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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (8 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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—No lo es; empiezo a estar aburrido de tantas minutas, testamentos, escrituras y actas. ¿Sabes lo que me pasa cuando llego allí? Que sueño,
amico;
sueño que soy otro. Me desdoblo de mí mismo y el hombre que surge es un ser libre de prejuicios. Sí, tal como lo oyes: en ese lugar dejo de ser el impoluto y frío notario de la via della Spada para convertirme en un ser humano capaz de vibrar. Tengo una ilusión y eso cada vez es más difícil de encontrar.

—Te habrá reconocido.

—Imposible; de ninguna manera puedes estar en su presencia si no vas cubierto también por una máscara. Pierdes tu identidad, ¿no es maravilloso? Dos actores sin nombre, dos seres sintiendo, cuerpos y almas al unísono en un escenario desconocido que rezuma deseo y buenos modales. El refinamiento del tacto, algo que nunca debería perderse.

—¿Y qué pasa dentro?

—Vida, Paolo, te corre vida por las venas,
capisci?
No me mires así, te estoy leyendo el pensamiento y no es nada de lo que imaginas. Tu educación, esa maldita educación que recibimos tú y yo y que tanto mal ha hecho a la humanidad, aún te mantiene prisionero. ¿Recuerdas? Paraíso, purgatorio, infierno…,
tutto quello puzza di morte, amico.
Si dejas de creer en ellos, ya no tienes miedo. ¿Te das cuenta? En aquel lugar no hay paraíso, ni purgatorio ni infierno. Allí
non succede niente, assolutamente niente
de lo que tengas que avergonzarte… Eres LIBRE.

Mientras el notario seguía contando con lujo de detalles su experiencia, Lívido tomaba nota de cada una de las frases, saboreando como tantas veces lo había hecho la experiencia ajena; imaginando la suya por cumplir hasta apurar las últimas palabras con los restos de su whisky. Ahora que había decidido vivirse, quería conocer a esa mujer. Redactaría la carta más bella jamás escrita, la que hubiese querido enviar a Antonella; las palabras que quizá en alguna ocasión también hubiera dicho a la desconocida que visitaba su librería. Vertería toda su alma en un papel.

16

Cada mediodía, al finalizar su clase de restauración, Ella se dirigía al ático que tenía en la via Ghibellina vistiendo un extraño brillo en sus ojos, hipnotizada y perdida en la piel de aquel extraño personaje nacido de sus sueños:
La Donna di Lacrima.

La demoledora comprobación en carne propia de la muerte, la nitidez de su soledad, que aparecía cada mañana reflejada en el espejo de su cuarto de baño hiriendo sus retinas, la había obligado a enmarcar su existencia en otro paisaje, tal vez ilusorio pero no por ello menos real que la vida.

Siendo
La Donna di Lacrima
desaparecía de ella misma, encontraba una razón para existir. Jugaba por vez primera a la fantasía de ser otra, de vivir dos vidas en una. Se convertía en piel, ojos, oídos, nariz y garganta.

¿Cuántas vidas le aguardaban detrás de las puertas que nunca se había dignado abrir?

Intuía que la piel era también el espejo del alma y, como la vida, se manifestaba pidiendo. Mientras caminaba por las calles observaba las pieles ajenas, jeroglíficos mudos que hablaban con voz propia: «estoy plena», «tengo hambre», «me duele aquí», «soy invisible», «nadie me ve», «estoy hastiada», «tengo sed»… La piel, ese órgano aparentemente mudo, siempre decía cosas. Las ciudades estaban atestadas de almas perdidas que, como ella, a falta de vivencias propias se dejaban vivir.

Llevaba atragantados llantos jamás derramados. Desde el instante mismo en que cruzó el umbral del útero de su madre deslizando su humanidad por aquel tobogán tibio y acuoso que la empujaba a la vida, sus lagrimales habían permanecido secos. A pesar de las órdenes, de las caras expectantes, de la mano golpeando con fuerza su pequeño trasero, de la insistencia en forzarla a reaccionar, de sus ojos no había brotado nada. Ninguna expresión: ni de asombro, ni de disgusto o gusto, ni de alegría. Nada. Sólo una angustia estupefacta; aquel lugar estaba seco y desangelado. Seres extraños, gigantes desorientados blandiendo instrumentos metálicos; manos enguantadas y sucias; la cara de su madre contraída de dolor y cansancio, sus piernas abiertas, su pubis reventado; el lazo grueso, blanquecino y venoso con el cual había jugado a agarrarse a la vida: sed y hambre saciadas, calor y amor, seguridad y protección, su vida, ahora se exponía a aquel público; unas tenazas afiladas apretando aquel amado cordón…, un corte seco… ¡¡¡NO!!!… ¿Mamá, por qué me has abandonado? ¿Por qué no dices nada? Mamá, no quiero estar aquí. ¡¡¡NO QUIERO!!! ¿No te das cuenta de que esto es horrible? Déjame entrar de nuevo, sumergirme en ti… ¿No me oyes? Por favor, que alguien me ayude, quiero volver a entrar… Usted, señor, usted, el del bigote… Unas sábanas empapadas en sangre y la expresión desilusionada de un hombre alto, demasiado alto y demasiado triste, que observaba ajeno aquel cuadro morboso: «¿Otra niña? ¡¡Maldita sea!!…»

Sí, la vida le había dado la bienvenida con rabia y ella había respondido con la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. Como no la querían, ella no quería. Como nadie lloraba por ella, ella no lloraba por nadie.

