Elminster en Myth Drannor (21 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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«Estoy tan prisionera como estos peces», pensó Amaranthae, inclinándose fuera del cenador en forma de cuenco donde estaban sentadas, en la base de la rama más larga que quedaba en este árbol de sombra de la Casa Auglamyr situado más al oeste. Tubos, columnas y esferas de cristal relucían bajo la luz de la mañana, en el fantástico montaje que alojaba a las mascotas con aletas de Symrustar. Los criados sabían muy bien que no debían molestarlas —o, más bien, que no debían molestar a Symrustar— allí, y usaban las campanillas parlantes en su lugar.

Pasaban una mañana tras otra en el cenador, reposando sobre almohadones y sorbiendo zumos fríos de frutas silvestres fermentadas, mientras la heredera de los Auglamyr intrigaba y conspiraba en voz alta sobre cómo promover todas sus ambiciones —y algunas de ellas no le parecían otra cosa a la descorazonada Amaranthae que la manipulación de las amistades por la manipulación en sí—, y su prima escuchaba y ofrecía palabras de apoyo en los momentos justos.

Aquella mañana Symrustar se mostraba realmente excitada, y sus ojos centellearon cuando dejó a un lado la comida, realizando un gesto despreocupado en dirección a las diminutas bocas abiertas del recipiente mientras se alejaba. «Por todos los dioses, es tan hermosa», se dijo Amaranthae, contemplando los elegantes hombros de su prima y las largas y suavemente curvadas líneas de su cuerpo cubierto con una túnica de seda. Unos ojos y un rostro llamativos, incluso entre las bellezas de la corte. No era extraño que tantos caballeros elfos irguieran las orejas al verla.

—¿Piensas lo mismo que yo, prima? —preguntó Symrustar enarcando una ceja perfecta.

Amaranthae se encogió de hombros, sonrió, y dijo lo que era más prudente.

—Pensaba en este humano que nuestro Ungido ha nombrado
armathor
... y me preguntaba qué harías tú con esta sorpresa tan fuera de lo corriente, ¡tú que eres la más enérgica de las damas!

La joven parpadeó.

—Me conoces bien, Amaranthae. ¿Cómo crees que será flirtear con un humano?

—¿Un hombre? —Amaranthae se estremeció—. Ufff. Tan pesado y torpe como un ciervo, con su hedor correspondiente... ¡y todo ese
pelo
!

—Cierto —asintió su prima, con la mirada perdida en la distancia—. Sin embargo, he oído que ese sucio bruto posee magia; magia humana, muy inferior a la nuestra, desde luego, pero diferente. Con un poco de eso en mis manos, podría sorprender a unos cuantos de nuestros desmedidamente orgullosos magos jóvenes. Aunque los hechizos del humano no sean más que diminutos vestigios de cosas apropiadas para impresionar a jovencitos crédulos. Sé de alguien a quien le iría bien que le impresionaran un poco: su señoría el lord heredero Elandorr Waelvor.

—¿No lo has atormentado suficiente ya? —Amaranthae meneó la cabeza en pesaroso regocijo.

Symrustar volvió a enarcar una ceja perfecta, y sus ojos centellearon.

—¿Suficiente? ¡No hay «suficiente» para Elandorr el Bufón! ¡Cuando no está proclamando a los cuatro vientos que este o aquel hechizo que ha creado es mucho mejor que cualquier cosa que la avinagrada joven Symrustar Auglamyr pueda producir, se dedica a arrastrarse bajo la ventana de mi dormitorio con nuevas zalamerías! No importa lo firmemente...

—Groseramente —corrigió su prima con una sonrisa.

—... que lo rechace —continuó ella—, ¡regresa al cabo de unas pocas noches para volver a intentarlo! Mientras tanto, insinúa a sus compañeros de borrachera la inigualable dulzura de mis encantos, menciona como si tal cosa a las damas que lo idolatro en secreto, y revolotea por las bibliotecas de los hombres, ¡los hombres! para robar una insípida poesía amorosa que luego hace pasar por propia, ¡cortejándome con todo el estilo y la gracia de un insulso payaso gnomo!

