En Kerezstúr se recurrió a unos estudiantes que estaban de vacaciones por aquella zona para que enterrasen los cuerpos de varias muchachas. Cuando preguntaron, se les dijo que habían fallecido a causa de una súbita y rara epidemia. Pero a nadie más parecía haber afectado esa misteriosa epidemia. Además, se dieron cuenta de que los cadáveres de aquellas desdichadas estaban horriblemente mutilados. Sus memorias no olvidarían.
En Sárvár, exactamente junto a unas cuadras que distaban poco del castillo, se enterró a cuatro muchachas en un hoyo destinado para guardar el trigo. También ahí alguien vio los cuerpos. También ahí se les dijo que habían muerto por motivo de una repentina enfermedad que era contagiosa, con lo que las gentes no tendrían intención de acercarse a saber más. En el propio Kerezstúr cinco muchachas habían sido asesinadas durante un fin de semana, pero la Condesa, con sus volubles cambios de ánimo, decidió partir de improviso. Ordenó a Kata Benieczy que levantase parte del suelo y las dejase allí. La lavandera no tuvo fuerza suficiente para hacerlo, así que, como tuvo que irse rápidamente en dirección a otro castillo, las dejó debajo de una cama, envueltas en sábanas y mantas. Como era verano y las temperaturas bastante elevadas, pronto los cuerpos empezaron a despedir olor. Éste se extendió por todo el castillo. Algunas gentes preguntaron, alarmadas. Kata se vio obligada a excusarse diciendo que aquel olor se debía a varios animales de compañía de la Condesa, que murieron durante su estancia. Pero nadie había visto a esos animales. De madrugada, y antes de regresar a Csejthe, Kata tuvo que sacarlas de allí y enterrarlas en un campo algo alejado. A pesar de eso, la alarma cundió por todas partes. Pero nadie parecía dispuesto a hablar.
Fue en esa época cuando Kata se sintió definitivamente aterrorizada por lo que estaba pasando. Llevaba más de diez años al servicio de la Señora, y vio su evolución. Incluso le había confesado a Vargha, la madre de János, que a menudo pensó en huir, pero era consciente de que si lo hacía no iba a llegar muy lejos. El brazo vengativo de Erzsébet la perseguiría allí donde estuviese con intención de cerrarle la boca para siempre, pues ya había visto demasiado. Para agravar su situación, y aunque ella nunca estuvo presente durante las torturas, la Condesa solía avenirse a sus consejos, mientras que Jó Ilona y Dorkó o el taimado Ficzkó se encargaban de la parte más nauseabunda de tales procesos. Kata no veía, pero a fin de cuentas primero tenía que lavar los rastros de la ingente cantidad de sangre que dejaban aquellas orgías y posteriormente deshacerse de los cuerpos. Previno a la madre de János, diciéndole que al menos ella hiciese todos los esfuerzos posibles para mantenerse lo más al margen posible de cuanto sucedía. Y que, sobre todo, tuviera la boca cerrada. Bajo ese estado de sobresalto y perpetuo pánico vivían las dos, fundamentalmente Kata, a quien la Condesa había regalado, entre otras cosas, catorce faldas para sus dos hijas. Éstas, a las que Pirgist recordaba haber visto alguna vez en Csejthe, y con quienes llegó a jugar en los patios del castillo, eran algo mayores que él. Kata consiguió sacarlas de allí enviándolas con su familia a Risnor, en la frontera con Valaquia. Era un modo de salvarlas, pues también ese par de hermosas muchachas estaban justo en edad de ser objetivo de Erzsébet. Kata la conocía lo suficiente como para saber que en un momento de crisis, como ella llamaba a los períodos en que la Condesa parecía estar poseída y se comportaba como una furia, probablemente no haría distinción alguna entre simples campesinas secuestradas en cualquier parte o las propias hijas de una de sus más fieles servidoras.
Para cuando enviudó y por fin se supo libre, Erzsébet debía de tener sobre su conciencia un número bastante alto de crímenes, aunque, a excepción de los casos de Pistyán, Kerezstúr y Sárvár, había conseguido disimular la estela que dejaron. Ella misma, en su enloquecida huida hacia adelante en aquello en lo que se había convertido, una consumada sacerdotisa del espanto, olvidó que la vileza extrema, la abyección más tenaz y la crueldad más obsesiva, también requerían, aunque fuese una noble, alguien de tan egregia cuna, que por el mero hecho de ser una Báthory estaba emparentada con los reyes de Polonia, Hungría o Transilvania, de determinados protocolos y formas. Y del mismo modo en que quien mata una vez, eso se dice, ya está desinhibido para volver a hacerlo, así quien comete un exceso en relación a su crimen inicial, será proclive a reincidir en esa negligencia, bien debido a la suerte que sin duda cree que va a acompañarle siempre, bien a que, como le sucedía a ella, en todo momento pensó que estaba por encima de las humanas cosas y leyes.