El día a día se encargó de macerarla y prepararla para vivir maldiciendo su vida. La falta de caricias y comprensión lentamente había endurecido la piel de su cuerpo y de su alma. Ahora la soledad era su sombra y su luz. La llevaba incorporada a su espalda y cada día le pesaba más.

Ahora que nada tenía, tenía ganas de ver cómo reaccionaba el mundo frente a su sueño. Verse reflejada en aquellas almas desamparadas y huecas que desfilaban frente a ella, esos seres disfrazados de nadie que no faltaban a la cita de los mediodías. Tenía ganas de probar ser la ilusión de otros, meterse en el erróneo sentimiento de saberse querida: una piel gimiendo amor ficticio.

¿Iba a nacer de todo aquello una novela? ¿O era su propia vida y no la inventada la mejor novela que podría narrar?

17

… así pues, el único futuro que nos queda, enigmática señora, es el presente.

Suyo,

L.

Era la primera carta de la mañana y a diferencia de las recibidas hasta ese instante no estaba en el buzón. Su autor, L punto en mayúscula gótica, la había deslizado bajo la puerta y ahora su cuadrada blancura manchaba el oscuro mármol del recibidor.

Le fascinó. Su caligrafía, de otro tiempo, la llevó a fantasear sobre su autor. Ese anonimato bajo el que se cobijaba era nuevo.

Por primera vez alguien hablaba de lo que ella sentía sin pedir nada de nada. No le rogaba que lo atendiera, ni le hablaba de sus frustraciones como amante; no le confesaba las incomprensiones por parte de su mujer, novia o conocida, ni sus vacíos como hombre. No le quería inspirar lástima, ni la adulaba ni trataba de impresionarla; no se reverenciaba ante ella ni le vendía ningún ego extraviado. Ni siquiera le pedía una cita. El sobre tampoco llevaba ningún sello ni remitente, así que no podía contestarle.

Sus palabras, como una gran lengua transparente y húmeda, lamían su cuerpo despacio. Algunas eran frases de autores conocidos: Whitman, Dostoievski, Rilke, Proust…, fragmentos de poemas inconclusos que hablaban de ilusiones perdidas, del batir oscuro de pájaros dormidos, de amores despeñados, de las posibles vidas que a veces se olvidaban vivir. Le hablaba de la entelequia de perderse en otro ser jamás nacido, pero vivo por obra y gracia de una representación teatral, de un deseo.

En definitiva, le hablaba indirectamente de todo lo que ella en algún momento de su insulsa vida había sentido: «Lo que nos falta podemos soñarlo.» En esa tesitura estaba ella, inventando para cubrir sus carencias.

¿Dónde, pues, acababa la realidad y empezaba la ficción? Si lo imaginado servía para paliar los días, ¿no acababa siendo todo aquello más real que la vida misma?

Antes de doblar la carta la examinó a contraluz. El papel era sin duda muy antiguo, elaborado a mano, y en su centro contenía, como muchos, la filigrana que marcaba su origen; tal vez pertenecía a alguna partida de las que aún podían adquirirse en librerías especializadas.

Durante interminables tardes analizando papeles, había aprendido mucho sobre ellos. Ahora podía incluso descifrar la época de su fabricación, algo que antes del curso le hubiese parecido imposible. ¿1650? Dobló la carta y la guardó en el sobre. Después la acercó a su nariz y aspiró su aroma. ¿A qué le olía aquel papel? Era un perfume muy familiar que no podía precisar. ¿A nieve? ¿Era posible que el frío tuviera algún aroma? ¡Claro que era posible! Ella lo había confirmado al día siguiente de su llegada a Firenze, en el giardino di Boboli.

Mientras tomaba apuntes sentada sobre la hierba, descubrió los restos de una nevada abandonados en un rincón, como un collar de cuentas traslúcidas que iban derritiéndose lentamente al calor del sol. La nieve, aquel lejano prodigio de la naturaleza imposible de vivir en su Cali natal, una ciudad donde en plena Navidad los Papas Noeles iban en camiseta comiendo helados mientras aguantaban unas temperaturas que no bajaban de los 27 °C; la nieve, aquella blancura silenciosa que tanto había soñado de niña viendo las postales navideñas que llegaban de lugares remotos, donde se deslizaban trineos y renos y los niños jugaban a fabricar muñecos y a lanzarse bolas en las películas que a veces la llevaba a ver su padre; la nieve, su soñada nieve, estaba ahora al alcance de su nariz. Cogió un puñado y, como siempre hacía desde niña con todo lo desconocido, aspiró su fragancia hasta arrancarle su olor. El frío tenía un perfume suavísimo de humedad dulce y agua fresca, pero también de algo lejano y triste.

