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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (3 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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—Es curioso. Nunca pensé que hablaría con alg…

—¿Alguien como yo? A veces, las apariencias engañan,
cara signora.
¡Podemos ser tantas cosas a la vez! Además, el mundo se equivoca al ir clasificando. No somos por lo que tenemos, sino por lo que sentimos, ¿no le parece?

—¿Usted cree?

—Existen muchos tipos de carencias. Más que no poseer bienes materiales, deberíamos preocuparnos por carecer de sensibilidad hacia la vida. Hay muchos universos por descubrir.

—Le aseguro que no tantos como a veces creemos. Yo pienso que todo está aquí dentro —Ella se puso la mano en el pecho—, pero necesitamos buscarlo fuera para justificar la existencia, y cuando la damos por justificada, nada tiene sentido y volvemos a repetir el mismo ciclo hasta que la muerte se apiada de nosotros. La muerte es la única verdad. Hemos venido para nada; ni fuimos consultados ni se nos preguntó si queríamos venir. Existimos con la única finalidad de irnos. Un viaje perdido. Creamos familias, cocinamos, comemos, nos educamos, trabajamos para mantenernos vivos a toda costa, levantamos monumentos que hablan de batallas en las que ya nadie cree, rezamos frente a imágenes que nada nos dicen: no pueden aconsejar, no han vivido. Queremos creer en algo, asirnos a lo que sea para distraer la certeza de este ciclo absurdo… Nos inventamos viajes, músicos, bailarines, óperas, vestimos ropas para parecer que entendemos este teatro, que interpretamos bien nuestro papel, para pertenecer a esos círculos donde nadie piensa porque pensar puede ser peligroso…

De pronto se dio cuenta de que el desconocido llevaba un rato sin hablar.

—¿Quiere tomarse un café conmigo? —le propuso Ella.

—A esta hora y en esta ciudad me parece que ni la cafeína está despierta. ¿Qué hace una mujer tan bella con tanto dolor?

—Usted no es un vagabundo, ¿verdad?

—Digamos que me jubilé de este mundo hace rato. Soy un ocioso. —El hombre hizo una venia—. Una gran profesión. Usted no sabe cuánto llega a enseñar la ociosidad… ¿Adónde va a estas horas?

—No sé. Quizá esté buscando palabras. A lo mejor sigo en mi empeño de tratar de entender lo absurdo.

Habían caminado un largo trecho. Las calles les devolvían sus voces amortiguadas por el asfalto mojado. Se detuvieron en la Loggia del Mercato Nuovo, delante de la famosa fuente del Porcellino. A la luz de los focos, el hocico del animal brillaba con fuerza. Los turistas continuaban la pantomima diaria de frotarlo pidiéndole deseos imposibles; manos que año tras año habían hecho brillar la trompa de un animal que con su mueca se burlaba de todos, mientras las monedas rodaban por su lengua para acabar nadando en la nada de los engañabobos.

—He llegado —le dijo Ella señalando la librería—. Gracias por acompañarme.

El hombre no se movió.

Ella volvió a hablar.

—Olvidé preguntar su nombre.

—No tengo; no me hace falta. Tampoco sé el suyo y eso no impidió que por un rato nos sintiéramos amigos, ¿verdad?

—Gracias, fue un placer.

—Nos volveremos a encontrar en cualquier esquina de la vida, no le quepa duda.

Ella afirmó con la mirada y por un instante pensó que eran dos iguales, que la soledad los hermanaba.

El hombre se fue perdiendo en la helada bruma de la via Calimala y, antes de doblar por la via Tavolini, se giró y levantó su mano. Ella le contestó con otro gesto mientras su nariz se recreaba de nuevo en aquel perfume de hojas leídas y tiempo pasado; de velas derretidas, lágrimas y risas ajenas: volvía a estar delante de la vitrina de la antigua librería.

Unas rejas la separaban del cristal, pero a través de ellas alcanzaba a ver el libro que continuaba exhibiendo su dolor sobre el atril. Dos páginas, como un mapa inconcluso con islas de letras ínfimas apiñadas, asustadas, una sobre otra, imposibles de leer a simple vista, rodeadas de un mar sin fondo donde se habían despeñado o suicidado frases enteras, tal vez el párrafo que lo aclaraba todo.

Quería entender qué pasaba con las palabras que no estaban. ¿Cómo quedaba aquella historia si había perdido parte de su contenido? ¿Era posible resucitar lo muerto?… ¿Encontrar lo desaparecido?

Marco y Chiara…

Su alma, desde aquel día, fugada de su cuerpo.

¿Adónde había ido a parar el diario del que tanto le habían hablado sus padres; aquel libro de terciopelo rojo, recamado en piedras preciosas, que guardaba su jovencísima abuela bajo su almohada? ¿Habría existido en realidad? Y si era cierto que había existido, ¿qué contaba?

El paquete. Tenía que abrir el paquete. Saber qué le había enviado su madre.