En el recuerdo atormentado de János, aquellas chicas que fueron inmoladas eran claveles, rosas, orquídeas. Todas acabaron teñidas de rojo. Careciendo de futuro, fueron prematuramente cortadas. Mas si la propia Erzsébet se esmeró en anotar la mayor parte de sus nombres en el cuaderno que llevaba a modo de Diario, también Pirgist recordaba ahora que, años atrás, él intentó ponerles palabras a sus efímeras vidas:
«Clavel, rosa que envejece. Rosa, orquídea suplicante. Orquídea, mariposa disecada.
»He ahí el clavel, rosa con llagas y fiebre. He ahí la rosa, que dormita aovillada. He ahí la orquídea, que con elegancia perece.
»Clavel, pasión que yerra astillada. Rosa, sudario de muchacha enamorada. Orquídea, esqueleto del clavel, y de la rosa balada.
»He ahí el clavel, rosa crispada. He ahí la rosa, clavel ruborizándose. He ahí la orquídea, paloma engalanada.
»Clavel, rosa, orquídea, pétalos rotos como cuentas de un rosario en el camino, huellas rojas sobre la escarcha de la mañana. ».
Y pisoteando el clavel, la rosa y la orquídea, con sus mangas de blanco lino empapadas, ella, Erzsébet, la alondra ensangrentada.
Sin embargo, tuvo que haber un principio. Eso lleva diciéndose János Pirgist desde hace cincuenta años, día tras día. Es casi su primer pensamiento cuando se despierta, y con bastante frecuencia el último antes de dormirse. Ya que el cómo más o menos lo sabe, igual que el dónde, y el por qué sigue siendo la pregunta cuya respuesta a hallar, es el cuándo aquello en lo que busca refugio.
Nada es porque sí, sin fundamento. De modo que, cada vez más absorbido por el relato de su historia, va llenando cuartillas que escribe con su letra menuda y apretada, tarea en la que trabaja desde la prima hora del alba, cuando un rayo de tibia luz entra por los postigos abiertos de su ventana, hasta que ya por la noche le vencen la fatiga y el sueño. Una a otra se suceden las jornadas. Sabe que no debe hacer sino eso. Lleva toda la vida aguardando enfrentarse al momento de repasar minuciosamente su propio pasado y ahora que es consciente de la rapidez con la que la salud lo abandona, ya no encuentra motivos para eludir esa lid, tan costosa, tan traumática, con sus recuerdos, con las verificaciones que durante el transcurso del tiempo fue realizando.
No puede decirse que se halle en el mismo punto que cuando inició esta búsqueda, aproximadamente medio siglo antes. Mucho es lo que ha avanzado. Mucho lo que descubrió. Datos, fechas, lugares, nombres. Cree haber conseguido trazarse en su imaginación un perfil más o menos exacto de la forma en que se consumaron los acontecimientos. Aunque en el fondo, y en lo referido a la esencia del problema, a menudo siente que está justamente donde empezó: perdido, dubitativo y sin dar con las respuestas fundamentales que anhelaba ante la pregunta de por qué aquella mujer hizo lo que hizo, y por qué la manera en que lo llevó a cabo.
Ahora, enfermo y a ratos abatido por el desánimo, que le invade como ráfagas de viento zarandeándolo hasta casi dejarlo postrado, continúa con su trabajo de reconstrucción mental e intenta superar los obstáculos que le salen traidoramente al paso. Sobre todo uno con el que ya contaba, y que no por haberse mostrado repetidas veces en toda su virulencia, va a hacerle retroceder en su empeño. No a estas alturas, pues es necesario que alguien deje testimonio de lo que ocurrió. Así, está sufriendo desde hace un tiempo horrorosas pesadillas que le impiden conciliar el sueño, y que al hacerlo lo despiertan varias veces por noche, en ocasiones profiriendo gritos, otras bañado en sudor y jadeando. Pero por la mañana, pese a su fatiga, pese a ese dolor que siente aferrado al alma, vuelve a ponerse sobre sus cuartillas. Es una deuda que tiene con la posteridad, piensa a veces. Y otras que la tiene con su pasado.
