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Authors: Desmond Morris

Tags: #GusiX, Ensayo, Ciencia

El zoo humano (19 page)

BOOK: El zoo humano
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Aun como valoraciones superficiales de caracteres nacionales adquiridos, estas generalizaciones no pasan de ser toscas supersimplificaciones, pero son llevadas mucho más lejos: son aceptadas por muchas personas como características innatas de los grupos extraños de que se trata. Se cree de verdad que, en cierto modo, las «razas» han llegado a diferenciarse, que se ha producido algún cambio genético, pero esto no es más que el ilógico pensamiento, basado puramente en los deseos, de la tendencia a la formación de grupos propios. Confucio lo expresó perfectamente, hace más de dos mil años, cuando dijo:

«Las naturalezas de los hombres son idénticas; son sus costumbres lo que los separan». Pero las costumbres, que son meras tradiciones culturales, pueden ser cambiadas fácilmente, y el impulso de formación de grupos propios espera algo más permanente, más básico, que sitúe a «ellos» aparte de «nosotros». Como somos una especie ingeniosa, si no podemos encontrar tales diferencias no vacilamos en inventarlas. Con asombroso aplomo, pasamos alegremente por alto el hecho de que casi todas las naciones que he mencionado antes son complejas mezclas de una colección de agrupaciones primitivas, repetidamente cruzadas entre sí. Pero la lógica no tiene aquí nada que hacer.

Toda la especie humana tiene en común una amplia gama de módulos básicos de comportamiento.

Las similitudes fundamentales entre un hombre cualquiera y otro son enormes. Una de ellas, paradójicamente, es la tendencia a formar grupos propios distintos y a sentir que uno es muy diferente de los miembros de los otros grupos. Este sentimiento es tan fuerte que la idea que he expresado en este capítulo no goza de popularidad. La evidencia biológica, sin embargo, es abrumadora, y cuando antes sea tenida en cuenta más tolerantes podemos esperar llegar a ser en nuestras relaciones entre grupos.

Otra de nuestras características biológicas, como ya he destacado, es nuestra inventiva. Es inevitable que estemos probando constantemente nuevas formas de expresarnos a nosotros mismos, y que esas nuevas formas difieran de un grupo a otro y de una época a otra. Pero éstas son propiedades superficiales, que se ganan y se pierden con facilidad. Pueden aparecer y desaparecer en una generación, mientras que se necesitan cientos de miles de años para desarrollar una nueva especie como la nuestra y para construir sus características biológicas básicas. La civilización sólo tiene una antigüedad de diez mil años. Somos, fundamentalmente, los mismos animales que nuestros antepasados cazadores. Todos nosotros, absolutamente todos, independientemente de nuestra nacionalidad, hemos salido de ese tronco.

Todos poseemos las mismas propiedades genéticas básicas. Todos somos monos desnudos bajo la extraordinaria variedad de los vestidos que hemos adoptado. No está de más que recordemos esto cuando empezamos a practicar nuestros juegos de formación de grupos propios, y cuando, bajo las tremendas presiones de la vida supertribal, empiezan a escapar a nuestro control y nos encontramos a punto de derramar la sangre de personas que, por debajo de la superficie, son exactamente iguales a nosotros.

Una vez dicho esto, me queda, no obstante, una sensación de desasosiego. La razón no es difícil de hallar. Por una parte, he señalado que el impulso de formación de grupos propios es ilógico e irracional, por otra, he puesto de relieve que las condiciones existentes son tan propicias para una contienda entre grupos que nuestra única esperanza estriba en aplicar un control racional e inteligente. Podría alegarse que me estoy mostrando excesivamente optimista al propugnar el control racional de lo profundamente irracional. Quizá no es pedir demasiado que los procesos racionales sean incorporados como una ayuda para la resolución del problema, pero dadas las actuales evidencias, parece haber pocas esperanzas de que ellos solos sean suficientes para resolverlo. Basta observar al más intelectual de los manifestantes golpeando las cabezas de los policías con pancartas en las que se lee «poned fin a esta violencia», o escuchar a los políticos más brillantes defender la guerra «para asegurar la paz», para comprender que, en estas materias, el control racional posee una cualidad evasiva. Se necesita algo más. Debemos atacar de raíz las condiciones a que antes he aludido y que nos están empujando tan eficazmente a la violencia entre grupos.

