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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

El violinista de Mauthausen (18 page)

BOOK: El violinista de Mauthausen
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Apoya la espalda en las tablas del vagón, heladas pero ya ni siquiera las siente, y se da cuenta de que, además del frío, más fuerte incluso, lo que tiene también es mucho sueño, tan cansado está, tanto frío hace y tanto tiempo lleva sin comer ni beber que tal vez la única forma de descansar y de poder soslayar el sufrimiento sea abandonándose a un sueño profundo y no despertar, dejarse vencer por el cansancio y morirse de verdad o tal vez despertar cuando el tren haya llegado a su destino. Es como caer por un agujero, deslizarse por un tobogán, y lo más extraño es que resulta incluso agradable, dejarse llevar, caer hasta el fondo, abandonarse.

Ha cerrado los ojos, ha decidido que ya no puede luchar más, pero ahora siente unas voces que lo reclaman, unas manos que lo agarran y no lo dejan rendirse, caer por el abismo, descansar por fin. Poco a poco siente de nuevo el traqueteo del tren, el perezoso deslizarse del vagón por la vía, el frío inmisericorde que se cuela por los intersticios de las tablas. Abre los ojos, y otra vez es oscuridad lo único que alcanza a ver, pero sí escucha voces. No entiende muy bien lo que dicen, pero son voces en español, voces de sus compañeros, sin duda. Está rodeado de cadáveres helados pero, más allá de los muertos que lo circundan, el resto de sus compañeros está vivo, y él también, y lo están llamando. Todavía tarda unos segundos, adormecido de cansancio y de frío, en darse cuenta de lo que le están diciendo. No es no te mueras Rubén, no es aguanta camarada, resiste. No son palabras de ánimo las que escucha. La realidad acostumbra a ser siempre más prosaica de lo que uno desea, a veces es como una bofetada, y sus compañeros tienen una necesidad mucho más concreta y terrenal que la de salvarle la vida.

—Oye, tú, el del cubo —le dicen—. Pásalo para acá, que por aquí hay uno que se está cagando y en el suelo ya hay demasiada porquería.

Unas manos apartan los cadáveres que rodean a Rubén y hasta entonces no tiene espacio suficiente para darse la vuelta, coger el cubo y entregárselo a las manos que lo solicitan con urgencia, con cierta sorna incluso. Llega un momento en que cuando todo está perdido son las necesidades más básicas las únicas que importan. Comer, vivir, dormir, cosas que parecen imposibles en el tren, o un lugar donde poder cagar o mear sin tener que ensuciar, más todavía, el suelo del vagón de ganado donde los han metido.

Agarra el cubo Rubén, pero también aprovecha que lo tiene para colocarse en el hueco que le han abierto los otros presos, para apartarse de la parte más fría del vagón. Se abre paso entre los cadáveres para buscar un sitio mejor, sin soltar el cubo, como si fuera un salvoconducto, un cubo para hacer las necesidades, las manos agarrando el asa como si fuera un salvavidas, y de hecho, de algún modo lo es, su pasaporte a la vida.

—¡El cubo, coño! ¡Venga ya ese cubo!

Y ya no puede conservar el salvoconducto por más tiempo. Otro preso al que no puede verle la cara se lo ha quitado y ha levantado las manos para pasarlo hasta el rincón por encima de su cabeza. Rubén ya se había meado encima antes, y por fortuna no siente que lleve dentro nada sólido, para no tener que hacérselo encima o tener que llegar hasta la letrina improvisada. Después de haber entregado el cubo se da cuenta de que aún está lejos de Santiago. Espera que su amigo siga vivo.