Cuando repasa sus páginas ya escritas, de nuevo cunde en él un gran desaliento. Se da perfecta cuenta de que ahí no hay sino leves atisbos, poco más que un tímido acercamiento, un temeroso movimiento de circunvalación en torno a las dudas que le acosan desde hace tantos años, es decir, las causas que llevaron a Erzsébet Báthory a ser como era y a hacer lo que hizo. Pero es que, debe reconocerlo, sigue como cuando era niño y, aun de modo intuitivo, ya presentía cosas. Igual que cuando, lejos de allí, pensaba en su infancia o reflexionaba sobre historias que oyó al respecto. Sigue padeciendo un profundo temor e impotencia ya no únicamente para dar testimonio de aquello, sino incluso para pensar con claridad en tales hechos.
Recapacita sobre la circunstancia de que, siendo aún joven, mientras vivió Ferenc Nádasdy y por lo tanto pudo hacerse acompañar por él, Erzsébet iba de tanto en tanto a determinadas fiestas en las cortes de Budapest o Viena, aunque después ya únicamente se trasladaría a la de Presburgo, donde sus compromisos eran ineludibles en ciertas fechas. Allí estaban instalados los Habsburgos, la rama germana de los Austrias. Pero nunca se sintió cómoda en tales eventos, que otras damas de la nobleza esperaban ansiosamente durante largos meses, pues para ellas era la única posibilidad de conocer gente importante y lucir sus encantos, así como sus vestidos y joyas. Erzsébet debía realizar grandes esfuerzos, en esos momentos, por disimular su nerviosismo. Llevaba ya varios años cometiendo crímenes de modo sistemático, y la sospecha de ser observada por alguien que recelase de sus actos no dejaba de perseguirla doquiera que fuese en cuanto abandonaba sus dominios. Había oído contar cosas fabulosas de las cortes francesas, italianas y española. Lo que veía allí, en Presburgo, estaba muy lejos del ambiente de sofisticación que tan a menudo imaginase. La tosquedad de que hacían gala la mayor parte de invitados la soliviantaba en extremo. Ella podría ser una fiera asesina disfrazada de persona, pero cumplía, al menos en público, su papel a la perfección. Ni comía con desmesura, ni bebía demasiado, más por temor a desatarse que por otra cosa, ni bailaba si no era requerida con insistencia. Y aun así, abandonaba pronto el baile para volver a su silla. Procuraba acudir a la corte lo más atractiva e impecable que podía. Con sus guantes perfumados en ámbar, habiéndose bañado antes con agua de azahar y canela, a veces impregnando su piel de extracto de glicinias o de lavándula, otras veces luciendo su falda saboyana con perlas, de la que sobresalían unas enaguas de tisú dorado, chapines en los pies, y el cabello siempre recogido en su redecilla de brillantes. Llamaba la atención por su hermosura y por lo espléndidamente bien que se conservaba. Pero aquello la aburría sin remedio. Jugaban a cualquier cosa que pudiera provocar la risa de los invitados. A las prendas sobre todo. O a fingirse loco durante toda una noche, o a hablar con palabras y frases en las que no podía pronunciarse una determinada letra. En aquellos lujosos salones de frisos con motivos corintios y bajorrelieves jónicos se hacía poco más que imitar lo aprendido de otras cortes con más solera. Por todas partes colgaban orlas, caireles y grecas, las fuentes de manjares se sucedían una tras otra, lo mismo que la presencia de menestrales escanciando fuertes vinos y licores. Los bufones arrancaban constantes risas con sus baladronadas, y quien más quien menos improvisaba melopeyas sobre cualquier tema propuesto. A costa del hígado la gente solía divertirse mucho, pues uno tras otro los invitados debían inventar nuevos versos, glosándolos. Al principio, cuando Erzsébet participaba más del jolgorio de la fiesta, y por lo tanto sudaba a causa del ajetreo del baile, tenía por norma requerir los servicios de una vieja criada que llevaba muchos años con ella, Maria Szelenká, cuya misión era introducirse en la boca polvo triturado de rosas y, colocando el rostro muy cerca de Erzsébet, soplar allí con fuerza. Esto se realizaba con discreción en una estancia en la que no hubiese nadie, y ocurría tres o cuatro veces por noche. Maria Szelenká falleció de anciana poco antes de que concluyese el siglo, y la Condesa se dio cuenta de que había perdido a su aspersor natural. Otras criadas que intentaron hacer lo mismo recibieron sendos bofetones. Una porque, en su precipitación, no aguardó a que ella tuviese los ojos cerrados y le introdujo algo de polvo en un ojo. Otra porque le escupió ligeramente. Aun otras porque dirigían mal la bocanada, yendo ésta al cuello o a la frente. Nadie realizaba tal