeño placer que se concede después de cumplir la obligación de decirle que tiene que viajar a Sevilla. Anna ya sabe para qué, pero piensa que mientras no se lo diga abiertamente, tal vez haya una posibilidad, por muy pequeña que sea, de que esté equivocada, de que el motivo por el que Bishop quiere que viaje a Sevilla es muy distinto a aquello que está imaginando. Pero no es tan ingenua como para creérselo además de desearlo. No es necesario que haya recibido ya el periodo de instrucción en Londres como para no pensar que va a poder eludir ir a Sevilla. Una coartada ha de ser creíble. Cuanto más, mejor. Es otra de las cosas que ha escuchado decir a Bishop cuando se han reunido en París. Y ella ya había pedido tres semanas de vacaciones en la academia con el único pretexto de viajar a España para visitar a la familia de Rubén durante las Navidades.
—Supongo que no me queda otro remedio que ir a conocer a la familia de Rubén.
—Es lo lógico, dadas las circunstancias. Las Navidades están a la vuelta de la esquina.
—Pero las relaciones entre Rubén y los suyos no eran todo lo buenas que cabría esperar. No estoy segura de que vaya a ser bien recibida.
Robert Bishop baja la cabeza un momento, se gira un poco, como si quisiera recrearse en la playa que parece que está tan cerca que podría incluso tocarla con la punta de los dedos si estirase el brazo un poco. Pero ella sabe que aprovecha el gesto para hacer un barrido visual y comprobar cuántas de las personas que estaban sentadas en la terraza cuando él llegó se han marchado ya o quiénes a los que no había visto antes se han sentado. Anna está segura de que ha contado a todos y cada uno de los que están en el restaurante. Es imposible. Bishop nunca se relajará. Forma parte de su naturaleza.
—Nadie dijo nunca que este trabajo fuese sencillo —le escucha decir Anna—. Quiero que vayas a Sevilla a visitar a la familia de Rubén. Hazte visible. Sal a la calle con ellos.
—No sé si querrán recibirme siquiera. Rubén no tenía ningún contacto con ellos desde que se marchó a París. Su padre no le perdonó su militancia comunista.
Ya no sigue hablando. El resto se lo calla. Lo demás prefiere guardárselo para sí. Tal vez lo mejor para Rubén hubiera sido hacer caso a su padre, tragarse sus ideas y haberse quedado en España, dar clases de latín en un instituto de Sevilla, una vida tranquila, sin sobresaltos, administrar el patrimonio familiar si él quería. Una vida regalada hubiera tenido si no hubiera sido tan cabezota, sin riesgos, un hijo ejemplar, como sus hermanas, y no la oveja negra de la familia.
Robert Bishop vuelve a mirarla con ese gesto condescendiente que le molesta tanto.
—Lo sabemos todo sobre la familia de Rubén. Por eso es importante que te dejes ver con ellos. Desde Sevilla tendrás que ir a recibir dos semanas de instrucción en Inglaterra, la verdadera finalidad de este viaje, pero la coartada para salir de Francia ha sido venir a Sevilla para visitar a la familia de Rubén, y eso es lo que vas a hacer.
Pero Anna no ha escuchado a Robert Bishop decir la última frase. Sigue pensando en que tal vez lo mejor que podría haber hecho Rubén en su vida fuese haber hecho caso a su padre, no haber salido de Sevilla. Pero, también, si no se hubiera marchado a París no la habría conocido a ella, aunque tampoco se lo habría llevado la Gestapo.
—¿Me has entendido, Anna? ¿Te has enterado de lo que te he dicho?
Ella asiente, aunque todavía su cabeza está muy lejos de allí.
—Iré —dice, por fin, mirando a Bishop, antes de coger el periódico y levantarse—. No te preocupes que haré lo que me pides.
Se aleja del café sin mirar atrás. Camina despacio Anna. Unos pocos minutos después se detiene a mirar la playa Zurriola, al otro lado de la ría. Es diciembre y apenas hay nadie, pero a ella le gustaría poder pasear cada día por ese lugar, los pies descalzos sobre la arena, si viviera en una ciudad como esta.