7

Regresó al hotel con las primeras luces del amanecer, tras consumir la noche reflexionando frente al escaparate de la antigua librería. Las calles empezaban su actividad. Un camión cisterna mojaba el asfalto y se llevaba los últimos residuos de basuras olvidadas mientras un grupo de hombres azules caminaba con sus mantas prohibidas, repletas de imitaciones y baratijas, tratando de encontrar el mejor sitio para exhibirlas. Por el camino fue buscando con la mirada al mendigo de la rosa para invitarlo al café prometido, pero no lo encontró. Se metió en el primer bar y pidió un capuchino doble y un sándwich de mozzarella, tomate y albahaca. Era la primera vez que volvía al centro de su estómago esa sensación desaparecida: el hambre.

Al llegar, el conserje le abrió la puerta.


Buon giorno,
señora. Ha madrugado hoy. ¿Le pido el desayuno?

—No, gracias. Ya he tomado algo. Fabrizio…

—Dígame,
signora.

—Necesito que me consiga teléfonos y direcciones de todos los institutos y academias que se dediquen a la restauración de libros antiguos.

Se metió en el ascensor. Al llegar a la habitación, extrajo del bar la botella de vodka, se sirvió un trago y se dirigió ansiosa al armario. Cuando estaba a punto de abrir el paquete, sonó el teléfono. Desde la recepción llamaban para darle los datos. Tomó nota de los números, mientras rasgaba el envoltorio que aún conservaba los sellos de franqueo. Se quedó con la caja desnuda entre las manos y la acercó a su nariz aspirando un aroma perdido: olía al pecho de su padre; a las camisetas que, mientras él dormía, le robaba de su armario para ponérselas y sentirlo más cerca, cuando aún no se había creado aquel abismo entre los dos.

Levantó la tapa despacio y una bocanada de letras guardadas escapó de golpe. Tras ella, encontró un fajo de hojas amarillentas mecanografiadas, con tachones y garabatos hechos al vuelo, dos maderas finísimas selladas por un cordel, un pañuelo atado con un nudo, y un libro descuadernado que inmediatamente reconoció: sus primeras letras.

Lo primero que llamó su atención fueron aquellas maderas. Retiró el cordón que las unía y las abrió: en el interior reposaba una página carcomida por los años, escrita a pluma con una extraña caligrafía y en un idioma imposible de descifrar, salvo una fecha: 1479. En su centro aparecía rodeado de letras oxidadas el dibujo perfecto de una gema. Se quedó un buen rato tratando de entender el tipo de escritura, buscando identificar aunque sólo fuera una palabra, pero no pudo. Volvió a guardarlo, tomó el pañuelo y deshizo el nudo despacio, tratando de proteger lo que guardaba.

De repente, algo cristalino rodó por los suelos hasta perderse bajo la cama. Se agachó a recogerlo. Un haz de luz bañó el objeto haciéndolo resplandecer. Era un pedrusco azul de una belleza extraordinaria. Lo colocó en la palma de su mano y lo acercó a la lámpara. Aquella lágrima cristalizada devolvía una luz iridiscente, multiplicándola y proyectándola en intensos reflejos. No lo podía creer… ¡¡¡EXISTÍA!!! Era el diamante azul del que tanto le habían hablado sus padres.

¿Cómo era posible que no lo hubieran vendido, cuando aquella gema los habría podido sacar de la pobreza?

Volvió al paquete abierto, extrajo las páginas mecanografiadas y las fue leyendo poco a poco.

Allí estaba esbozado el primer párrafo de una historia cuya protagonista era una doncella llamada Chiara: cuarenta y nueve líneas.

Pasó la página y se encontró otro comienzo: treinta y siete frases sin continuar… Y en la página siguiente, y en la siguiente, y en la siguiente; cien folios que abordaban el inicio de una historia.

Todos estaban llenos de apuntes al margen, escritos por su padre en lápiz rojo:

Hablar de la lágrima azul…

Investigar qué pasó con el diario…

¿Existe aún el
palazzo Bianchi?…

¿Chiara era zurda ?…

¡FALTAN DATOS!…

Si el diamante aún está, ¿cómo pudo suicidarse con él?…

¿Quién extrajo la gema de su garganta?…

¿Por qué o por quién se suicidó?…

¿Alguien la mató e hizo ver que se había suicidado?…

¿DÓNDE ESTÁ EL DIARIO?…

Ella se quedó con el diamante azul y la página carcomida en sus manos, sin saber qué hacer. Esa lágrima simbolizaba en realidad eso: una lágrima. El dolor petrificado de alguien, convertido en cristal. Algo que nunca había acabado de fluir… como su dolor.

Esa tarde decidió que iría al Harry's Bar, su fuente de inspiración. Después de pasarse veladas enteras observando a los comensales, imaginando sobre ellos historias imposibles, no había vuelto.

Se arregló, tratando de adornar su soledad con tres pulseras, dos collares y un sombrero. Se miró al espejo y éste le devolvió un rostro de óvalo sereno que conservaba intacta su belleza. Parecía mentira que a sus treinta y cinco años ya lo hubiera vivido todo y se sintiera tan vieja y vacía. Se sumergió en sus ojos grises y en el fondo le pareció ver un lago donde reposaban sus lágrimas congeladas. Tomó el diamante azul, lo colocó bajo su lagrimal y, tras observarse un largo rato, murmuró:

«La Donna di Lacrima. Io sono La Donna di Lacrima.»