Anna

Sola, en un tren que viaja al sur de Europa es el principio de una misión que no sabe adónde la va a llevar. Por lo visto, y aunque aún no ha recibido esas dos semanas de instrucción en Inglaterra sobre las que tanto le ha advertido Bishop, ya es una agente que trabaja para los aliados, y este viaje en tren hacia el sur de España, donde no ha estado nunca, tal vez forma parte también del entrenamiento, pero no puede estar segura. No puede estar segura de nada. Mirándolo bien, piensa Anna, la cabeza apoyada en el cristal a través del que mira el manto verde azulado de los olivos en Jaén, con algunas copas nevadas a lo lejos, seguro que el resultado de una helada tempranera, la situación para ella no deja de tener cierta extrañeza: parece estar ejerciendo de espía sin tener ni idea de cómo hacerlo para un hombre que, a su vez, trabaja para otros hombres de un país que, en el invierno de 1940, todavía permanece ajeno a la guerra que se libra en Europa.

De vez en cuando, Anna deja de mirar por la ventana y se entretiene imaginando las vidas de los pasajeros que la acompañan en el vagón. Lo hace con discreción, los mira como si no le interesase en realidad lo que están haciendo, como si estuviera de verdad aburrida de mirar por la ventana y los olivos de Andalucía se hubieran transformado de tanto verlos en un paraje tan rutinario que incluso había dejado de percibir que estaban ahí.

Tal vez alguna de las personas que viajan en el mismo vagón que ella, incluso en otro vagón, controla sus movimientos discretamente, y en cada parada se asoma para comprobar que no se baja antes de llegar a su destino, aprovechar que el tren se ha detenido para salir en el último momento y ella intenta darle esquinazo. O incluso podía ser alguien a quien Bishop le había encargado que la acompañase en el viaje aunque ella no estuviese enterada, para vigilar sus movimientos, para ayudarla si en algún momento era necesario.

El único entrenamiento que ha recibido han sido sus encuentros con Bishop y, cuando está sola en un tren que la lleva a visitar a los padres de Rubén, piensa que no es fácil pasar desapercibida. Hay momentos en los que la ansiedad se apodera de ella. De repente es como si todo el mundo estuviese mirándola, como si cada uno de los que viajan en el vagón supiera todo sobre su vida, que su nombre es Anna, Anna Cavour, que hace seis semanas aceptó trabajar para un hombre que se llamaba Robert Bishop, ayudarle a echar a los alemanes de París, y que ahora, antes de ir a Inglaterra para recibir instrucción como agente, tenía que viajar hasta el sur de España para encontrarse con la familia de Rubén, aunque no le parecía buena idea.

Pero, por fortuna, la ansiedad desaparece con la misma rapidez que se presenta, y Anna no tarda en distraerse de nuevo mirando el paisaje que se extiende al otro lado de la ventanilla. Lo mira y se acuerda de Rubén, como si acaso le faltasen motivos para hacerlo a cada instante. Piensa en las veces que él le había descrito con tanto detalle, como si su memoria fuera un álbum de fotografías, el mismo paisaje que lleva viendo ya durante muchos kilómetros, las montañas de Sierra Morena que quedaron atrás hace rato, la postal de olivares infinitos que atraviesa la provincia de Jaén.

Cuando llega a Sevilla ya es de noche. Han sido casi doce horas de tren mal contadas desde Madrid. No sin esfuerzo, Anna se traga el lamento de no haber venido hasta aquí con Rubén. Él no es muy dado a la nostalgia, pero ella había visto más de una vez cómo le brillaban los ojos cuando alguna vez le decía que llegaría el día, antes o después, en que cruzarían los dos la frontera y viajarían hacia el sur, a Sevilla. Hace dos meses se lo habría tomado a broma. Incluso se habría reído a carcajadas si alguien le hubiera dicho que antes de terminar el año ella viajaría sola a España para conocer a la familia de su prometido, sin haber sido invitada, porque un supuesto periodista norteamericano le había dicho que tenía que hacerlo. Su español no es perfecto, pero sí lo bastante correcto como para hacerse entender sin demasiados problemas. Tal vez por haber crecido utilizando al mismo tiempo dos idiomas, el francés y el alemán, aparte del inglés que había estudiado en París, no le había costado mucho hacerse con el duro, seco, y a ratos complicado idioma que había aprendido el tiempo que pasó con Rubén.