Quien escribió aquella carta llevaba la nieve adherida a su piel.

18

Restauraba un antiguo pergamino cuando el móvil vibró en su bolsillo. En el buzón de voz encontró un mensaje que la instaba a llamar con urgencia a un número de teléfono. Tenían datos sobre su marido y su hija. Tras año y medio de silencio, resucitaba la búsqueda. Marcó y marcó pero nadie contestó; una voz mecánica le pedía dejar un mensaje.

Colgó y salió a toda prisa del aula, sin siquiera quitarse el delantal ni despedirse. En las escaleras del Palazzo tropezó de lleno con el profesor Sabatini, que la sujetó para no caer. En la carrera sus pies se habían enredado con su falda demasiado larga. El bastón voló por los aires y el catedrático lo atrapó antes de que la empuñadura de cristal se astillara en el suelo.

Esa mujer le intrigaba más de la cuenta. Además de que su cara le era familiar y por más que lo intentaba no lograba situarla en ningún contexto, parecía vivir en otro mundo; como si todo lo que la rodeara estuviera lleno de palabras insinuadas y gestos inacabados.

—¿Pasa algo? —le dijo, paternal—. Se la ve preocupada.

—Lo siento, iba distraída.

—Quien lo siente soy yo, ha estado a punto de tener un serio accidente. Estas escaleras son peligrosas; demasiado altas para su pierna. —Le entregó el bastón—. ¿Ha descubierto algo más sobre el diario?

Ella pareció no oírle. Su cabeza latía al ritmo de su incertidumbre.

—¿Diario? —repitió sin prestar atención; el mensaje recibido la tenía ensimismada. Aparte de esperar, no podía hacer nada.

—¿Recuerda la página que me enseñó?

—¡Dios! No me haga caso hoy, profesor. Tengo la cabeza en otra parte; claro que la recuerdo.

Ella se quedó mirándolo y de pronto, como en un flash, el profesor vio en el rostro de su alumna a la mujer que durante semanas había ocupado diarios y noticieros por el aparatoso y extraño accidente de Arezzo, en el que habían desaparecido el marido y la pequeña hija: la había reconocido. La sensación familiar que lo había acompañado desde el momento en que la vio por primera vez finalmente tenía sentido; eludió hablarle de ello.

—Me ha dicho mi ayudante que no volvió a los archivos; por mí puede hacerlo cuando desee. Si quiere puedo pedirle que la ayude en la búsqueda.

El catedrático quería continuar la conversación, la presencia de la escritora lo calmaba. Su serena y rara belleza residía en ese halo de dolor que la envolvía.

—¿Le apetece un café? En la via Romana hay un sitio donde lo hacen buenísimo. Me encantaría continuar la charla que dejamos inconclusa el otro día.

—De acuerdo, aunque espero una llamada muy importante y no sé si seré una interlocutora interesante.

—Usted siempre es interesante… —la miró directo a los ojos—, aun estando en silencio.

La tomó con delicadeza del brazo y la condujo hasta el portal.

Al salir, una ráfaga huracanada los recibió. En la calle, cientos de libros descuadernados escapaban de un camión en movimiento y se alzaban en el aire creando gigantes de papel que avanzaban hacia ellos con vida propia. Remolinos de hojas arrancadas de cuajo sobrevolaban a transeúntes que impasibles se mezclaban con el espectáculo. En la otra acera, un hombre de blancura transparente, acentuada por su traje azul marino, perseguía una de las páginas que giraba y giraba al ritmo de un vals mudo. El desconocido corría con los brazos extendidos, implorando sin voz como un amante rechazado, mientras la hoja se negaba a dejarse alcanzar. De pronto, cuando estaba a punto de tocarla, la página bostezó, levantó de nuevo el vuelo y atravesó triunfal la via hasta estrellarse de lleno en el rostro de la escritora que la atrapó en su mano. El hombre que corría tras la hoja suelta se detuvo en seco delante de la pareja. La ventisca arreció sobre ellos, circundándolos con furia.

En medio de aquel ventarrón que elevaba su falda, enloquecía sus cabellos y buscaba arrastrarla consigo, Ella lo reconoció: era el pálido librero del Mercato Nuovo.

La desquiciada ráfaga de papeles que parecía atacarlos cayó al suelo de golpe. El ciclón terminaba.

—Tenga —le dijo la escritora, extendiéndole el papel—. Ahora ya no se le resistirá más.

Lívido la recibió y quiso agradecerle, pero su timidez se lo impidió —nunca había logrado que su lengua fuera cómplice de su alma—. El súbito encuentro le había robado el habla. Sus ojos se clavaron en la mano del hombre que la llevaba por el brazo y sin dudarlo ni un instante concluyó que la extraña que visitaba su librería tenía marido: «Otra vez no, por favor», pensó.

Quiso preguntarle por qué no había regresado a la librería, decirle que la echaba de menos, que necesitaba que volviera, que en su tienda le esperaban muchos libros aún por descubrir, que Rilke, Whitman, Lorca, Neruda, Leopardi, Manzoni, tenían versos para ella, pero se quedó en silencio, detenido al borde de sus anhelos.

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