—¿Vino anoche?

—¡Como de costumbre! Hice que tres de los guardas lo arrojaran de mi balcón. ¡Tuvo el descaro de intentar conjuros de transformación con ellos!

—Tú los anulaste, claro —murmuró Amaranthae.

—No —respondió ella con desdén—; dejé que fueran sapos hasta la mañana siguiente. ¡A ningún guarda del balcón de mi dormitorio lo debe coger desprevenido una sencilla transformación en dos fases!

—¡Oh, Symma! —exclamó su prima en tono reprobatorio.

—¿Me consideras severa? —Los ojos de la joven se endurecieron—. ¡Primita, pasa tú una noche en mi cama, y soporta la visita del «Señor Amor» de los Waelvor, y ya veremos lo caritativa que te sientes con los guardas que hubieran debido mantenerlo lejos!

—¡Symma, es un mago experto!

—¡Entonces que ellos también sean magos expertos, y que lleven los amuletos de inversión que les di. ¿Qué importa si deben derramar sangre en su trabajo? ¡Harán que los tan magistrales hechizos de Elandorr se vuelvan contra él! ¡No importarán unas cuantas cicatrices... sin mencionar su declarada lealtad hacia la Casa Auglamyr!

Symrustar se levantó y empezó a pasear nerviosamente por el pequeño hueco de forma cóncava. El sol matutino centelleaba en la cadena adornada de joyas que ascendía sinuosa por su pierna izquierda desde la ajorca del tobillo hasta la liga.

—¡Si hace tres lunas —profirió, agitando los brazos—, cuando consiguió llegar hasta los cortinajes mismos de mi lecho, encontré a un guarda escondido y
observando
, por la cacería! ¡Observando, para ver cómo me desvanecía en los brazos de Elandorr! Oh, él afirmó que se encontraba allí para protegerme de la «última humillación», pero estaba tumbado sobre el dosel de mi cama, vestido de terciopelo negro para que no lo vieran, ¡y envuelto en tantos amuletos que prácticamente no podía mantenerse erguido! ¡Los había obtenido de mi padre, dijo, pero no me sorprendería descubrir que algunos de ellos provenían de Casa Waelvor!

—¿Qué le hiciste? —preguntó Amaranthae, volviendo la cabeza para ocultar un bostezo.

—Le mostré todo lo que había intentado ver —Symrustar sonrió con ferocidad—, también le quité hasta la última prenda que llevaba, y luego... los peces.

—¿Lo diste de comer a...? —Amaranthae se estremeció.

—Así es —asintió ella—, y envié todas sus pertenencias en un fardo a Elandorr al día siguiente, con una nota en la que le decía que aquellos atavíos era todo lo que quedaba de la última docena de caballeros que se habían considerado dignos de cortejar a Symrustar Auglamyr. —Suspiró teatralmente—. ¡Volvió a probar suerte la noche siguiente, claro!

Amaranthae meneó la cabeza.

—¿Por qué no se lo cuentas a tu padre, y que vaya a ver a lord Waelvor hecho una furia? Ya sabes cómo son las viejas Casas; Kuskyn Waelvor se sentiría tan mortificado al ver que un hijo suyo corteja a una dama de una Casa tan «desconocida» como la nuestra, o que corteja a cualquier dama de una casa importante sin su permiso, ¡que Elandorr iría a parar a una jaula mágica durante los próximos diez años, en un santiamén!

—¿Y qué diversión proporcionaría eso, Ranthae? —Symrustar clavó la mirada en su prima.

La muchacha esbozó una sonrisa.

—Claro. ¡Que la prudencia no se interponga jamás en la diversión!

—Exacto —dijo Symrustar riendo. Extendió una mano hacia las campanillas parlantes—. ¿Más ponche de bayas, prima?

Amaranthae le dedicó una sonrisa como respuesta y se recostó en las frondosas ramas que envolvían el cenador.

—¿Y por qué no? ¡Arrojemos todos los hechizos a nuestra espalda, y elevémonos por los aires aullando a la luna!

