Ella (6 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

BOOK: Ella
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—Yo, digo, señor, que todo eso es una mentira y que, si es verdad, Mr. Leo no se ocupará jamás de cosas que nada bueno pueden dar de sí.

—Quizá tengan, ustedes dos, razones —dijo entonces Leo con reposada voz. —Yo no quiero expresar opinión ninguna Pero sí digo que voy a tratar de aclarar una vez para siempre ese misterio, y que, si ustedes no quieren acompañarme irá solo.

A los tres meses de esto, nos hallábamos en el mar con rumbo a Zanzíbar.

LA BORRASCA

¡Cuán diferente es la escena que, voy a describir ahora de las que ya van contadas! ¡Cuán distantes están los olmos de Inglaterra que el viento mece, sus cornejas graznadoras, las habitaciones tranquilas de la Universidad y los familiares volúmenes que ocupan sus anaqueles!

En vez de todo esto, delante tenemos el espectáculo del inmenso, Océano lleno de calma sobre el cual cabrillean los rayos plateados de la luna llena de África. La suave brisa comba la vela enorme de nuestro arábigo
dhow,
y dulcemente nos impulsa sobre las aguas, que se dividen acariciando sus costados con olillas musicales. Duermen a proa casi todos los marineros, porque es cerca de la media noche y un árabe atezado y robusto, llamado Malhomet, está al timón guardando el rumbo y guiándose por las estrellas.

Vese a estribor, a unas tres o cuatro millas de distancia una línea baja y confusa. Hacia el Sur corremos, delante del monzón del Nordeste, entro los arrecifes que, por centenares de millas franjean aquella peligrosa costa. La noche es muy tranquila; una palabra pronunciada a proa en voz baja se oye muy bien a popa y de la distante tierra llega hasta nosotros, rodando sobre el mar, un zumbante y crujiente rumor...

El árabe que está al timón, alza la mano y dice esta sola palabra:

—¡Simba!.. (El león)

Todos nos incorporamos y nos pusimos a escuchar. Resuena el rumor del trueno lento y majestuoso, poniéndonos fríos hasta en la médula de los huesos.

—Mañana hacia las diez —digo yo entonces —estaremos á la altura de ese misterioso promontorio que tiene la forma de una cabeza humana. Digo, si no se equivoca este patrón, lo que me parece muy probable.. Comenzaremos entonces nuestra caza

—Y nuestra exploración en busca de la ciudad arruinada y del fuego de la vida —agregó Leo sonriendo después de quitarse la pipa de la boca

—¡Bab! —repliqué. —¿Qué te ha dicho el timonel, con quien has estado practicando la lengua árabe toda la tarde? ¿Ese hombre ha andado traficando esclavos quizá, durante la iniquidad de su vida por estas latitudes... aun dice que desembarcó una ocasión junto a esa «peña del hombre»... ¿ha oído hablar nunca de la ciudad en ruinas ni de las cavernas?

—No; se aún dice él, toda esa costa se compone de ciénagas llenas de culebras en que también hay mucha caza e inhabitadas por seres humanos... Pero todo el mundo sabe que existe, una gran faja de pantanos a todo lo largo de la costa oriental de África y eso no quiero decir nada por lo tanto.

—Sí, señor: eso quiere decir que ahí se agarran fiebres... Ya ves qué opinión tienen del país esas gentes cuando ninguno, quiere venir con nosotros. Nos creen locos... y a fe que me parece que tienen razón... ¡Dichoso he de ser si vuelvo de nuevo a ver la vieja Inglaterra!

Por mí, a la verdad, no lo siento, sino por ustedes dos, Leo y Job...

¡Muchacho, muchacho, somos unos Juanes Lanas metidos en esta empresa!

—¡Bravo, tío Horacio, bien dicho!... pero estoy decidido a correr la suerte... Ustedes harán lo que les plazca.. Mas ¿qué nube es esa?... —¡mira! Y señaló a una mancha obscura que se había formado sobre el estrellado cielo a unas cuantas millas por detrás nuestro.

