El violinista de Mauthausen (48 page)

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Authors: Andrés Domínguez Pérez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Romántico

BOOK: El violinista de Mauthausen
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—Si Rubén no hubiera estado allí para ayudarme, lo más seguro es que el cadáver que hubieras encontrado fuese el mío.

—Tenías que haberte quedado en el club.

—Si llego a quedarme, jamás hubiéramos encontrado a Franz Müller. Tenía que buscarlo por mi cuenta, y tenía que hacerlo sola. Y, aunque no me lo quieras reconocer, tú sabes perfectamente que, haciéndolo a mi manera, era la mejor manera de encontrarlo.

—Tenemos que esperar a que a Rubén lo juzgue un tribunal. Lo siento, pero no puedo hacer nada por él. La policía de Berlín nos lo ha entregado, y no podemos soltar a un sospechoso así como así.

—¿Puedes hacerte una idea de cuánto ha sufrido Rubén durante estos cinco años?

—Tienes que irte. Ya no tienes nada que hacer en Alemania.

—No me iré, Robert.

Bishop suspiró. A Anna nunca le había parecido que estuviera tan cansado como ahora.

—No puedes quedarte, Anna.

Anna negó, con energía, convencida de su argumento, inquebrantable en su decisión.

—Tengo que llevarme a Rubén conmigo. Sabes que no me iré sin él.

—Rubén está acusado de homicidio. Es un cargo muy grave.

—Escúchame, Robert.

Nunca la había visto el agente de la OSS hablarle en ese tono. Parecía que estaba a punto de suplicarle. Y, contra lo que había pensado alguna vez, con todas las fantasías incluso que había tenido con aquella mujer que ahora estaba sentada al otro lado de la mesa de su despacho, no disfrutaba con ello. Quizá, se preguntó Bishop antes de responder, disimulando que se acomodaba en el respaldo de la silla para ganar tiempo, se había ablandado, y en lugar de haber curtido su carácter después de seis años de guerra, al final se había vuelto un sentimental. Anna había seguido hablando, pero ahora sus palabras le llegaban como ralentizadas y con un poco de retraso.

—Escúchame, Robert —la escuchó decir de nuevo—. Durante todos estos años he hecho todo lo que me habéis pedido. Incluso he hecho mucho más de lo que habríais podido exigirme. Yo ya he cumplido con mi parte. Hasta he venido a Berlín para ayudarte a encontrar a Franz Müller. Habla con quien tengas que hablar, convence a quien tengas que convencer, pero, por favor, dejad libre a Rubén.

—Haré todo lo que pueda para que Rubén salga cuanto antes, y, si hay condena, que me temo que la habrá, que sea la menor posible. Trataré de mover algunos hilos. Pero ya no puedes seguir más tiempo aquí, Anna. Puede ser peligroso para ti. Y ahora hablemos de otra cosa. ¿Cuál ha sido la respuesta de Franz Müller?

Anna aún tenía la cabeza gacha, los ojos fijos en algún punto de la mesa, como si hubiera algo que le llamase tanto la atención que no pudiera apartar la vista, o estuviera tan perdida en sus pensamientos que ni siquiera había escuchado la pregunta.

—Anna… —insistió Bishop.

Lo miró y asintió, despacio, como si quisiera meditar bien las palabras antes de decirlas. Franz Müller. Ahí estaba la cuestión central. Y no era fácil responder a eso.

—Supongo que estará pensando lo que va a hacer. Ya sabe vuestro interés en convertirlo en ciudadano norteamericano. Como a Van Braun, me ha dicho.

A Bishop se le dibujó una mueca que lo mismo podía ser una sonrisa que un mohín de contrariedad.

—Como a Van Braun —repitió, y luego se quedó pensativo unos segundos—. Seguro que a él no le ha gustado mucho eso de que nos hayamos llevado a Van Braun sin preocuparnos demasiado por su pasado.

—¿Acaso habéis mostrado muchos escrúpulos? ¿Habéis escarbado en su vida? ¿Os habéis preocupado de buscar su número de afiliación al partido nazi?

—Anna, han sido muchos los científicos que se afiliaron al partido nazi para poder seguir trabajando.

—Todos no.

—Puede que Franz Müller también.

—Yo apostaría a que no. Y seguro que tú también, pero no me lo quieres reconocer. Los dos hemos terminado sabiendo de qué pasta está hecho Franz Müller.

—Han sido tiempos difíciles los que hemos vivido.

—Muy difíciles, para todos. Para Franz Müller también, pero sobre todo para Rubén.

—Tal vez también para Werner van Braun.

Anna enarcó las cejas, un gesto histriónico cargado de intención.

—¿Has estado en Dora, Robert? Seguro que si. Yo no he estado allí, pero Franz Müller sí, y me lo ha contado. Miles de esclavos trabajando para construir las bombas teledirigidas que lanzaban contra Inglaterra.

—Franz Müller pudo haber colaborado con nosotros hace mucho tiempo. Si lo hubiera hecho, estoy seguro de que su situación sería mucho más fácil ahora.

—O quizá estaría muerto.

—Es una posibilidad. Pero eso nunca se sabe.

