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Authors: Desmond Morris

Tags: #GusiX, Ensayo, Ciencia

El zoo humano (18 page)

BOOK: El zoo humano
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Por supuesto, estas cifras son sólo aproximativas, pero dan una idea del cuadro general. No pueden ser exactas porque, como he explicado antes, la característica de una subespecie es que se mezcla con sus vecinas en los lugares donde confinan sus respectivas zonas. En el caso de la especie humana, ha surgido una complicación adicional como resultado de la incrementada eficacia de los medios de transporte. Ha habido una enorme cantidad de migraciones y desplazamientos por parte de poblaciones subespecíficas, de tal modo que en muchas regiones se han producido complejas mezclas y ha tenido lugar un ulterior proceso de fusión. Esto ha ocurrido a pesar de la formación de antagonismos entre grupos propios y grupos extraños y a los abundantes derramamientos de sangre, porque, naturalmente, las diferentes subespecies aún pueden reproducirse entre sí plena y eficientemente.

Si las diversas subespecies humanas hubieran permanecido geográficamente separadas durante un período más largo de tiempo, podrían muy bien haberse escindido en especies distintas, cada una de ellas físicamente adaptada a sus especiales condiciones climatológicas y ambientales. Ese era el rumbo que tomaban las cosas. Pero el control técnico, cada vez más eficaz, del hombre sobre su medio ambiente físico, aliado con su gran movilidad, ha hecho absurdo este rumbo evolucionista. Los climas fríos han sido dominados con toda clase de medios, desde las ropas y las hogueras de leña hasta la calefacción central, los climas cálidos han sido suavizados por la refrigeración y el aire acondicionado. El hecho, por ejemplo, de que un negro tenga más glándulas sudoríparas que un caucasoide está rápidamente dejando de tener un significado de adaptación.

Con el tiempo, es inevitable que las diferencias entre las subespecies, los «caracteres raciales», se mezclen completamente y desaparezcan por entero. Nuestros lejanos sucesores contemplarán maravillados las viejas fotografías de sus extraordinarios antepasados. Por desgracia, esto tardará mucho tiempo, debido al uso irracional de estos caracteres como emblemas de mutua hostilidad. La única esperanza de acelerar este apreciable y, en definitiva, inevitable proceso de fusión sería la obediencia internacional a una nueva ley que prohibiese la procreación con un miembro de la propia subespecie. Dado que esto es pura fantasía, la solución en que debemos confiar consiste en una forma crecientemente racional de abordar lo que hasta ahora ha sido un tema inmensamente emocional. La idea de que esta solución llegará con facilidad puede ser refutada con un breve estudio de los increíbles extremos de irracionalidad que han prevalecido en tantas ocasiones. Bastará con considerar un solo ejemplo: las repercusiones del tráfico de esclavos negros a América.

Entre los siglos XVI y XIX, fueron capturados en África y enviados como esclavos a América un total de casi quince millones de negros. No había nada nuevo en la esclavitud, pero la escala de la operación y el hecho de que fuera llevada a cabo por supertribus que profesaban la fe cristiana le daba un carácter de excepción. Requería una especial actitud mental, una actitud que sólo podía derivar de una reacción a las diferencias físicas existentes entre las subespecies afectadas. Sólo podía realizarse si los negros africanos eran considerados virtualmente como una nueva forma de animal doméstico.

No había empezado así. Los primeros viajeros que penetraron en África quedaron asombrados de la grandeza y la organización del imperio negro. Había grandes ciudades, sabiduría y enseñanza, una compleja administración y considerable riqueza. Aún hoy esto le resulta difícil de creer a mucha gente.

Quedan muy pocas pruebas de ello, y persiste con demasiada eficacia la imagen propagandística del negro desnudo, indolente y feroz. Se pasa por alto con demasiada facilidad el esplendor de los bronces de Benin.

Los primeros informes de la civilización negra han sido cómodamente ocultados y olvidados.

Echemos un solo vistazo a una antigua ciudad negra del África Occidental, tal como fue vista hace más de tres siglos y medio por un viajero holandés. Éste escribió así:

La ciudad parece ser muy grande; al llegar a ella se entra por una calle ancha…, siete u ocho veces más ancha que la calle Warmoes de Amsterdam… Se ven muchas calles a los lados, que también avanzan en línea recta… Las casas de la ciudad se alinean en buen orden, una junto a otra y a la misma altura, como las casas de Holanda… El palacio del rey es muy grande, con numerosos patios rodeados de galerías… Me interné tanto dentro del palacio, que atravesé más de cuatro de estos patios, y siempre que miraba aún veía puertas y más puertas que conducían a otros lugares…

Esto no se parece en nada a un poblado de toscas chozas de barro. Y tampoco podrían ser descritos los habitantes de estas antiguas civilizaciones del África Occidental como feroces salvajes con la lanza siempre en la mano. Ya a mediados del siglo XIV, un ilustrado visitante hacía notar la comodidad del viaje y la facilidad para encontrar alimento y buenos alojamientos para pasar la noche. Comentaba: «Hay una completa seguridad en su país. Ni el viajero ni el habitante tienen nada que temer de ladrones u hombres violentos».