—Ve y pregúntaselo al del timón.

Levantóse Leo, desperezóse abriendo sus grandes brazos, y fuese donde el árabe. Al momento volvió, diciendo:

—Es un chubasco que pasará lejos... por ese lado.

Presentóse el grueso Job sobre cubierta Con su traje de caza de franela obscura tenía el aire más inglés que darse puede y en su redonda fisonomía estaba impresa desde que andábamos por estas aguas, cierta expresión de indecisa desconfianza.

—Señor, con permiso —dijo, tocándose el casco blanco de verano que llevaba echado hacia atrás de cómica manera —paréceme que sería muy conveniente que fuera yo a dormir al ballenero que ya a remolque... Allí están las armas, los pertrechos, y todas nuestras cosas, sin contar las provisiones de boca que están en las chilleras... Y agregó, bajando la voz: —No me gustan mucho las caras de estos señores prietos... preocúpame un poco. Cierto aire que tienen así como de ladrones... Fígurese usted que durante la noche se deslizaran algunos en el bote, y cortando el cabo, se largaran con él... ¡Bonita figura haríamos luego!

Debo decir ahora que nosotros habíamos mandado fabricar ese ballenero en el Norte de Inglaterra en Dundee, y lo habíamos traído hasta aquí por saber que esa costa era un verdadero laberinto da rías y marismas, en las cuales nos sería muy útil para navegar. Era un hermoso bote de treinta pies de largo, con su tabla central movediza para ir á la vela todo forrado de cobre, para evitar la broma y lleno de compartimientos a prueba de agua El patrón del
dhow
nos había dicho que él conocía «la peña de la cabeza,» las señas que daba convenían perfectamente con la descripción del tieso y de la carta del padre de Leo, y que cuando a ella llegáramos, no podría probablemente, acercársele por razón de las rompientes y bajíos. Así es que habíamos empleado una calma como de tres horas que, al amanecer tuvimos, en transbordar al ballenero la mayor parte de nuestro equipaje, colocándolo en los compartimientos, especialmente también dispuestos, para que apenas divisáramos el famoso peñasco, pudiéramos desde luego, bajar a él y dirigirnos a tierra. Otra razón que nos indujo a tomar esta precaución, fue que los patronos árabes ya por descuido o por incapacidad de hacer bien sus observaciones suelen a menudo, pasarse del punto adonde pretenden llegar, y como ya lo saben los marinos, es casi imposible para un
dhow
árabe ir en contra del monzón; no está hecho sino para dejarse llevar de él.

—Paréceme prudente lo que usted dice, Job —le contesté. —Allí hay mantas bastantes en el bote: tápese usted de la luna no vaya a quedarse loco o ciego.

—¡Ay, señor! no se perdería mucho... aunque yo creo que ya he perdido el juicio viendo las porquerías, que hacen esos negrazos, con su cara de ladrones... Dicen señor, que no sirven más que para abono... Y aun como abono, ¡qué mal huelen!...

Job, como se ve, no era muy aficionado, que digamos, a los usos y costumbres de nuestros prójimos los mahometanos de color. En conformidad de lo acordado, halamos el ballenero por el cabo de remolque, hasta que quedó precisamente debajo de la popa del
dhow,
y Job se dejó caer en él entonces con toda la gracia de que puede ser capaz .un saco de patatas.

Leo y yo volvimos a sentarnos sobre cubierta hablando muy poco y fumando bastante. Estaba la noche tan hermosa tan excitado por varias razones teníamos el cerebro, que no queríamos bajar a encerrarnos al camarote. Así se pasó como una hora hasta que empezamos a dormitar. Por lo menos, creo que entre sueños fue como oí a Leo explicarme medio dormido también, que la cabeza no era mal punto para herir de muerte al búfalo, si se le daba exactamente entre los dos cuernos, o algún disparate como éste.