Abre el periódico por primera vez desde que sale de la terraza. El billete de tren es para dentro de cuatro horas. Le hubiera gustado quedarse más tiempo en San Sebastián, aunque hubiera sido un solo día. Tal vez volver hasta allí esa misma tarde y subir al monte Igueldo para ver la puesta de sol desde la cima. Pero tiene que coger un tren para hacer algo que le desagrada bastante. Y está segura de que esto en lo que se ha metido no ha hecho más que empezar. Visitar a los padres de Rubén es solo una de las muchas cosas incómodas que va a tener que hacer.
Esa mañana, cuando se vuelve y mira cómo el cielo se ensombrece tras la cima del monte Igueldo, Anna no puede imaginar todavía cómo va a ser capaz, de cuántas más cosas terribles le habrá de pedir Bishop porque es su obligación y porque se ha comprometido, y, lo que es peor, algo que no puede saber todavía, es que al final las llevará a cabo todas, punto por punto, a veces sin protestar siquiera.
Pasan los minutos y ya no se escuchan más que camiones que llegan desde el campo de prisioneros hasta la estación. Seguro que están llenando los otros vagones de presos también. Luego solo queda el silencio, y a medida que pasa el tiempo la luz que traspasa los tablones es cada vez más débil. Pero todavía es de día. Al menos eso es lo que parece cuando el tren arranca por fin. Algunos presos silban. Otros intentan aplaudir, pero no pueden en la estrechura del vagón.
—Al menos hoy no vamos a pasar frío.
—Sí, vamos a viajar calentitos, todos bien pegados, como si fuéramos novios.
El tren comienza su marcha, muy despacio. No sabría decir Rubén cuántos presos en total, pero unos cuantos vagones repletos como el suyo arrojarían un total de por lo menos mil presos en el convoy.
El viaje puede ser largo. Rubén cierra los ojos pero no puede dejar de escuchar las palabras del Kapo de Sandbostel que no tradujo a sus compañeros. No vais a volver a España. Van a llevaros a un campo de prisioneros donde muy pronto desearéis estar muertos. No sabe el destino del tren. Le cuesta respirar. Está en la mitad del vagón, cerca de una de las paredes, apoyado en la espalda enorme de Santiago pero demasiado lejos de una rendija. Se ahoga entre tantos compañeros, el aire viciado y las ventosidades inevitables por culpa de la tensión y del miedo. También tiene hambre, pero esta no es una sensación nueva. Lo peor es la sed, y Rubén se esfuerza en no pensar en el hambre y en la sed porque sabe que si no es capaz de soslayar el agujero del estómago y la sequedad de la boca el viaje será insoportable. Algunos compañeros han comentado que quizá, si es que no los llevan a España, su destino muy bien podría ser la frontera rusa, ahora que Hitler y Stalin han llegado a un acuerdo de no agresión. Santiago se lo ha preguntado a Rubén, apretados en el vagón, espalda contra espalda, sin poder girarse para verse la cara cuando hablan.
—¿Crees que nos llevarán a Rusia?
Rubén ha visto cómo le han adjudicado, a su pesar, el papel de intelectual del barracón, y ahora lo sigue siendo en el tren. Pero su opinión tiene un peso que le incomoda. Ha cargado con una responsabilidad que no le corresponde:
—Es posible —responde. Y se encogería de hombros si pudiese para subrayar su razonamiento—. Es posible. Rusia no es un mal sitio, a pesar de todo. Lo malo es que habrá que acostumbrarse al frío.
—Pero bueno —dice Santiago, firme, la cabeza rígida. Es tan alto que su coronilla casi toca el techo—. Al menos ya nos hemos ido acostumbrando al frío en el norte de Alemania. No creo que sea mucho peor en Rusia.
Rubén calla. Lo que les espera puede ser mucho peor. Según el Kapo va a ser mucho peor.
Es de madrugada cuando el tren se detiene. Los que han podido se han quedado dormidos, de pie, apoyados los unos en los otros.
