Elminster en Myth Drannor (46 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Se levantó, y sus fuertes manos obligaron a Maeraddyth a incorporarse con él. Paseó la mirada por el círculo de rostros silenciosos.

—¿Estamos todos de acuerdo en esto?

Le contestaron silenciosos cabeceos afirmativos.

—¿Hay alguien que no esté de acuerdo? Quisiera saberlo ahora, para acabar con él o ejecutar una fusión mental según sea necesario. —Miró en derredor con expresión severa, pero nadie, ni siquiera el tembloroso Maeraddyth, dijo una palabra.

—Bien. Ahora vestíos con vuestros mejores ropajes y aguardad mi regreso. El Starym que abandone esta casa dejará de ser uno de nosotros.

Sin una palabra más Uldreiyn Starym, archimago decano de la Casa, se alejó de ellos con grandes zancadas y cruzó la estancia, con rostro decidido.

Los criados huían despavoridos al contemplar la expresión de su cara, durante el largo trayecto por los corredores hasta llegar a su propia torre de hechizos. Cuando al fin estuvo ante su puerta, colocó una mano sobre ella y pronunció la palabra que liberaba a los dos dragones fantasmas contenidos en los espléndidos wyrms del escudo de armas de los Starym blasonados en su cara exterior.

Las dos criaturas rondaron arriba y abajo del último tramo del pasillo durante toda la noche, dispuestas a mantener alejados incluso a los miembros de la familia, pero nadie se acercó para intentar pasar entre ellas. Lo cual fue una gran suerte, ya que los dragones espectrales están siempre hambrientos.

El Estanque del Recuerdo había recuperado su blanco resplandor, y el Ungido, con aspecto cansado, levantó una mano en dirección a la Srinshee, que permanecía en el aire junto al trono.

—Ninguno de ellos lo comprende —dijo en tono quedo. Se llevó la mano a la refulgente espada que pendía de su costado—. Durante veinte años o más los estúpidos jovencitos de las grandes casas han intentado hacerse con el trono. Pero, aunque hubieran triunfado, el vencedor no habría obtenido otra cosa que la oportunidad de someterse al ritual del derecho de espada. —Miró a Elmara, ahora Elminster de nuevo, de pie con Nacacia y la lady heraldo—. Muchos pueden probar ese ritual, pero sólo uno resultará elegido, tras sobrevivir a pruebas de talento, sensatez y coraje. —Suspiró—. Son tan jóvenes, tan imprudentes... —Mythanthar permanecía allí inmóvil escuchando, con una leve sonrisa en el rostro, sin decir nada. Tenía los ojos fijos en los elfos que se apresuraban a limpiar la Sala de la Corte de sangre y cadáveres.

—Hacedlo ahora, por favor —dijo entonces el Ungido a la Srinshee.

Por encima de sus cabezas, la anciana hechicera-niña tocó el flotante trono de Cormanthor, lanzó un hechizo, y luego aguardó estremecida, los ojos cerrados, mientras el potente sonido de la llamada resonaba a través de ella.

Haces de luz brotaron de todos los puntos de su cuerpo; los rayos tocaron paredes, techos y columnas, y toda la estancia vibró en un atronador y creciente acorde.

Alcanzó proporciones inusitadas, y luego se apagó con la misma lentitud. Cuando dejó de sonar, los representantes de todas las Casas de Cormanthor se encontraban ante el trono, y elfos de menor categoría se amontonaban en las puertas.

