«Tomadme. Hacedme vuestra y yo os serviré por siempre…», empezaba una de aquellas pecaminosas plegarias destinadas a Lilith y sus demonios.
Entonces, agitada en el lecho y sintiendo una creciente excitación por su osadía, que para inicial sorpresa suya quedaba impune, lo que le dio renovadas fuerzas para ahondar en esa senda, invocaba la joven Erzsébet una y otra vez a
Lamashtu
, hija de
Anu
, y a
Namtaru
, deidades babilonias del Mal. Les pedía secretos e inconfesables favores. No olvidaba en sus ruegos a la diosa
Shakti
, la de vulva poderosa que todo lo absorbe para expulsarlo después, ya saciada. No olvidaba mirar con embeleso a los sapos, símbolo de la voluptuosidad femenina, tan temidos por sus primas y primos, pero que ella guardaba en una jaula que tenía escondida cerca de cierto estanque, en Pistyán. Tampoco olvidó en sus letanías, siendo aún muchacha, a la diosa cobra Waat, y siempre deseó tener
nagas
, esas temibles serpientes de las que, se decía, hechizaban con la mirada. Porque las
nagas
, según la tradición, eran espíritus encarnados en animal. Por eso los humanos las temían tanto, y no por su mortal picadura.
Que se sepa, Erzsébet nunca llegó a poseer una
naga
, y las culebras de los campos o las víboras del alto bosque no le servían.
Ella no se dio cuenta, o quizá sí lo hizo, quién sabe, que con apenas veinte años de edad se había convertido en una cobra. Hasta el bravo Ferenc, el marido acostumbrado a matar y ver morir, evitaba su mirada cuando discutían.
Por fin Waat, la diosa serpiente Waat, había tenido descendencia.
—¡Padre Pirgist, padre Pirgist… despierte…!
Lo escucha y esa frase le llega envuelta en el color de una llamarada. Ni anaranjado, ni rojo, ni amarillo, sino una mezcla dañina que se le pega a la piel, que la muerde.
—¡No, no… fuera… fuera de aquí! —gime él dando manotazos en el vacío.
El fuego se aleja lentamente. Oye una respiración agitada. Es la suya. Mira alrededor, atolondrado. Hay objetos, pero no fuego. Por un instante ve ante sí una enorme sombra reflejada en la pared que está repleta de estanterías con libros y una tea encendida.
—Padre Pirgist, soy yo, tranquilícese…
Mira en torno suyo, aún desconcertado. Ahí está András Boniawski, el joven y piadoso sacerdote que le ayuda en las tareas de la parroquia de Lupkta-Ratowickze.
—Se ha quedado dormido mientras escribía —dice el cura tendiéndole un humeante cuenco de barro—. Tome un poco de este caldo, o de lo contrario mucho me temo que no pueda seguir con su fatigosa labor…
János coge el cuenco entre sus manos todavía vacilantes y sorbe con lentitud.
Es verdad, una noche más ha vuelto a quedarse dormido sobre sus cuartillas. Le duelen la cabeza y todo el cuerpo. Las ha manchado ligeramente de tinta, pues el recipiente de cobre en el que mojaba su plumón, ya bien entrada la madrugada, se volcó. Por suerte estaba casi vacío. Comprueba con alivio que continúan intactas las páginas que ha llenado en las jornadas previ as. Siguen ahí. A salvo.
Murmura algo en tono de disculpa. No volverá a sucederle de nuevo. Cuando note que el sueño empieza a atenazarle, dejará todo correctamente colocado sobre el escritorio y se irá a su camastro. La manta está algo arrugada de cuando dos noches antes, vencido por el cansancio, se tumbó ahí encima echándose una pelliza. La lucidez le dio únicamente para eso. Es ya muy mayor y apenas controla sus escasas fuerzas. Además, esa tos está matándolo por días.
Vuelve a sorber el caldo. El joven sacerdote le tiende una bandeja metálica. János ve ahí pan y algo de tocino. También un trozo de queso. El caldo va entrándole a duras penas, pero la simple contemplación de alimento sólido le produce náuseas. Su cuerpo lo rechaza por más que la voluntad, siempre férrea para todo, reclama su ración diaria de comida, aunque sea frugal. Fue hombre de costumbres sanas, y fuerte por naturaleza.
—Reverendo —le dice el amable ayudante—, debe comer, pues aún el invierno no ha pasado del todo. Es posible incluso que aún quede lo peor.
János Pirgist se levanta ayudado por el sacerdote. Quiere estirar las piernas. Un tímido sol asoma en el horizonte, y el perfil de las montañas se recorta a tramos entre láminas de niebla. Por fin consigue poner en orden sus pensamientos. Se echa por encima un mantón de lana y dice:
—De acuerdo, padre András, le haré caso. Lo prometo.
El joven cura inclina ligeramente la cabeza, pero en el fondo no debe de estar muy seguro de que su superior vaya a hacerle caso. Es astuto, y por tanto sabe a la perfección qué argumentos debe esgrimirle para que esto no quede en una cariñosa reprimenda:
—Aunque sea, ya que no por su menguada salud, hágalo por ese trabajo en el que tanto empeño parece haber puesto.