—Un sentimiento muy apropiado —asintió su compañera, desperezando su magnífico cuerpo—, vistos los planes que tengo para ese humano, «Elminster». Sí, me ocuparé de que los humanos tengan alguna utilidad. —Estiró el vacío vaso de ponche que sostenía entre los dedos de los pies, y golpeó las campanillas parlantes con él.

Mientras resonaba su dulce acorde, Amaranthae Auglamyr sintió un escalofrío ante el indiferente y despreocupado placer presente en la voz de su pariente. Tenía un cierto toque de
avidez
.

—No quisiera estar en las botas de este humano, por muy hechicero poderoso que sea —murmuró Taeglyn desde abajo, donde estaba ocupado clasificando con cuidado las joyas sobre terciopelo con la ayuda de un conjuro que aumentaba su tamaño.

—Me importa un comino este humano... No es más que una bestia del campo —refunfuñó Delmuth—, pero son las botas del Ungido las que quiero ver ocupadas por otro propietario, una vez que haya hecho lo que debo.

—¿Hacer lo que debéis? Pero, señor, ¡el Flith Menor está casi completo! ¡No le falta más que un rubí para la estrella Esmel, y dos diamantes para la Vraelen! —El criado señaló con la mano el reluciente mapa celeste que ocupaba la mitad superior de la cúpula de la estancia. En respuesta a su mención de los nombres de aquellas estrellas, el hechizo que Delmuth había lanzado con anterioridad hizo que dos puntos empezaran a parpadear en el aire.

Centellearon en silencio, a la espera de sus gemas, pero Delmuth Echorn descendía con suavidad de entre la obra de su vida, las constelaciones que había modelado en joyas que brillaban a su alrededor.

—Sí, hacer lo que debo: destruir a ese humano. Si permitimos que esto quede así, los tendremos aquí a millares, un montón de chusma alrededor de nuestros tobillos, rogando o amenazándonos cada vez que salgamos, y arrasando el bosque con esa rapidez que tan bien saben llevar a cabo. ¡Si pudieran tocar las estrellas —rugió, señalando su firmamento en miniatura—, ya habríamos echado en falta una o dos!

Lanzó una mirada airada a los titilantes puntos de luz, que, obedientes, se apagaron. Entregó a Taeglyn sus guantes, con sus largas puntas de metal parecidas a zarpas, se desperezó como un enorme y elástico felino salvaje, y añadió, enojado todavía:

—Sí, nuestro íntegro y poderoso Ungido se ha vuelto loco, y ninguno de nosotros parece estar lo bastante preparado para alzar las manos y las voces contra él. Bien, yo daré el primer paso, si ningún otro cormanthiano está dispuesto a hacerlo. Hay que erradicar la contaminación que ha permitido que penetre hasta el corazón de nuestra hermosa Cormanthor.

Con expresión decidida, abandonó la habitación a grandes zancadas, abriendo de un portazo las dos puertas con sus muñequeras mágicas. Éstas retumbaron, se astillaron, y rebotaron estremecidas en la pared, pero Delmuth Echorn, que se alejaba decidido, ni siquiera lo oyó.

Instantes después atravesaba el alto vestíbulo principal repleto de balcones blandiendo su mejor espada para jabalíes, que emitía un resplandor verde debido a los innumerables hechizos, cuando su tío Neldor se inclinó sobre una de las barandillas y exclamó:

—Por la barba invisible de Corellon, ¿qué haces? ¡No se ha convocado ninguna cacería para esta tarde, y estamos en plena mañana aún!

—No voy a una cacería, tío —respondió él, sin aminorar el paso ni levantar la mirada—. Voy a limpiar el reino de un humano.

—¿El que el Ungido ha nombrado
armathor
? Chico, ¿dónde está tu buen juicio? ¡Ninguna trompeta ha pregonado tu desafío! ¡Ni se ha presentado cargo alguno ante la corte, o ante ese hombre! Los duelos deben declararse formalmente. ¡Es la ley!