Aparte de unas luces que indican que falta muy poco para la Navidad, Sevilla en una noche de diciembre es una postal oscura. Solo hace veinte meses que ha terminado la guerra civil y las restricciones que padece el país son evidentes, mucho más a medida que se adentra en el sur que en San Sebastián o en Madrid. Sin embargo, a pesar de estar a mediados de diciembre, y aunque las temperaturas son bajas, el frío es mucho menos intenso y cortante que en París. Vuelve a acordarse de Rubén. No puede evitarlo. Dos años en París y aún no se había habituado al clima. Yo vengo del sur de España, decía, y no sé si me acostumbraré nunca. Piensa en él ahora, en un campo de prisioneros de Alemania, en cuánto estará sufriendo. Para animarse se dice que Rubén es fuerte, que a él no podrá ocurrirle nada malo, que aguantará hasta que los alemanes pierdan esta guerra. Porque Anna quiere creer que al final los alemanes serán derrotados, o que Bishop o las personas para las que ha empezado a trabajar harán lo posible para ayudar a Rubén a salir de donde está.

Firma con su nombre verdadero al registrarse en la pensión. Bishop le ha dicho que conviene que se deje ver, que procure dejar un rastro de su visita a la ciudad. La mejor coartada, le había insistido, es siempre la que resulta más creíble, la que nadie puede rebatir, la que incluso es verdad. No podría haber firmado con otro nombre, además, mientras no le proporcionaran una identidad impostada y unos documentos falsos. Esa era otra de las cosas que le había comentado Bishop que haría en Inglaterra, adoptar varias identidades inventadas. Pero ahora, su pasaporte verdadero, con su nombre y su foto, es lo único que tiene.

La pensión está a un paso de la catedral, pero es tan tarde y Anna está tan cansada que solo tiene fuerzas para tumbarse en la cama. Le gustaría deshacer la pequeña maleta, desnudarse, darse un baño caliente y dormir doce horas seguidas, pero no le apetece salir de la habitación y encerrarse en un cuarto de baño que no está muy limpio al otro lado del pasillo. No sabe cuántos clientes más hay en la pensión, si hay alguno siquiera, y tal vez no sea lo más recomendable meterse en una bañera tibia a media noche.

Trata de mantener los ojos abiertos. Se esfuerza en estirar los párpados, quiere escuchar cualquier ruido que le parezca extraño, pero es la primera noche que pasa en la pensión y no es posible que pueda compararlos con nada. Lo mismo este silencio es lo habitual. Nadie que abra o cierre la puerta, nadie que llame al timbre para preguntar por una habitación. Tal vez sea ella el único cliente, pero prefiere no quedarse dormida todavía. Cierra los ojos, pero enseguida los vuelve a abrir. Se pregunta cuánto tiempo se habrá quedado dormida. Tal vez solo unos segundos. El cuerpo no le responde. Es como si su cerebro se hubiera despertado mientras sus piernas y sus brazos todavía siguen dormidos. Mira de reojo la silla con la que ha apuntalado la puerta. Si alguien quiere entrar al menos se despertará y así tal vez tendrá una oportunidad de salvarse. Pero, ¿por qué he de preocuparme?, se pregunta, antes de rendirse al sueño, como si cayese en un pozo profundo del que no va a poder salir porque sabe que, tan adentro, por mucho que grite, nadie la podrá escuchar.

No soy más que una mujer que ha venido a esta ciudad para hacer una visita de cortesía a la familia de su novio. No soy una espía, al menos no todavía, se escucha decir, dormida ya. No es una espía, todavía no lo es. Ella no es más que Anna Cavour, francesa, de madre alemana, que hasta hace una semana trabajaba en la academia de madame Froissard en París.