—Pero no te olvides de que Franz Müller es alemán también. A lo mejor solo ha querido servir a su país.

Bishop asintió.

—Pero también hay que tener en cuenta que, si antes no quiso pasarse a nuestro lado, puede que tampoco quiera hacerlo ahora, y, lo que más me preocupa, que al final haya decidido entregar a los rusos todos sus secretos y su experiencia. Quién sabe, a lo mejor lo ha hecho ya.

Anna se encogió de hombros.

—Conociéndolo, yo no apostaría por ello. ¿Por qué no lo detienes y se lo preguntas directamente? En realidad, es la solución más sencilla, la más rápida. Vosotros no tenéis que dar cuentas a nadie de lo que hacéis. Lo raro es que no lo hayáis obligado a colaborar con vosotros. Mírame a mí. Me has chantajeado para traerme a Berlín, y hace dos años me convenciste para que me acostara con Franz Müller.

Una sombra cruzó por delante de los ojos de Robert Bishop. Bajó la cabeza, esperando que Anna no se diera cuenta.

—Si lo detenemos y nos lo llevamos a la fuerza, no podremos retenerlo por mucho tiempo. Puede que acabara montándose un escándalo y, después de todo, no hay nada que demuestre que Franz Müller haya sido un criminal de guerra.

—Tú sabes muy bien que no lo es.

—Eso nunca se sabe… Pero un escándalo no es lo que más nos conviene con los rusos. Ellos han detenido a varios científicos y otros se han pasado a sus filas porque les han ofrecido dinero, o por ese idealismo tan ingenuo que tienen muchos admiradores de la revolución bolchevique. Nosotros también nos hemos llevado a unos cuantos, pero la mayoría lo ha hecho por voluntad propia. Y también está el asunto de los científicos asesinados. Eso no debes olvidarlo. Y Franz Müller tampoco.

Anna asintió. No porque le gustase darle la razón a Robert Bishop, sino porque tampoco quería que a Franz Müller le pasase nada malo.

—Te irás mañana, Anna. A primera hora sale un avión hacia París. Ya está todo arreglado. Te doy mi palabra de que haré cuanto esté en mi mano por sacar a Rubén de donde está.

—¿Me rehabilitaréis y sacaréis a Rubén de donde está aunque Franz Müller no se pase a vuestro bando?

Bishop se encogió de hombros.

—Tú ya has hecho tu trabajo. Ya has cumplido con nosotros. Tu asunto de París lo arreglaremos sobre la marcha. Me encargaré personalmente de ello. Pierde cuidado. Lo de Rubén ha de seguir sus pasos, pero haré todo lo que pueda por devolvértelo a París cuanto antes, ya te lo he dicho.

—Tal vez él no quiera volver a París conmigo.

Bishop la miró, y aunque Anna no estuvo segura de si le quería decir algo, imaginó que detrás de esos ojos claros y de ese pelo castaño repeinado y ese gesto inamovible se agazapaba una sonrisa.

—Hablaré con él, Anna. Le explicaré que te presionamos para que entablases una relación sentimental con Franz Müller. Que si lo hiciste fue por ayudarnos, por ayudarlo a él sobre todo.

Anna bajó los ojos.

—Pero luego…

Bishop sacudió las manos, como si no quisiera escuchar nada más.

—Luego nada. Asunto zanjado. Los nazis se fueron de París. Tus amigos no sabían que habías estado trabajando en una misión para nosotros y por eso tuviste que irte de la ciudad, porque te pedimos que lo hicieras, para que continuaras al lado de Franz Müller y porque no era seguro que te quedaras en París mientras no se aclarase todo.

—Me gustaría ver a Rubén antes de irme.

Bishop asintió después de sopesar la petición un instante.

—De acuerdo. Lo arreglaré para que puedas verlo hoy.

Anna se levantó y, antes de salir de su despacho, miró por última vez al culpable de que su vida se hubiera complicado tanto después de haberlo conocido y haber aceptado trabajar para él y para sus jefes. Había pensado tantas veces en coger un cuchillo y rajarle la barriga y ahora se sorprendía al darse cuenta de que quizá nunca lo había pensado en serio, que, después de todo, lo único que quería era descargar su odio sobre él, culparlo de todos sus males cuando Bishop no era sino otra pieza en el tablero inmenso donde se estaba decidiendo el futuro del mundo. Era imposible saber cómo habría sido su vida si cinco años antes no hubiera aceptado trabajar para Robert Bishop. Seguramente no habría viajado a España para visitar a los padres de Rubén, y luego a Inglaterra para recibir un curso intensivo de entrenamiento, no se habría jugado la vida para alojar a pilotos aliados caídos en la Europa ocupada, ni se habría enamorado de un ingeniero alemán que no quería saber nada de la guerra ni de los nazis. Pero también era cierto, y era esto algo que no podía olvidar, porque era también lo que más le preocupaba, el asunto por el que no podía dejar de pelear, la última batalla, esperaba, que si ella no hubiera aceptado colaborar con la OSS ahora mismo Rubén no estaría entre rejas.