Ya he examinado esas condiciones, pero será útil resumirlas brevemente. Son las siguientes:

1. El desarrollo de territorios humanos fijos.

2. El crecimiento de las tribus hasta que se conviertan en superpobladas supertribus.

3. La invención de armas que matan a distancia.

4. El alejamiento de los dirigentes de la primera línea de combate.

5. La creación de una clase especializada cuyos miembros tienen por profesión matar.

6. El desarrollo de desigualdades tecnológicas entre los grupos.

7. El incremento de frustrada agresión de status dentro de los grupos.

8. Las demandas de las rivalidades de status entre grupos de los dirigentes.

9. La pérdida de la personalidad social dentro de las supertribus.

10. La explotación del impulso cooperativo a ayudar a los amigos víctimas de un ataque.

La única condición que he omitido deliberadamente en esta lista es el desarrollo de ideologías diferentes. Como zoólogo que considera al hombre como animal, me resulta difícil en el contexto presente tomar en serio tales diferencias. Si se valora la situación entre grupos en términos de comportamiento real, más que de verbalizada teorización, las diferencias de ideología se tornan insignificantes comparadas con las condiciones más fundamentales. Son, simplemente, las excusas desesperadamente buscadas para suministrar altisonantes razones que justifiquen la destrucción de millares de vidas humanas.

Examinando la lista de los diez factores más realistas, es difícil ver por dónde puede uno empezar a buscar una mejora de la situación. Tomados en conjunto, parecen ofrecer una garantía absoluta de que el hombre seguirá siempre estando en guerra con el hombre.

Recordando que he descrito el estado actual como el de un zoo humano, quizá podamos extraer alguna enseñanza contemplando el interior de las jaulas de un zoo animal. Ya he señalado que los animales salvajes, situados en sus ambientes naturales, no matan habitualmente a grandes cantidades de seres de su propia clase; pero, ¿y los ejemplares enjaulados? ¿Hay matanzas en la jaula de los monos, linchamientos en la jaula de los leones, encarnizadas batallas en la jaula de las aves? La respuesta, con evidentes atenuaciones, es afirmativa. Las luchas de status entre miembros establecidos de grupos excesivamente poblados de animales de zoo son bastante malas, pero, como todo empleado de zoo sabe, la situación es peor aún cuando se intenta introducir recién llegados en un grupo de éstos. Existe gran peligro de que los forasteros sean masivamente atacados e incansablemente perseguidos. Son tratados como miembros invasores de un grupo extraño hostil. Poco pueden hacer para contener el asalto. Aunque se acurruquen discretamente en un rincón, en vez de pavonearse en medio de la jaula, son, no obstante, acosados y atacados.

Esto no sucede en todos los casos; en los lugares donde es más frecuente, las especies afectadas suelen ser las que padecen el más antinatural grado de penuria de espacio. Si los establecidos dueños de la jaula disponen de sitio más que suficiente, tal vez ataquen inicialmente a los recién llegados y los expulsen de los lugares preferidos, pero no continuarán persiguiéndolos con excesiva violencia. Por fin, se permite a los forasteros fijar su asentamiento en alguna otra parte del recinto. Si el espacio es demasiado pequeño, esta estabilización de las relaciones puede no llegar nunca a desarrollarse, e, inevitablemente, se produce derramamiento de sangre.

Esto se puede demostrar experimentalmente. Los gasterosteos son pequeños peces que en la época de cría ocupan territorios. El macho construye un nido en las plantas acuáticas y defiende la zona circundante contra otros machos de la especie. Solitario en este caso, un solo macho representa el «grupo propio», y cada uno de sus rivales poseedores de territorio representa un «grupo extraño». En condiciones naturales, en un río u otra corriente de agua, cada macho tiene espacio suficiente, de modo que los encuentros hostiles con rivales suelen reducirse a amenazas y contraamenazas. Las batallas prolongadas son raras. Si se estimula a dos machos para que construyan nidos, cada uno a un extremo de un tanque de acuario, entonces, como en la Naturaleza, se hacen frente y se amenazan mutuamente en una línea fronteriza situada, más o menos, en la mitad del tanque. No ocurre nada más. Sin embargo, si las plantas acuáticas en que han anidado han sido colocadas experimentalmente en pequeños tiestos movibles, el experimentador puede aproximar entre sí estos tiestos y reducir artificialmente las dimensiones de los territorios. Al ir siendo acercados los tiestos uno a otro, los dos propietarios de terreno intensifican sus manifestaciones de amenaza. Por fin, el sistema de amenazas y contraamenazas ritualizadas se derrumba, y estalla el combate. Los machos se muerden y desgarran incansable y mutuamente las aletas, olvidados sus deberes de construcción del nido y convertido súbitamente su mundo en un torbellino de violencia y crueldad. Sin embargo, en cuanto los tiestos en que están formados sus nidos vuelven a ser separados, retorna la paz y el campo de batalla se convierte de nuevo en escenario de ritualizadas e inofensivas manifestaciones de amenaza.

La lección es bastante clara: cuando las pequeñas tribus humanas del hombre primitivo se ampliaron hasta adquirir proporciones supertribales, estábamos, en efecto, realizando en nosotros mismos el experimento de los gasterosteos, y con muy semejante resultado. Si el zoo humano tiene que aprender del zoo animal, entonces ésta es la segunda condición a la que debemos prestar particular atención.