8

Iba vestida de fiesta, como en sus mejores soledades. Ni siquiera se quitó el abrigo, aunque dentro la calefacción rabiaba. En la barra del bar estaba Leo Vadorini con sus sempiternas gafas colgando sobre su mandíbula. La vio entrar y como de costumbre, sin saludarla, tomó una botella del mostrador, la coctelera y comenzó a prepararle lo que siempre bebía: un vodka sour. El lugar estaba atestado de comensales que discutían picoteando tacos de
parmigiano y
risas. Parejas, ejecutivos, divorciados, viudos, vueltos a casar, la sociedad florentina al rojo vivo. Ni un solo extranjero, sólo ella.

Sentía la garganta como una lija y la lengua entumecida de tanta mudez. La pierna y su lengua se hermanaban en ese silencio lacerado. Sólo beber el primer trago, le llegó nítido el párrafo de su primera novela. Había nacido en ese lugar, de un gesto sencillo y para muchos intrascendente: una mujer perdía su
foulard
y un hombre lo recogía. Dos desconocidos se rozaban con la punta de un pañuelo: «Gracias.» «De nada.» Dos soledades desperdiciaban la oportunidad de hacerse amigos.

Allí había descubierto que escribía porque no podía vivir sin hacerlo. Las palabras no dichas se le ordenaban solas mientras miraba. Aquella hilera de letras mudas le sonaban como una cascada de agua cristalina. Pronunciadas, perdían su magia; nunca habían sido su gran fuerte. De tanto ir en silencio, su alma aprendió a hablar sin voz. La escritura era su propio arrullo, la nana que calmaba sus miedos. ¿Cuándo había renunciado a la vida real para vivir la imaginada? Su niñez le pasó por delante como viento despistado de estación. ¿En qué momento se había apartado de todo lo que la rodeaba? Su mundo infantil de traumas, rigores y carencias la había obligado a fantasear con otra vida y había perdido la línea de su horizonte. Leía y saltaba dentro de otros mundos, vistiendo los ropajes, sueños y sentimientos de sus heroínas; llorando las penas ajenas inventadas, haciéndolas suyas. Su gran triunfo había sido soñar y plasmar sus sueños para que otros los vivieran, ya que a ella el mundo le quedaba grande.

Mientras saboreaba el cóctel a tragos lentos, una corriente helada la envolvió y dos puñales de hielo hirieron su cuerpo rajándola en dos, desde el pecho hasta el centro de sus piernas. Alguien la devoraba con lascivia. Se giró, pero al hacerlo un abrigo azul marino y un sombrero se evaporaron por la puerta, dejando en el suelo un rastro de escarcha y un marcado aroma a libro antiguo. Salió a la calle y lo vio desaparecer por las orillas del Arno. El vaho helado de su silueta se recortaba como una consonante sin vocal sobre el atardecer agonizante.

9

Esa tarde en la que nadie se dignó entrar en su librería, Lívido decidió cerrar antes de la hora y perderse en las desafinadas lluvias del otoño florentino.

Había regresado a Firenze tras la muerte de su padre, de eso ya hacía veinte años, para ponerse al frente de aquello que aún despertaba sus ganas de vivir. Quizá el único destino que le quedaba era ser el eterno protector de unos libros mutilados que nadie quería: un modesto guardián de sueños ajenos.

Cortona le había dejado una herida imposible de cerrar. La huida del monasterio, la renuncia de sus votos, ese amor encabritado y loco que le había arrastrado a una pasión mortal. Aquellos senos desbordantes de leche, aparecidos de repente en Semana Santa. Esos ojos carbonizados de deseo sobre la hostia virgen. El voluptuoso cuerpo desprendiendo aquel embriagador perfume, mientras sus labios se abrían despacio y su lengua surgía húmeda de ese fondo oscuro para recibir el pan que él le ofrecía.

Su nerviosismo había hecho que, al mirarla, la sagrada eucaristía se precipitara entre los senos dormidos de aquella mujer de manto negro y boca roja, y en esa caída había caído también su vocación.

¿Cómo rescatar de su pecho, de aquel cuerpo tibio, inmaculado, el solemnísimo cuerpo de Cristo? Si ella no debía tocar la hostia, la única solución era entrar entre sus senos… Y había entrado, despacio, con sus dedos temblorosos, deslizando suavemente las yemas sobre aquella piel de seda que palpitaba vida, y toda la columna de feligreses desapareció de repente en medio de aquel sueño mientras los coros elevaban sus voces como palomas al vuelo. Había entrado en sus senos y, después, su jugosa lengua recibía el pan glorioso en un amén lento… Había entrado en su boca y más tarde en su alma a través de su cuerpo.

Después de aquel Domingo de Resurrección ya nada volvería a ser igual. Cristo había resucitado de entre los muertos y él acababa de morir resucitado.

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