Y no recuerdo más, sino que de súbito un espantoso rugido del viento, los clamores de la chusma que aterrada se despertaba y el agua que nos azotaba el rostro como con látigos, nos hicieron poner de pie.

Corrieron algunos hombres a las drizas a bajar la vela pero las cargaderas se enredaron, y la verga no vino. Colguéme entonces instintivamente de un cabo. Negro como la pez estaba el cielo por detrás nuestro, mas por delante aún alumbraba la luna haciendo aparecer al nublado más obscuro todavía. A su luz, entonces vi alzarse una enorme ola de blanca cresta como de veinte pies de altura que venía corriendo hacia nosotros... Venía.. reververaba su espuma al resplandor de la luna... corría impulsada por la borrasca espantosa bajo el cielo, negro como la tinta De repente vi la forma del ballenero levantada en lo alto por la ola; sentí luego el tremendo choque, del agua un brutal asalto de espuma hirviente... y me encontré agarrado a un obenque y batido horizontalmente, como una bandera por la tempestad.

Pasó la ola Parecióme que había estado bajo el agua varios minutos, aunque no fueron más que segundos. Miré hacia delante. La racha se había llevado consigo la vela mayor, y víla allá, por sotavento, aleteando como si fuera un grandísimo pájaro herido... Hubo un instante de relativa calma y oí la voz de Job, gritando:

—¡Vengan al bote!..

Azorado, medio ahogado como estaba tuve, sin embargo, la presencia de ánimo bastante para correr en esa dirección. Sentí que bajo mis pies el
dhow
se hundía: estaba lleno de agua. El ballenero cabeceaba furiosamente contra su borda y Mahomet, el árabe que, había estado, al timón, saltaba en él... Díle al cabo un tirón desesperado para acercarlo bien y a ciegas casi, me arrojé; Job me agarró por el brazo, y rodando caí en el fondo. Mahomet cortó con su cuchillo corvo el cabo de la amarra.. y nos vimos corriendo ante el grano, sobre el lugar mismo ocupado un segundo antes por el
dhow,
que se había hundido en un pieza..

—¡Dios mío! —exclamé, —¿adónde está Leo?.. ¡Leo!... ¡Leo!...

—¡Que Dios lo ampare, señor!... ¡Ha desaparecido!... —gritóme Job al oído; mas era tanta la furia del viento, que su clamor me pareció un murmullo.

Retorcíme los brazos lleno de dolor. Leo
se
había ahogado, y yo vivía para lamentar su muerte.

—¡He aquí otra! —gritó Job.

—Volvíme; otra ola inmensa nos alcanzaba en efecto. Parecía que iba a devorarnos. Con fascinación curiosa púseme a observar su atroz llegada. La luna estaba ahora casi oculta por los jirones de nubes flotantes de la tormenta pero un poco de resplandor alumbraba aún la cresta de la líquida montaña. Sobre ella había algo obscuro; una reliquia del naufragio, quizá... Cayó sobre nosotros aquella inmensidad, y el bote casi se llenó de agua pero estaba construido de compartimientos a prueba de ella. ¡Dios bendiga a quien lo inventó!... y a pesar de la carga funesta surgió de la ola flotando como, un cisne. Entre el hervor del mar y la espuma vi la cosa negra que antes me había impresionado sobre la ola que hacia mí venía. Saqué mi brazo derecho para evitar la colisión, y entonces sentí otro brazo... Cerré mis dedos sobre su muñeca y la apreté como si fuera con tenazas. Con la otra mano me agarraba al bote; pero, aunque soy muy vigoroso, mi brazo, por poco no se disloca con el peso del cuerpo flotante y la resistencia del oleaje.

Si la corriente de éste dura dos segundos más, hubiera tenido que soltar mi presa o dejarme arrastrar por ella; pero cedió... hice un esfuerzo supremo, y embarqué a un cuerpo humano. El bote estaba ya demasiado lleno.