János le mira y esboza una sonrisa. Intentará comer cuanto le deje en la bandeja, afirma.
—Y por la tarde volverá a comer.
—Claro…
Minutos después de nuevo se halla en la más absoluta soledad, entre una bruma de recuerdos. Su vida se extingue lentamente, lo sabe. Siempre esperó mostrarse íntegro cuando llegara ese momento de ir con Dios. Pero antes tiene una deuda. También con Dios, si cabe. Sobre todo consigo mismo y con quienes tanto padecieron. Ya casi nadie debe de vivir de cuantos presenciaron aquellos acontecimientos de la primera década del siglo.
Se lava con energía en una jofaina. Seca el agua de su rostro, que cae a chorreones, cuello abajo. Eso acaba de espabilarlo.
Por fortuna la noche pasada no tuvo ninguna pesadilla. Bastante sufrimiento supone enfrentarse a cuanto va redactando, a ratos con inusitada fluidez y sin que vacile su pulso, llegando a ser más veloces los pensamientos que los dedos para deslizar el plumón de ánsar sobre el papel, y en otros quedándose literalmente bloqueado ante determinados párrafos. Pero vuelve a sacar fuerzas de flaqueza de donde ya no creía tenerlas, y continúa con su escrito.
Regresa al punto de partida, o más exactamente a lo que estaba escribiendo anoche poco antes de caer rendido y dar esa cabezada de tres horas, no más, inclinado el tronco sobre la mesa.
La niña Erzsébet.
Porque, aunque parezca mentira, una vez hubo cierta niña de bonitos ojos negros y piel blanca a la que sus parientes húngaros llegados de la parte más oriental del país llamaban Alžbeta. Una niña que creció y, seguramente siendo aún muy joven, se transformó en serpiente. Sí, eso escribía anoche al dormirse.
Él no cree, quiere no creer en espíritus malignos. Él es un hombre de fe. Pero a veces, como cuando antes vio el reflejo de esa sombra en la pared, por un fugaz instante pensó: «¡La cobra!».
No hay cobra. Eran sombras y su imaginación. Nada más. Si cuando era un niño también tenía fantasías, ¿por qué no habría de seguir teniéndolas ahora? La edad marchita nuestro cuerpo, incluso produce el inevitable desgaste de nuestros sueños, pero nunca los borra del todo. Fundamentalmente si, como es su caso, se trata de los peores sueños. Hay dos cosas que nunca desaparecen plenamente, ni siquiera en la vejez más extrema: el color del iris de los ojos y los sueños.
El aroma a incienso que sale de cuatro velas situadas en los extremos de la estancia le ayuda a concentrarse. El padre András las encendió, siempre atento, antes de salir. Toma su plumón, lo moja en el tintero que ya ha renovado, y se deja llevar. Tiene mucha razón el padre András: lo peor está todavía por llegar. Y no es precisamente el frío del invierno. Es su historia, las partes de la misma que aún no se ha atrevido a afrontar. Va rodeándola por temor a ser absorbido en el torbellino de las imágenes que sin duda le evocará. Pero se dice a sí mismo, apretando las mandíbulas, aquello que gritaban los caballeros Cruzados en su pugna por tomar los Santos Lugares:
—¡Dios lo quiere!
Duda si el buen Dios quiere esto, si puede desear que de algo así quede constancia escrita. A fin de cuentas, ¿para qué habría de servir? Entonces, una y otra vez, János Pirgist se dice que debe hacerlo para dejar testimonio a las generaciones futuras, si el azar permite que sus palabras sean oídas el día de mañana, de aquello que puede incubar el ser humano, capaz de lo más generoso, bello y altruista, pero también de lo más bajo y abyecto.
Porque hay monstruos, sí, monstruos que se esconden entre nosotros sin que nos demos cuenta. Unos deciden emerger a la luz, otros tal vez permanezcan siempre aletargados. Pero debe de ser posible, y no algo quimérico, saber descubrirlos a tiempo. Debe de serlo, piensa casi enojado. Para ello es necesario comprender, ya que no sus viles actos, sí al menos lo que les abocó a cometerlos.
La niña Erzsébet, cuando aún era una adolescente de modales tímidos, aunque combinados con arrebatos de soberbia, como queda constancia al respecto, un malhadado día conoció algo. Sencillamente, lo descubrió. Otros descubren la hermosura de un paisaje o de las flores. O la sublime plenitud que emana del amor o del arte.
Ella descubrió la sangre.
Cuanto ésta significó desde tiempos inmemoriales. Porque la sangre es el único río de la vida que tenemos, y por el que navegamos desde que nacemos hasta que morimos. Pero por esa misma razón va inscrito en su reverso, como la otra cara de una moneda, que también puede convertirse en el río de la muerte.
Sin embargo, las fuentes, el manantial que apuró Erzsébet, la curiosa y con toda certeza ya maligna Alžbeta en sus solitarias indagaciones, ¿de dónde provino?