Eltargrim envainó la espada y se alzó despacio por el aire hasta colocarse ante el trono. Cuando la Srinshee se tambaleó bajo los efectos secundarios de la potente magia que había activado, el soberano le pasó un brazo por los hombros para sostenerla, y anunció:

—Pueblo de Cormanthor, algo terrible ha tenido lugar hoy, y ha sido contrarrestado. Mythanthar declara que está listo, y no voy a esperar más, no fuera a ser que los que buscan controlar el reino para que sea su juguete particular tengan tiempo de realizar otra intentona, y ello cueste la vida de más cormanthianos. Antes del anochecer de este día, el Mythal prometido será colocado, y se extenderá sobre toda la ciudad desde el mojón del norte al estanque de Shammath. Cuando se considere que ya es estable... lo que sucederá durante el sol alto del día siguiente... las puertas de la ciudad se abrirán a gentes de todas las razas que no se dediquen al mal. Se enviarán emisarios a los reinos conocidos de los hombres, los gnomos, los halflings... y sí, también de los enanos. A partir de ese momento, aunque nuestro reino seguirá siendo Cormanthor, a esta ciudad se la conocerá como Myth Drannor, en honor al Mythal que Mythanthar forjará para nosotros, y por Drannor, el primer elfo conocido de Cormanthor que se casó con una joven enana, aunque de eso hace ya muchísimo tiempo.

Bajó la mirada, y la lady heraldo se adelantó y anunció, solemne:

—Los hechiceros han sido convocados. Que todos los aquí presentes guarden silencio y observen. ¡Que dé comienzo la colocación del Mythal!

Epílogo

El Mythal que se levantó sobre la ciudad de Cormanthor no era el más poderoso que se hubiera tejido jamás, pero los elfos todavía lo consideran el más importante. Fue forjado con amor y gran empeño, y las muchas manos que lo tejieron le concedieron muchos poderes espléndidos y extraños. Los elfos todavía cantan a sus artífices, y juran que sus nombres vivirán eternamente, a pesar de la caída de Myth Drannor: el Ungido Eltargrim Irithyl; la lady heraldo Aubaudameira Dree, conocida por los trovadores como «Alais»; el armathor humano Elminster, Elegido de Mystra; lady Oluevaera Estelda, la legendaria Srinshee; el mago humano conocido como Mentor; el semielfo Arguth de la isla Ambral; el mago del tribunal supremo lord Earynspieir Ongluth; los lores Aulauthar Orbryn y Ondabrar Maendellyn; y las damas Ahrendue Echorn, Dathlue Bruma Invernal, conocida por los bardos como «lady Acero», y la gran señora Alea Dahast. Éstos no fueron todos, desde luego. Muchos cormanthianos se unieron a la Canción ese día y, por la gracia de Corellon, Sehanine y Mystra, algunos de sus deseos y habilidades hallaron misteriosas formas de penetrar en el Mythal. Algunos no quisieron tener nada que ver, pues la traición nunca desapareció de Cormanthor, tanto si se llamaba Myth Drannor como si no...

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun
,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

Armathor
que habían abandonado a toda prisa sus puestos de vigilancia en el palacio del Ungido penetraron apresuradamente en la Sala de la Corte, conducidos por las seis hechiceras de la corte, y, con el rostro sombrío, desenvainaron las espadas y se colocaron en círculo en torno al trono, hombro con hombro y mirando hacia afuera.

En el círculo penetraron el Ungido, su lady heraldo, Elminster, Nacacia, Mythanthar y la Srinshee, tras lo cual los guerreros cerraron filas a su alrededor.

Sus espadas se alzaron, listas para atacar, cuando un mago se aproximó dubitativo y se dirigió al Ungido.

—Venerado señor —dijo con cautela, mientras procuraba que sus ojos no se desviaran hacia las manchas de sangre de los blancos ropajes de Eltargrim—, ¿me necesitáis?

El Ungido miró a la Srinshee, quien contestó con dulzura:

—Sí, Beldroth. Pero no aún. Aquellos que nos encontramos en el círculo debemos morir un poco, para que el Mythal viva. Tu sitio no está aquí.

El noble elfo retrocedió, con expresión levemente avergonzada, y un poco aliviada.

—Únete a nosotros cuando la red esté tejida y reluzca sobre nosotros —añadió la menuda hechicera, y él se detuvo en seco para escuchar cada una de sus palabras.