Tras los primeros viajeros, los contactos posteriores se convirtieron rápidamente en explotación comercial. Mientras los «salvajes» eran atacados, saqueados, sojuzgados y exportados, su civilización se desmoronaba. Los restos de su destrozado mundo empezaron a encajar en la imagen de una raza bárbara y desorganizada. Los informes eran ya más frecuentes y no dejaban lugar a duda respecto a la inferioridad de la civilización negroide. Se pasó convenientemente por alto el hecho de que esta inferioridad se debía inicialmente a la brutalidad y la codicia blancas. En su lugar, la conciencia encontró más cómodo aceptar la idea de que la piel negra (y las otras inferioridades físicas) representaban signos exteriores de inferioridades mentales. Todo fue entonces simple cuestión de argüir que la civilización era inferior porque los negros eran mentalmente inferiores, y no por otra razón. Si esto era así, entonces la explotación no implicaba degradación, porque la raza estaba ya inherentemente degradada. Al propagarse la «prueba» de que los negros eran poco mejores que animales, la conciencia pudo descansar.

Aún no había hecho su aparición en escena la teoría darwiniana de la evolución. Había dos actitudes respecto a la existencia de humanos negroides: la monogenista y la poligenista. Los monogenistas sostenían que todos los tipos de hombres habían surgido de la misma fuente original, pero que los negros habían sufrido hacía tiempo una grave decadencia física y moral, por lo que la esclavitud era el destino adecuado para ellos. A mediados del siglo pasado, un americano explicó con toda claridad la posición:

El negro es una notable variedad, y en la actualidad estable, como las numerosas variedades de animales domésticos. El negro continuará siendo lo que es, a menos que su forma sea alterada en virtud del cruce de razas, la simple idea de lo cual resulta repugnante; su inteligencia es muy inferior a la de los caucasianos, y, en consecuencia, por todo lo que sabemos de él, es incapaz de gobernarse a sí mismo. Ha sido colocado bajo nuestra protección. La justificación de la esclavitud está contenida en la Escritura… Ésta determina los deberes de amos y esclavos… Podemos, efectivamente, defender nuestras instituciones basándonos en la palabra de Dios.

Con estas palabras vituperaba a los primeros reformadores cristianos. ¿Cómo atreverse a ir contra la Biblia?

Esta manifestación, realizada varios siglos después del comienzo de la explotación, muestra con claridad cuan completamente había sido suprimido el primitivo conocimiento de la antigua civilización de los negros africanos. Si no hubiera sido suprimido, la mentira del «incapaz de gobernarse a sí mismo» habría quedado al descubierto, y todo el argumento, toda la justificación, se habría derrumbado.

Frente a los monogenistas estaban los poligenistas. Sostenían que cada «raza» había sido creada separadamente, cada una con sus propias peculiaridades, sus fortalezas y sus debilidades. Algunos poligenistas creían en la existencia de hasta quince especies diferentes de hombres en el mundo. Decían en favor del negro:

La doctrina poligenista asigna a las razas inferiores de la Humanidad un puesto más honorable que la doctrina opuesta. Ser inferior a otro hombre, ya sea en inteligencia, vigor o belleza, no es una condición humillante. Por él contrario, podría uno avergonzarse de haber sufrido una degradación moral o física si hubiera descendido en la escala de los seres y perdido categoría en la Creación.

También esto fue escrito a mediados del siglo XIX. Pese a la diferencia de actitud, la tesis poligenista acepta automáticamente la idea de las inferioridades raciales. En cualquiera de ambos casos, los negros salían perdiendo.

Aun después de que se les concediera a los esclavos su libertad oficial, las viejas actitudes continuaron persistiendo de una forma u otra. Si los negros no hubieran sido marcados con sus «emblemas» físicos de grupo extraño, habrían sido rápidamente asimilados en su nueva supertribu. Pero su aspecto los mantuvo aparte, y los viejos prejuicios pudieron subsistir.

La primitiva mentira —que su cultura había sido siempre inferior y que, por consiguiente, ellos eran inferiores— acechaba todavía en el fondo de nuestras mentes blancas. Condicionaba su comportamiento y continuaba agravando las relaciones. Ejercía su influjo aun en los hombres más inteligentes e ilustrados.

Seguía creando un resentimiento negro, un resentimiento que estaba ya respaldado por la libertad social oficial. El resultado era inevitable. Puesto que su inferioridad era sólo un mito, inventado mediante la deformación de la Historia, el negro americano dejó, lógicamente, en cuanto habían sido eliminadas las cadenas, de seguir comportándose como si fuese inferior. Empezó a rebelarse. Exigió, además de igualdad oficial, igualdad real.