Le cuesta a Anna esa mañana unos minutos tomar conciencia de dónde se encuentra. Estira el brazo, que se derrama al borde de la cama, tan estrecha, y se da la vuelta enseguida, como si temiera caer al vacío. El día se cuela a través de la cortina agujereada, una docena de pequeños haces de luz que se proyectan en la pared, puntos blancos en la sombra de la cal. Abre los ojos, no sin esfuerzo, porque los párpados le pesan tanto que cree que no va a poder abrirlos sin ayuda. Sin fuerzas todavía para levantarse, en la precaria oscuridad que le proporciona la cortina raída, distingue la silla inclinada que atranca la puerta. Se permite una sonrisa. No hace falta que haya recibido entrenamiento aún en Inglaterra para tomar precauciones. Está en Sevilla. Ya ha tomado conciencia de ello y se ha levantado, y esa mañana le va a tocar una tarea muy desagradable.

Media hora después sale de la pensión, gira a la derecha y, al atravesar la avenida donde está la catedral, se levanta las solapas del abrigo y se ajusta la bufanda. Es temprano todavía y hace bastante frío. La casa de la familia de Rubén se encuentra en dirección opuesta, cerca de la plaza de toros, pero es demasiado pronto, piensa, para hacer una visita. Recorre despacio la calle paralela a uno de los laterales de la catedral y gira a la derecha, en una plaza donde tiene la sensación de que, si pudiera estirar los brazos un poco, podría tocar al mismo tiempo la pared del palacio arzobispal y la Giralda. No le apetece mucho hacer turismo. Lo que tiene es prisa por marcharse a Inglaterra para recibir ese adiestramiento que Bishop dice que es tan importante y regresar a París. A veces piensa que Rubén puede regresar en cualquier momento y que ella no estará en casa. Es un pensamiento que procura evitar, pero le cuesta mucho, porque enseguida la ansiedad se apodera de ella. Rubén que regresa, como Lázaro resucitado, llama a la puerta de su casa y ella está muy lejos, y entonces deambula durante días por las calles de París. Nadie lo reconoce porque ha perdido mucho peso durante el tiempo que ha estado en prisión, su salud se ha resentido tanto que ya no es el mismo, y acaba marchándose de la ciudad para no volver jamás porque cree que ella lo ha abandonado.

Pero ahora, mientras espera, no le queda más remedio que pasear por la ciudad, dejarse ver junto a la catedral, la Giralda, recorrer las callejuelas estrechas del barrio de Santa Cruz. Camina despacio, procurando soslayar el deseo de que Rubén estuviese a su lado, guiándola por los rincones de los que tanto le había hablado en París.

Pasan más de diez minutos del mediodía cuando, después de caminar sin rumbo, ha llegado al río, a la misma embocadura del puente de Triana, donde Rubén le había contado que estuvo los primeros días de la guerra civil manifestándose junto a sus camaradas, los sindicalistas. Al otro lado del río, recuerda Anna de pronto, como una iluminación, que hay una taberna en la que Rubén acostumbraba a reunirse de vez en cuando para hablar de política con sus amigos, unos cuantos idealistas como él, gente de la más diversa procedencia, pero que comulgaban todos con los mismos ideales. Miguel Carmona, el jornalero de Almería que se había venido a Sevilla para trabajar en las obras de la Exposición del 29; Gordon Pinner, un inglés grandullón y pelirrojo que hablaba español tan bien como si se hubiera criado en el barrio del Arenal; Márquez, el dueño de la taberna, al que luego acabaron fusilando los primeros días del alzamiento; o Rosa, su viuda, que se había sobrepuesto a la tragedia y se había hecho cargo del negocio con una presencia de ánimo que Rubén nunca había dejado de admirar. Le había hablado tanto de aquellos amigos, que Anna no pudo evitar recordar sus nombres ahora y, aunque era la primera vez que visitaba Sevilla, sentía como si ya hubiera estado allí antes. Pero al final decide no cruzar el puente. Tal vez la taberna de la que le hablaba Rubén ya no exista si los fascistas fusilaron al dueño y, también, Anna sabe que en España no está bien visto que las mujeres frecuenten solas las tabernas. Y, además, ya es hora de cumplir la misión para la que ha venido hasta aquí.

BOOK: El violinista de Mauthausen
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