labor como la vieja Szelenká, según parece. Pero lo cierto es que, ya al final, la Condesa no se veía en la obligación de renovar su maquillaje facial mientras durase una fiesta. Éstas cada vez le provocaban mayor aburrimiento, cuando no sensación de disgusto. Los bailes eran burdos y a veces descaradamente soeces en cuanto las bebidas causaban efecto. Tampoco compartía la pasión por cualesquiera juegos que se propusieran, así que paulatinamente iba aislándose, y las últimas horas de la fiesta se dedicaba a observarlo todo con aspecto abacial, si no severo, lo cual contribuía en mayor medida a agrandar el misterio que la rodeaba, volviéndola, como viuda rica y hermosa que era, más apetecible a los ojos de muchos nobles que la miraban con deseo. Su actitud displicente los enervaba y ella, dándose cuenta, se excitaba en secreto, pero sin dar nunca pábulo a que ninguno de ellos pretendiese lograr sus favores, ya que solía desaparecer de improviso tras haberse despedido de sus ilustres anfitriones con cualquier excusa. Erzsébet, a diferencia de la mayoría de aquellos nobles, sabía trinchar viandas, y hasta hacía uso correcto del tenedor, mientras que el resto, incluidas damas de alta alcurnia, seguían comiendo con los dedos, o sonándose de idéntica manera. Gustaba de detalles como ver las servilletas puestas a modo de cogollos de col, o de manzanas o peras. Aunque lo que la asqueaba de verdad era la inclinación por la comida abundante que allí se servía, y que los comensales iban liquidando con inusual gula, como si no hubieran ingerido alimento alguno en varios días. Por las mesas pasaban espaldas de corzo, aves confitadas, pasteles, pecho de cabrito relleno, biércola, jamón de jabalí, asado de ternera, pavo, gallina, carne de buey y ciprinos, torta de higos, lucios, congrios, alcachofas, albóndigas, ternera en adobo, cangrejos de río, lechón, pies de cerdo y toda una amplia gama de exquisitos postres, entre los que había multitud de melones. Ella, acostumbrada a una alimentación frugal, soportaba aquel espectáculo a base de eructos, carcajadas y hasta vomiteras en cualquier rincón con un estoicismo rayano en la pura inmovilidad. Desde comienzos de siglo eran varias las sociedades creadas para moderar tales excesos gastronómicos. Así, en 1601 el landgrave Mauricio de Hesse fundó una orden de templanza, pero la realidad de aquellas cortes era muy distinta. Como apenas nadie tenía idea de la situación política, de poco podían hablar que no fuesen fruslerías. Es decir, las damas de atavíos, joyas y perfumes. Los hombres de caza y, muy pocos, de guerras. Sólo se bailaba, se comía y se reía. De tanto en tanto empezaban a oír fragmentos del
Orlando
de Ludovico Ariosto, o del ciclo épico dedicado a «Jerusalén», de Torcuato Tasso, pero al poco el personal volvía a prestar atención a las payasadas de los bufones o a tal o cual chascarrillo. De nuevo parecían interesarse por las alegres danzas de los zíngaros o, si el ambiente se había calmado lo suficiente, por una aria de Jacopo Peri o por un madrigal de Monteverdi, pero la atmósfera de recogimiento duraba lo que tardase cualquiera de los allí presentes en contar un nuevo chiste. Los efluvios del vino eran los que mandaban en aquellas celebraciones cortesanas, en las que todos los valores parecían haberse dado la vuelta. Así, los concurrentes observaban con seriedad a volatineros y saltimbanquis haciendo sonar el atabal, los timbales o sus cascabeles, mientras que se ponían a reír ante las admoniciones de monjes intonsos que, ebrios, predicaban el fin del mundo ante un divertido auditorio. No obstante, eran dos cosas las que alteraban a Erzsébet en esas fiestas de la corte. De un lado las repetidas menciones a ella misma, en las que loaban su virtud y la firmeza con la que soportaba su viudedad, algo que ella, ya acostumbrada a tales comentarios, oía sin mengua alguna de arrobo y contrición. Esos comentarios solían ir acompañados de alusiones a la bizarría de su difunto esposo. De otro lado se alteraba hasta lo indecible viendo a jóvenes sirvientas de las demás nobles invitadas. Tantearlas habría sido infructuoso, de no incurrir en evidentes riesgos. Nadie deseaba ir a un lejano castillo para servir a una mujer de aspecto tan grave, cuando no siniestro. Era a la vuelta de esas fiestas cuando la Condesa, llena de acuciantes sensaciones provocadas por las muchachas que había tenido cerca sin poder echarles encima la mano, intentaba frenéticamente dar con campesinas por las aldeas que iba atravesando de regreso a Csejthe. En cualquier caso, su excitación contenida acabarían pagándola quienes allí estaban.