—Deberíamos hacer turnos para descansar. Sentarse todos es imposible.
—Pero si ni siquiera podemos estar de pie.
—Podríamos hacerlo a ratos. Si nos apretamos un poco más contra la pared del vagón, una fila podría sentarse cinco minutos, y luego otra fila, y otra, y así sucesivamente.
—Eso, todos apretados mientras los otros se sientan.
—Probémoslo.
Rubén tiene la mala suerte de que su fila sea la que ha de esperar el último turno para poder sentarse. La espalda de Santiago lo protege de ser aplastado, pero arrinconado como está le sigue costando respirar. El espacio del vagón es el que es, y hay demasiados hombres dentro. No es el único que se ahoga. Son muchos, todos los que están en su fila.
—No puedo respirar —dice uno—. Que se pongan de pie los que se han sentado.
No hay espacio. Rubén no puede ver nada desde la pared, pero parece que los del otro extremo se levantan a pesar del cansancio. Están todos agotados. Todos. Los que se han sentado y los que no. Pero escuchan voces, alguno que protesta, uno que no quiere levantarse todavía. Les dice a sus compañeros que esperen, que aún no han pasado los cinco minutos que habían acordado.
—Dos minutos más —suplica, y en el vagón es como si estallase un terremoto. Los presos empujándose para coger un buen sitio, puñetazos a duras penas porque casi no se pueden estirar los brazos. Dura poco, por fortuna. El que no quería levantarse ha sido convencido a golpes. Luego todo el mundo se calla.
A Rubén se le ha ocurrido que el tren fuera a salirse de las vías por culpa de la pelea. A lo mejor, piensa, en todos los vagones está pasando lo mismo y el tren puede descarrilar de verdad. ¿Será eso mejor que llegar a su destino? ¿No será peor el infierno que les espera? Algunos de los presos todavía creen que los van a devolver a España. Muchos más están convencidos de que los van a entregar a los rusos. Y Rubén sigue callado. Mientras no diga nada piensa también que todavía es posible que las amenazas del Kapo de Sandbostel no sean ciertas, que aún no los lleven al infierno, que los hayan retenido en un campo de prisioneros del norte de Alemania para reagruparlos y más tarde llevarlos a todos en un tren hacia el sur, a la frontera con España, o que a lo mejor el tren se desviará luego hacia el este y el destino final sea Rusia. Se esfuerza en pensarlo Rubén, una forma de seguir vivo, de mantener la esperanza ahí dentro. España es mejor que el infierno adonde los mandan. Solo hay que aguantar. Aguantar un poco más. No tiene hambre. No hace frío. El aire es puro, como el de un olivar en invierno en España, y Rubén no está en el vagón, sino en París, junto a Anna. Cierra los ojos, apoya la cabeza en la espalda del gigante valenciano y tiene la sensación de haberse quedado dormido. Nunca se ha quedado dormido de pie. Ni siquiera sabe si eso es posible, dormir de pie, como los caballos. Pero tampoco nunca ha estado tan cansado en su vida. Y cuando pase el tiempo se acordará de este viaje, del agotamiento que siente ahora, y lo único que deseará será estar otra vez en ese tren, que no llegue nunca a su destino, que el infierno no empiece, mejor seguir en ese tren donde no se puede respirar, donde el único aire que le llega a los pulmones sea una mezcla de sudor, de ventosidades y de orines y de excrementos, porque algunos de sus compañeros no han podido evitar vaciarse el vientre o la vejiga encima.
Tantas horas en el tren que ya ni se acuerda. Desde por la mañana Rubén también tiene ganas de mear, de cagar no, por fortuna, porque hace muchas horas que no ha probado bocado. Pero de mear sí. Le duelen las ingles pero se resiste a hacérselo encima. Al menos mientras pueda. En uno de los rincones del vagón han acordado los presos habilitar la letrina, que no es más que un trozo de suelo donde cagar, mear o vomitar el que todavía tenga algo guardado dentro del estómago y no quiera esperar a hacer la digestión para soltarlo por abajo.