—Si morir tiene que ver con esto —dijo entonces con voz ronca una anciana y arrugada dama elfa, que surgió de entre los reunidos y avanzó con una ligera cojera, apoyada en su bastón—, bien podría abandonar este mundo por fin haciendo algo bueno por el país.

—Sed bienvenida aquí dentro, lady Ahrendue —la acogió la Srinshee con afecto. Pero los guardas no se movieron para dejar un camino despejado al interior del anillo hasta que la lady heraldo les ordenó tajante al oído:

—Dejad paso a lady Ahrendue Echorn.

Sus espadas se alzaron, y un murmullo recorrió toda la corte, cuando un elfo que permanecía de pie junto a una columna distante se adelantó y dijo:

—Ha llegado el momento de poner fin al engaño, creo. —Al cabo de un instante, su delgada figura se estiró para quedar una cabeza más alta, y se tornó más gruesa en los hombros. Muchos de los cortesanos lanzaron ahogadas exclamaciones. Otro humano... ¡y éste oculto en su seno!

Tenía el rostro envuelto en una oscuridad mágica, y los tensos guardas cormanthianos no veían más que los agudos ojos que los contemplaban con fijeza desde las sombras, pero la Srinshee anunció con firmeza:

—Mentor, sois bienvenido a nuestro círculo.

—Moveos, mis leales —murmuró la lady heraldo, y esta vez los guerreros obedecieron presurosos.

Se produjo entonces otro revuelo en el atestado salón, cuando una fila de personas se abrió paso por entre los reunidos. El mago del tribunal supremo avanzaba al frente de la comitiva, y detrás de él iba lord Aulauthar Orbryn, lord Ondabrar Maendellyn, y un lord semielfo cuyos hombros cubiertos por una capa estaban rodeados por un arremolinado anillo de refulgentes gemas, a quien la Srinshee identificó en un susurro como «el hechicero Arguth de la isla Ambral». Cerrando la marcha iba la gran señora de Art Alea Dahast, esbelta, sonriente y de mirada penetrante.

Empezaban a estar un poco apretados dentro del círculo, y, mientras el Ungido abrazaba a los últimos recién llegados, preguntó a la Srinshee:

—¿Os parece que es esto todo lo que Mythanthar necesita?

—Esperamos a uno más —contestó la menuda hechicera, mirando por encima de los hombros de los guardas, aunque finalmente optó por alzarse para flotar en el aire. Juguetón, Mythanthar empezó a darle golpecitos en los dedos, hasta que ella se puso a darle patadas.

—Ah —dijo por fin la hechicera, haciendo señas a un rostro situado entre los ciudadanos allí reunidos—. El último miembro. ¡Acercaos, Dathlue!

Con expresión sorprendida, la esbelta guerrera se adelantó cubierta con su armadura, y se desabrochó la fina y larga espada que se balanceaba en su cadera. Tras entregársela a los guardas, se introdujo en el interior del anillo, besó al Ungido en plena boca, apretó el brazo de la Srinshee, y luego se quedó a la espera.

Intercambiaron miradas entre ellos, y la Srinshee miró a Mythanthar, que asintió.

—Ensanchen el círculo —ordenó la menuda hechicera con decisión—. Ahora necesitamos mucho espacio otra vez. Sylmae, ¿has hecho que trajeran todos los arcos aquí?

—No —respondió la hechicera del círculo, sin volverse—. Yo me encargué de las flechas. Holone trajo los arcos.

—Y yo conseguí algunas repugnantes varitas —intervino Yathlanae, desde su puesto en el círculo—. ¡Algunas de estas damas llevaban hasta cuatro ligas para poder transportarlas!

—No digáis nada —indicó a Mythanthar la Srinshee tras lanzar un teatral suspiro—. Penséis lo que penséis, no lo digáis.

El anciano mago adoptó una expresión de exagerada inocencia y extendió las manos.