Sus esfuerzos fueron acogidos con respuestas sorprendentemente irracionales y violentas. Las cadenas reales fueron sustituidas por otras invisibles. Se amontonaron sobre él segregaciones, discriminaciones y degradaciones sociales. Esto había sido anticipado ya por los primitivos reformadores, y, en cierto momento del siglo pasado, se sugirió seriamente que toda la población negra americana fuera «generosamente recompensada» por sus penalidades y devuelta a su África nativa. Pero la repatriación difícilmente les habría devuelto a su originaria condición civilizada. Aquello había quedado destruido hacía tiempo. No había retorno posible. El daño estaba hecho. Se quedaron e intentaron cobrarse lo que se les debía. Después de repetidas frustraciones, empezaron a perder la paciencia, y durante el último medio siglo sus revueltas no sólo han persistido, sino que han cobrado mayor vigor. Su número se ha elevado hasta cerca de los veinte millones de personas. Constituyen una fuerza con la que hay que contar, y los extremistas negros se han lanzado ahora a una política, no de simple igualdad, sino de dominación negra.

Parece inminente una segunda guerra civil americana.

Los americanos blancos reflexivos luchan desesperadamente para superar este prejuicio, pero los crueles adoctrinamientos de la infancia son difíciles de olvidar. Surge entonces una nueva clase de prejuicio, un insidioso prejuicio de supercompensación. La culpabilidad produce un exceso de amistad y de asistencia que crea una relación tan falsa como aquella a la que sustituye. Sigue sin tratar a los negros como individuos. Persiste en considerarlos como miembros de un grupo extraño. El fallo fue claramente puesto de relieve por un actor negro americano que, siendo aplaudido con desmedido entusiasmo por un público de blancos, los increpó señalando que se sentirían en ridículo si él resultase ser un hombre blanco que se hubiera ennegrecido la cara.

Hasta que las subespecies humanas dejen de tratar a otras subespecies humanas como si sus diferencias físicas denotasen alguna especie de diferencia mental, y hasta que dejen de reaccionar ante el color de la piel como si éste fuese portado deliberadamente como emblema de un grupo extraño hostil, continuará habiendo estériles y absurdos derramamientos de sangre. No estoy afirmando que pueda haber una fraternidad mundial de hombres. Esto es un ingenuo y utópico sueño. El hombre es un animal tribal, y las grandes supertribus estarán siempre en competición unas con otras. En las sociedades bien organizadas, estas luchas adoptarán la forma de una saludable y estimulante competencia y los agresivos rituales del deporte y del tráfico comercial, ayudando a impedir que las comunidades se estanquen y se tornen repetitivas. La agresividad natural de los hombres no llegará a ser excesiva. Adoptará la aceptable forma de la autoafirmación. Sólo cuando las presiones sean demasiado fuertes, estallará en violencia.

En cualquiera de ambos niveles de agresión —el afirmativo o el violento—, los grupos propios y extraños ordinarios (no raciales) se enfrentarán mutuamente, cada uno en sus propias condiciones. Los individuos afectados no estarán allí por accidente. Pero la situación es completamente distinta para el individuo que, a causa del color de su piel, se encuentra a sí mismo accidental, permanente e inevitablemente atrapado dentro de un grupo determinado. No puede decidir ingresar en un grupo de subespecie ni abandonarlo. Sin embargo, es tratado igual que si se hubiera hecho miembro de un club o hubiese ingresado en un Ejército. La única esperanza para el futuro, como he dicho, estriba en que la mezcla a escala mundial de las subespecies originaria y geográficamente distintas, que se ha ido efectuando progresivamente, conduzca a una fusión cada vez mayor de características y se desvanezcan así las diferencias ostensiblemente visibles. Entretanto, la perpetua necesidad de grupos extraños en los que pueda desahogarse la agresión del grupo propio continuará confundiendo la cuestión y atribuirá injustificados papeles a subespecies ajenas. Nuestras emociones irracionales nos impiden hacer las debidas distinciones; sólo nos ayudará la imposición de nuestra inteligencia racional y lógica.

He elegido el ejemplo del dilema negro americano porque es particularmente apropiado en el momento presente. Por desgracia no hay en él nada insólito. La misma pauta de conducta se ha repetido en toda la extensión del Globo desde que el animal humano se hizo realmente móvil. Se han propagado extraordinarias irracionalidades incluso donde no había diferencias de subespecie que avivaran las llamas y las mantuvieran encendidas. Constantemente está produciéndose el error fundamental de dar por supuesto que un miembro de otro grupo debe poseer ciertos especiales rasgos característicos heredados, típicos de su grupo. Si lleva un uniforme diferente, habla un idioma distinto o practica una religión distinta, se da ilógicamente por supuesto que tiene también una personalidad biológicamente diferente. Se dice que los alemanes son laboriosos y obsesivamente metódicos; los italianos, acaloradamente emocionales; los americanos, expansivos y extrovertidos; los ingleses, envarados y retraídos; los chinos, astutos e inescrutables; los españoles, altivos y orgullosos; los suecos, blandos y pacíficos; los franceses, quisquillosos y discutidores, etc.

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