Delmuth se detuvo ante las altas hojas de la puerta principal para que un apresurado sirviente tuviera tiempo de abrirlas, y volvió la mirada hacia lo alto.

—Voy a matar a alguien que es una sabandija, no una persona con el derecho a ser tratada como uno de nosotros, diga lo que diga el Ungido.

Arrojó la espada al aire girando sobre sí misma y la siguió al exterior; justo antes de que las puertas se cerraran con un fuerte golpe a su espalda, Neldor vio cómo volvía a cogerla y se alejaba por el jardín de hongos, para tomar luego la ruta más corta hacia la verja de espino.

—Estás cometiendo un error, muchacho —dijo entristecido—, y te llevas contigo a nuestra Casa. —Pero no había nadie en el vestíbulo de entrada del castillo Echorn que pudiera oírlo a excepción del atemorizado sirviente, cuyo pálido rostro estaba levantado para prestar atención a Neldor.

En lugar de hacer caso omiso de su presencia o de espetarle una orden tajante, el miembro vivo más anciano del linaje de los Echorn extendió las manos vacías con tristeza en un gesto de impotencia.

Junto a las puertas, el criado se echó a llorar.

El elfo vestido de cuero negro dio una jubilosa voltereta en el aire, se estrelló contra una cortina de hojas de enredadera, y arrojó pletórico la espada que empuñaba al tronco de un árbol de hojas azules que encontró a su paso. El arma se clavó profundamente, cortando limpiamente en dos una hoja errante que encontró en su breve trayecto.

Los pedazos revoloteaban al suelo aún cuando el elfo saltó entre ellos y recuperó la espada, exclamando alegremente:

—¡Jo, jo, no puede negarse que esta vez han soltado un gato en medio de todas esas palomitas soñolientas de la corte!

—Tranquilo, Athtar; sin duda te pueden oír incluso en el sur junto al mar. —Galan Goadulphyn se dedicaba a colocar pequeños montoncitos de cuentas de cristal sobre su capa, que había extendido sobre el tocón de un árbol de sombra desplomado cuando Cormanthor era joven. Sólo él sabía que representaban los préstamos hechos por varias Casas del reino, excesivamente orgullosas, a cierta inexistente corporación dedicada al cultivo del champiñón. Galan intentaba calcular cómo pagar a algunos de los más recalcitrantes hombres clave de algunas Casas obteniendo nuevos préstamos de otros.

Si al anochecer no había conseguido idear un buen plan, podría tener que abandonar Toril durante una vida o dos. O el tiempo que necesitaran los elfos para hallar suficientes conjuros con los que crearse identidades totalmente diferentes, capaces de engañar la mente y los encantamientos. Una araña de la penumbra se paseó por la capa, y Galan la contempló con el entrecejo fruncido.

—¿Y qué? ¡Todo el reino lo sabe! —replicó Athtar.

—Yo no —repuso Galan, con la mirada fija en los ojos de la araña. Ambos intercambiaron miradas durante unos instantes, uno ojo contra un millar. Luego la araña decidió que la prudencia no era siempre únicamente para los demás, y gateó fuera de la capa con toda la rapidez que le permitieron sus largas patas—. Ilumíname.

Athtar aspiró con fuerza, satisfecho.

—Resulta que el Ungido ha encontrado a un humano en alguna parte, y lo ha llevado a la corte, ¡y lo ha nombrado su heredero y un
armathor
del reino! ¡Nuestro próximo Ungido será un
hombre
!

—¿Qué? —Galan sacudió la cabeza como si quisiera aclarar sus ideas, dio la espalda a su capa, y agarró los cordones del cuello de su amigo—. Athtar Nlossae —rugió, zarandeando al elfo vestido de negro como si fuera una enorme muñeca de trapo—, ¡haz el favor de no decir tonterías! ¿Dónde en el nombre de todos los dioses bastardos de los enanos iba a encontrar el Ungido un humano? ¿Bajo una roca? ¿En sus sótanos? ¿En una zapatilla vieja? —Soltó a Athtar, que se tambaleó hacia atrás hasta que encontró un tronco en el que apoyarse.

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