Contemplado con los ojos brutalmente objetivos de un ecólogo animal, el comportamiento de una especie superpoblada es un mecanismo autolimitador de adaptación. Se le podría describir como cruel para el individuo a fin de ser bueno para la especie. Cada tipo de animal tiene su propio y particular «techo» de población. Si el número de seres se eleva por encima de este nivel, interviene alguna especie de actividad letal, y el número vuelve a descender. Por un momento, vale la pena considerar a esta luz la violencia humana.

Tal vez parezca despiadado expresarlo de esta manera, pero es casi como si, desde el momento mismo en que comenzamos a convertirnos en especie superpoblada, hubiéramos estado buscando con frenesí un medio de corregir esta situación y reducir nuestro número a un nivel biológico más adecuado.

Éste no ha sido limitado procediendo simplemente a matanzas masivas bajo la forma de guerras, disturbios, revueltas y rebeliones. Nuestro ingenio no ha conocido límites. En el pasado, hemos introducido toda una galaxia de factores autolimitadores. Las sociedades primitivas, cuando comenzaron a experimentar el fenómeno de la superpoblación, emplearon prácticas tales como el infanticidio, el sacrificio humano, la mutilación, la caza de cabezas, el canibalismo y toda clase de complicados tabúes sexuales. Desde luego, éstos no eran sistemas deliberadamente planeados de control de la población, pero contribuyeron, no obstante, a controlar el desarrollo de la población. Sin embargo, no consiguieron frenar por completo el continuo incremento del número de humanos.

Con el avance de las tecnologías, la vida humana se vio más fuertemente protegida, y estas primitivas prácticas fueron siendo suprimidas. Al mismo tiempo, la enfermedad, la sequía y la inanición fueron sometidas a un intenso ataque. Cuando las poblaciones comenzaron a crecer, hicieron su aparición en escena nuevos expedientes autolimitadores. Al desvanecerse los viejos tabúes sexuales, emergieron nuevas y extrañas filosofías sexuales que producían el efecto de reducir la fecundidad del grupo, proliferaron neurosis y psicosis que dificultaban la procreación; se propagaron ciertas prácticas sexuales, tales como la anticoncepción, la masturbación, la cópula oral y anal, la homosexualidad, el fetichismo y la bestialidad, que proporcionaban la consumación sexual sin el riesgo de la fertilización. La esclavitud, el encarcelamiento, la castración y el celibato voluntario desempeñaron también su papel.

Además, poníamos fin a las vidas individuales mediante el aborto generalizado, el homicidio, la ejecución de criminales, asesinato, suicidio, duelo y la práctica deliberada de pasatiempos y deportes peligrosos y potencialmente letales.

Todas estas medidas han servido para eliminar de nuestras abarrotadas poblaciones grandes cantidades de seres humanos, ya sea impidiendo la fertilización, o practicando el exterminio. Reunidas de esta manera, constituyen una lista formidable. Sin embargo, en último término, han resultado ser, aun combinadas con la guerra masiva y la rebelión, desesperadamente ineficaces. La especie humana ha sobrevivido a todas ellas y ha persistido en reproducirse a un ritmo cada vez más elevado.

Durante años, se ha manifestado una obstinada resistencia a interpretar estas tendencias como indicaciones de que en nuestro nivel de población hay algo biológicamente defectuoso. Hemos rehusado, con pertinacia, tomarlas como señales de peligro que nos advierten que nos encaminamos a un gran desastre evolutivo. Se ha hecho todo lo posible para proscribir estas prácticas y para proteger el derecho a la procreación y a la vida de todos los individuos humanos. Entonces, como los grupos de animales humanos han crecido hasta proporciones cada vez más incontrolables, hemos aplicado nuestro ingenio a desarrollar tecnologías que ayuden a hacer soportables estas antinaturales condiciones sociales.

Con cada día que pasa (añadiendo otros 150.000 seres a la población mundial), la lucha se hace más difícil. Si persiste la actitud actual, no tardará en hacerse imposible. Acabará llegando algo que acarreará una reducción de nuestro nivel de población. Quizá sea una exaltada inestabilidad mental que conducirá a la temeraria utilización de armas de incontrolable potencia. Quizá sea la creciente polución química, o la rápida difusión de enfermedades con la intensidad de una plaga. Tenemos una alternativa: podemos dejar las cosas al azar, o podemos tratar de influir en la situación. Si seguimos la primera línea de conducta, entonces existe el peligro, muy real, de que, cuando un importante factor de control de la población irrumpa a través de nuestras defensas y comience a operar, sea como el derrumbamiento del dique de una presa que arrase toda nuestra civilización. Si adoptamos la segunda línea de conducta, tal vez podamos conjurar este desastre, pero, ¿cómo seleccionamos nuestro método de control?

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