La menuda hechicera sacudió la cabeza y empezó a tomar por el codo a los presentes en el círculo y a conducirlos al lugar donde quería que estuvieran, hasta tenerlos a todos bien espaciados en un anillo alrededor de Mythanthar, mirando hacia adentro.

Elminster se sorprendió al darse cuenta de que temblaba. Lanzó una veloz mirada a Nacacia, captó su sonrisa tranquilizadora, y la devolvió. Luego paseó la mirada alrededor de toda la sala, desde el trono flotante al agujero del techo y a los grandes pedazos de columna derrumbada y destrozada. Detrás de ésta, la estatua de un héroe elfo agazapado amenazaba la corte con su espada extendida. Lo observó con atención un buen rato, pero no era más que eso: una simple estatua recubierta de polvo.

Aspiró con fuerza e intentó relajarse. «Mystra, poneos de nuestro lado ahora —pensó—. Moldead y supervisad esta potente magia, os lo ruego, para que se convierta en lo que visteis hace tanto tiempo, que os hizo enviarme aquí.»

La Srinshee aspiró también con fuerza entonces, paseó la mirada por todos ellos, y musitó:

—Empecemos.

En medio de la excitación, nadie en toda la enorme estancia observó la presencia de algo pequeño, oscuro y polvoriento que se arrastraba entre ellos, encorvándose y deslizándose como una especie de oruga mientras se aproximaba despacio por el suelo manchado de sangre de la sala... en dirección al círculo.

En el interior de éste, Mythanthar volvió a extender las manos, los ojos cerrados, y de sus dedos se proyectaron delgados haces de luz que fueron el encuentro de cada uno de los presentes en el interior del anillo. Murmuró algo, y los cormanthianos que lo observaban lanzaron una exclamación de horror y alarma cuando el cuerpo del mago estalló en un remolino de huesos y sangre.

Elminster se quedó boquiabierto y estuvo a punto de abandonar su puesto, pero la Srinshee lo detuvo con una severa mirada; por las lágrimas que rodaban por las mejillas de la hechicera, El comprendió que la hechicera ignoraba que el hechizo de Mythanthar requería el sacrificio de su propia vida.

La nube que había sido el anciano mago se elevó como el humo de un incendio, y se tornó blanca y cegadora. Los haces blancos que seguían ligándola a los otros miembros del círculo brillaban con un fuego propio.

Llamas blancas como lenguas de nieve se elevaron hacia el techo desgajado de la Sala de la Corte, al tiempo que los cuerpos de todos los que estaban en el círculo se veían envueltos en un fuego blanco.

Los cormanthianos apretujados en la estancia lanzaron una exclamación de asombro al unísono.

—¿Qué es esto? ¿Están muriendo? —chilló lady Duilya Crepúsculo Apacible, retorciéndose las manos.

Su esposo posó las manos sobre sus hombros para tranquilizarla, en tanto que Beldroth se inclinaba hacia ella y decía:

—Mythanthar está muerto... o más bien lo está su cuerpo. Él se convertirá en nuestro Mythal, cuando esto haya terminado.

—¿Qué? —Los elfos se apretujaban al frente por todas partes para escuchar, y Beldroth alzó la cabeza y la voz para contárselo a todos.

—Los otros deberían seguir viviendo, aunque el hechizo les está arrebatando una parte de su energía vital a todos ellos. Cada uno ha escogido un poder especial, y dentro de poco empezarán a tejerlo en su interior, y nosotros oiremos una especie de zumbido o canturreo.

Volvió a mirar al techo, a la cada vez más alta y arqueada red de fuego blanco, y descubrió que las lágrimas corrían por sus mejillas. Una mano pequeña se introdujo en la suya, y la oprimió tranquilizadora. Bajó los ojos y se encontró con los de una niña elfa que no conocía. Tenía el rostro muy solemne, incluso cuando le devolvió la sonrisa, y él le apretó la mano con fuerza en agradecimiento, y no la soltó.

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