El cree saber, o al menos tiene fundadas sospechas para pensar de tal modo, cómo y dónde sucedió. No fue en Csejthe, pues ese terrible castillo aún no le pertenecía cuando era joven. Ni siquiera lo había visitado. Tuvo que ser en otro de los castillos que pertenecían a los Báthory. Seguramente fue en el castillo de Kolozsvar, propiedad de su familia, y en el que daba rienda suelta a sus más recónditos furores en cuanto por una temporada quedaba libre de la estrecha y asfixiante vigilancia a la que era constantemente sometida por su suegra, Orsolya Nádasdy, en esas épocas en las que por espacio de varias semanas iba a visitar a sus familiares, a los de su raza. Allí empezaron los desmanes.
Primero un bofetón. Luego puñetazos. Pero aún procuraba contenerse. Incluso entre los suyos.
Después vinieron los golpes con una vara. Tan sólo uno, a una descuidada sirvienta. Más tarde, dos, tres, cuatro. A eso seguirían castigos de tipo usual, como tenerlas encerradas varias horas, o incluso días, por una negligencia. Al principio éstas debieron de ser medianamente graves, pero pronto la menor nimiedad hizo que fuese perdiendo los estribos con las chicas del servicio. Ni más ni menos, las odiaba como odiaba todo cuanto de vivo, inocente y puro pudiese haber a su alrededor. Porque ella y los de su raza habían nacido para venerar justo lo contrario, aquello que es perverso o impuro. También la muerte, de ahí sus inclinaciones hacia la magia. Orsolya le tenía prohibida esa conducta hacia las sirvientas.
Los Báthory, pendencieros y venales, siempre aspiraron a algo que les venía de sus más pretéritos antepasados, tan perdidos entre las páginas del tiempo que de ellos sólo se sabían inciertas leyendas, todas llenas de violencia. Ellos no aspiraban a la gloria y las riquezas. No era ése el orden de sus turbias apetencias. No, ellos aspiraban a jugar con la muerte, ya no la ajena, sino la propia. Nunca fueron cristianos convencidos, salvo honrosas excepciones, y por tal causa se consideraban soberanos de sí mismos. Nada podía ser obstáculo ante aquello que querían. Y así como otros Báthory deseaban llevar el miedo de la espada allí donde estuvieran, ella, la joven y lánguida Erzsébet, aspiró muy pronto a algo que rebasaba con creces las fantasías de sus antepasados.
Ella quería ser inmortal.
Algo tan esencial y contumazmente insensato como eso: no envejecer nunca.
Se cuenta que pudo ser en uno de sus paseos por los bosques de los alrededores de Lezticzé o en Kerezstúr cuando, cierta tarde en la que iba al galope en su caballo
Visar
, casi arrolló a una anciana con aspecto de mendiga que se le cruzó de repente en el camino. Conociendo a Erzsébet es más que probable que en vez de interesarse por aquella anciana a la que casi mata, la emprendiera a insultos con ella. Aunque desde muy joven supo combinar con maestría la dama parca de palabras y gestos precisos con la lenguaraz y grosera mujer que también llevaba dentro. Entonces blasfemaba del modo más horrible que pueda imaginarse. Tuvo que ser esa pobre anciana quien, amenazándola con su puño cerrado y huesudo, le gritó:
—¡Vive, vive y goza ahora que puedes, maldita, pero llegará un día en que te veas como yo ahora!
János oyó esta anécdota de labios de su madre moribunda, quien a su vez se la había oído contar a Kata o a alguna de las otras lavanderas.
Lo cierto es que Erzsébet quedó tan profundamente impresionada por aquel episodio que durante varios días perdió el apetito, y se pasó otras tantas jornadas sin salir de sus aposentos.
Era una premonición, pero ella aún no podía saberlo. Y aunque lo hubiese hecho, jamás lo habría admitido. Desde entonces, eso parece claro, creció su odio ante todo lo que fuese decrepitud, la vejez incluida. Apartaba la vista cuando una noble ya entrada en años estaba cerca. Ella no podía seguir ese mismo y lamentable camino. Ella, tan bonita y de esbelto cuerpo, ducha en lúbricos juegos desde que era niña. Ella, que tanta excitación extraía de la vida, no podía corromperse de ese modo.
Cuando tomó a Dorottya Szentes y a Jó Ilona para entrar en su servicio permanente, lo hizo porque aún no eran mayores, y además, ambas eran mujeres muy fornidas, casi hombrunas. Ya entonces sabía de quién quería estar acompañada. Seguramente ya urdía qué provecho obtendría de las dos. Bastaba con aunar el agradecimiento, el temor, la incultura y la fortaleza física de ellas para saber cómo y para qué acabaría utilizándolas.
Si recurrió a la vieja Darvulia fue, con toda probabilidad, porque no tenía otro remedio. Sólo se logra ser una reconocida bruja cuando se llega a muy vieja. Primero, pese a haberla secuestrado casi del bosque de Sárvár en el que vivía, la admitió de mal grado en su cercanía. Luego fue acostumbrándose. Es más, parece posible que la presencia de aquella malvada anciana le hiciese sentir más joven y vigorosa de lo que realmente se creía ella misma.