—¡Achiquemos! —gritó Job, uniendo el ejemplo a la palabra Mas ya no podía hacerlo, porque antes de ocultarse la luna habla dejado, caer un débil y fugitivo rayo de luz sobre el rostro del hombre que yo había salvado y que yacía medio tendido y medio flotando en el hueco del ballenero... ¡Era Leo!... ¡Era Leo, que, vivo o muerto, la mar nos había devuelto!...

—¡Achiquemos, achiquemos, o nos vamos a pique! —repetía Job.

Echó mano entonces de una cacerola con mango que estaba fila debajo de un asiento, y me puse a achicar también, como para salvar la cara existencia. Seguía flotando en torno nuestro la terrible tempestad, sacudiendo, como si fuera un corcho, al ballenero, cegándonos con sus nieblas su lluvia y su espuma; mas nosotros trabajábamos con la embriaguez de la desesperación: también embriaga a veces la desesperación... ¡Uno!... ¡dos!... ¡tres minutos! el bote se aligeraba...

Ninguna otra ola cayó sobre nosotros... Cinco minutos más, y ya la embarcación estaba libre de agua... mas ¡ay!

Entonces oímos por cima de los silbos del huracán y de los choques del agua un rumor más hondo, más tremendo aún... ¡Santo Cielo! ¡es la voz de los escollos!

En este momento la luna salió de nuevo por detrás del nublado del chubasco, iluminando un gran espacio del seno desgarrado del mar, y allí, a media milla delante de nosotros, vimos una blanca línea de espuma luego un espacio negro de mar, y luego otra línea blanca..

Parecía una lance abierta enormísima; con su dentadura descomunal...

Eran los arrecifes y sus rugidos crecían conforme nos acercábamos, y a ellos íbamos con vuelo de golondrina.. Ya estábamos sobre ellos...

bajo sus nevados chorros de agua espumante, que se chocaban, que rechinaban como si fueran los dientes de la boca del infierno!...

—¡Orza Mahomet!.. ¡orza por tu vida! —grité. Era un hábil timonel y práctico en esta peligrosísima costa. Agarró la caña é inclinó hacia delante su gran busto, contemplando a los escollos espantosos con unos ojos tan redondos, que parecía que iban a saltársele de la cabeza.

La corriente echaba al bote hacia estribor. Si llegábamos a la línea de las rompientes fuera de una abra de cincuenta yardas, nos desbaratábamos... Llegamos... era un espacio de olas retorcidas, desenfrenadas... Mahomet plantó su pie sobre el asiento delantero, y vi cómo sus negros dedos se le abrieron, cual si fuesen de una mano, al echarles encima todo el peso de su cuerpo para cargarse sobre la caña.. Orzó el bote un poco, mas no bastante... Gritéle a Job que contrarremase mientras que con mi remo trabajaba yo... El bote obedeció... ¡era hora! ... Luego, siguieron un par de minutos de tal excitación, de tal paralización del corazón, que río podré describir. Sólo recuerdo el furioso mar, estridente, de olas mil que surgían a la vez por todas partes como si fueran vengativos difuntos que brotaban de su marino sepulcro. Un momento nos miramos por entero, y no sé si por la fortuna nuestra o por la habilidad de Mahomet, el bote se enderezó otra vez antes de que una ola nos cayera encima... Otra nos amenazó luego: era monstruosa y la pasamos también, no sé si por encima o por debajo... por debajo, me parece, y entonces con un salvaje grito de alegría del árabe, nos encontrarnos en las aguas, comparativamente sosegadas, de la lengua de mar que había entre las dos dentadas filas de las devorantes olas.

Pero otra vez habíamos embarcado una gran cantidad de agua y a poco más de media milla por delante, teníamos la segunda línea de escollos. Otra vez nos pusimos, pues a achicar, y trabajar con verdadero furor. Afortunadamente, la borrasca había pasado por completo, y la luna alumbraba con brillantez, dejandonos ver un alteroso cabo de la costa que se avanzaba mar adentro como media milla y del que parecían ser una continuación los arrecifes de esa segunda línea. De cualquier suerte que fuera hervía el mar en torno suyo.

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