—Tienes que sacar a Rubén de ahí, Robert, como sea. Él no ha tenido nada que ver con esto. Es una víctima. Si ha viajado a Berlín ha sido solo para encontrarse conmigo. Y si ha matado a un sargento norteamericano ha sido para salvar mi vida. ¿No crees que ya ha sufrido bastante?

Bishop asintió.

—No me cabe duda. Es más. Creo que ninguno de los dos podemos imaginar lo que ha sufrido. Ahora te pido un poco de paciencia. Vuelve a París y déjalo en mi mano. Te prometo que Rubén volverá antes de lo que imaginas.

Anna asintió. No sabía si estrechar la mano de Robert Bishop, darle un beso o un abrazo. Habían sido cinco años, pero todo parecía haber llegado a su fin. Hacía seis meses que había terminado la guerra, y un año y medio antes los nazis se habían marchado de París, pero para Anna Cavour era como si la guerra no hubiese terminado hasta ahora, como si su vida fuese un reloj que llevase un retardo con respecto al mundo.

Bishop la acompañó a la puerta. El gesto serio, el mismo que ella estaba segura que le mostraría si la condenase a muerte o si le comunicase una mala noticia en lugar de decirle que todo había terminado.

El americano se había quedado al otro lado del umbral, como si temiese salir al pasillo porque allí ya no pudiera ser el agente sin sentimientos de la OSS que podía despedirse sin un gesto de cariño de la agente que le había servido durante tanto tiempo.

Así que, se dijo Anna, eso era todo, después de cinco años. Ni una palmada en la espalda. Ni una medalla. No es que le sorprendiese, pero así era Robert Bishop, como un autómata sin sentimientos, un funcionario eficaz que había puesto su talento al servicio de lo que le habían encomendado sus jefes y que se habría encargado de lo contrario con el mismo celo si se lo hubieran ordenado. Un peón sin sentimientos que manejaba las vidas de otros peones. A pesar de todo, ella confiaba en su palabra. Tenía que reconocer que Bishop siempre había cumplido lo que le había prometido.

—Tienes un Jeep esperándote abajo para llevarte a la prisión.

—¿Puedo decirle a Rubén que saldrá pronto?

Bishop bajó los ojos, y luego le sostuvo la mirada un momento antes de cerrar la puerta.

—Dile que haré cuanto esté en mi mano para que pueda volver a París lo antes posible.

Anna

Durante el trayecto hasta la prisión, Anna no dejaba de preguntarse qué podía decirle a un hombre que primero había abandonado a su suerte, luego traicionó, y, lo peor, lo que más le dolía reconocer, por último había terminado olvidando y ahora estaba detenido por intentar salvar su vida. Ni siquiera convencer a Franz Müller de que se entregase a los americanos en lugar de pasarse al lado soviético iba a conseguir salvar a Rubén.

Aunque el militar norteamericano hubiese intentado violarla, Anna estaba convencida de que un juez no se mostraría magnánimo al ver a Rubén, tan delgado, tan desvalido, un cadáver que se resiste a pasar al otro lado de la línea de la muerte, porque había una cosa que estaba clara: Rubén estaba vivo y el sargento Borgnine estaba muerto.

No era bastante con eso. Decirle a Rubén que un funcionario de los Estados Unidos haría cuanto estuviera en su mano para sacarlo de la prisión y devolverlo a París, le parecía poco menos que una broma de mal gusto. Pero no era esa la única razón por la que había venido a verlo. Cuando el Jeep aparcó en la puerta de la prisión, y el soldado comprobó su identidad.

Anna temió que fuera esa la última vez que iba a ver a Rubén, que, aunque Bishop pusiera todo su empeño en sacarlo de la cárcel y llevarlo de vuelta a París, él ya no querrá volver a encontrarse con ella, mirarla a los ojos como antes, besarle la raya del pelo. Aquella podía ser la última oportunidad que tendría de hablar con él y no quería desperdiciarla. Había muchas cosas que quería contarle.

Un soldado la acompañó mientras atravesaba un patio y la condujo a través de una de las puertas hasta un sótano en el que tuvo que firmar un papel que le presentó otro militar que estaba sentado a una mesa que prologaba el pasillo donde ya se podían ver algunas celdas.

—Rubén Castro —dijo el guardia con un fuerte acento norteamericano que a Anna no dejó de extrañarle al escuchar el nombre del que fue su prometido—. Tercera celda a la izquierda.

Anna asintió. Le entregó al soldado su bolso y su abrigo y tomó aire antes de adentrarse en el pasillo. Era la tercera celda, pero caminaba despacio. Tenía que aprovechar al máximo ese momento que iba a estar con Rubén, exprimir el tiempo, que las palabras que le dijese sirvieran de algo. Que dejasen libre a Rubén al cabo de unos días o de unas semanas no significaba que él fuera a buscarla a París para reanudar sus vidas juntos.

Durante el corto trayecto hasta la celda, Anna se había preparado para encontrárselo tumbado, acurrucado en el catre, tal vez en una posición precaria, encogido como un pajarillo asustado al que han encerrado en una jaula, y no quería mirarlo con lástima, puesto que ella había ido a verlo también para darle ánimos, para decirle que pronto saldría de allí.

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