Elminster en Myth Drannor (20 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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—De modo que consigo llevar a mi Ihimbraskar hasta el dormitorio, después de humillarlo frente a todo el servicio —musitó Duilya—, y luego ¿qué? ¡Me dará una buena paliza, arrojará mis huesos por la ventana, e irá en busca de una esposa nueva y más joven por la mañana!

—No, si haces que se siente y le lanzas las mismas frases encendidas que Ithrythra nos lanzó a nosotras —explicó Alaglossa—. Incluso aunque no esté de acuerdo, se quedará tan atónito al ver que piensas en tales cosas que probablemente se pondrá a discutir contigo de igual a igual; momento que aprovecharás para informarle que tales discusiones son precisamente para lo que tú estás allí, y acto seguido te lo llevas a la cama.

Duilya la contempló boquiabierta unos segundos, y luego se echó a reír como una loca.

—¡Oh, que Hanali nos bendiga a todas! Si yo creyera que poseo la energía necesaria para llevar esto a cabo...

—Lady Crepúsculo Apacible —dijo Ithrythra en un tono ceremonioso—, ¿te molestaría mucho si nosotras cuatro estuviéramos para... digamos, ayudarte con las palabras que necesitas, en los momentos más violentos?

La mujer la miró muda de asombro, y luego se volvió hacia las otras.

—¿Haríais eso?

—Todas nos podríamos beneficiar de un hechizo así —observó Phuingara muy despacio—. Muy inteligente, Ithrythra. —Se volvió hacia Alaglossa—. Consigue ese jerez, lady Tornglara; creo que tenemos algo por lo que brindar.

—Aunque en un futuro yo y otros te enseñaremos algunos de los conjuros de nuestro Pueblo —dijo la Srinshee—, te aguarda una época de gran peligro ahora, Elminster. —Sonrió—. No hacía falta que te lo dijera, ¿verdad?

El joven asintió.

—Por eso me habéis traído aquí. —Paseó la mirada por las oscuras y polvorientas paredes y preguntó—: Pero ¿qué es este lugar?

—Una tumba sagrada de nuestra gente, una torre hechizada que, en una ocasión, fue el hogar de la primera Casa orgullosa y noble que intentó convertir a sus moradores en más importantes que el resto de nosotros. Los Dlardrageth.

—¿Qué les sucedió?

—Tuvieron relaciones con íncubos y súcubos, en un intento de obtener una raza más fuerte. Pocos sobrevivieron a tales tratos, menos aun a los alumbramientos que siguieron, y todos los pueblos elfos se volvieron en su contra. A los pocos supervivientes los encerramos aquí mediante nuestros hechizos más potentes, hasta el fin de sus días. —La Srinshee pasó la mano sobre una columna, pensativa, y dejó a la vista un relieve que mostraba un rostro lascivo—. Algunos de tales hechizos persisten aún, aunque jóvenes caballeros cormanthianos bastante audaces irrumpieron aquí hace más de mil años para arrebatar a este castillo todas las riquezas de la Casa Dlardrageth. No encontraron gran cosa de valor, y se llevaron todo lo que hallaron. También se llevaron con ellos mensajes de los fantasmas que siguen aquí.

—¿Fantasmas? —preguntó Elminster con tranquilidad. La hechicera asintió.

—Bueno, hay unos cuantos, pero nada de lo que debamos tener miedo. Lo más importante es que no nos molestará nadie.

—¿Vais a enseñarme magia?

—No —respondió ella, acercándose de modo que quedó con la vista alzada hacia él—. Tú vas a enseñarme magia a

.

—¿Yo? —exclamó el joven, enarcando ambas cejas.

—Con esto —siguió ella con calma, extendiendo las manos vacías que, de repente aparecieron cargadas con... su libro de conjuros.

La elfa se tambaleó levemente bajo su peso, y él automáticamente lo tomó de sus manos y lo observó con atención. Sí, era el suyo. Abandonado en la alforja, allí en una cañada llena de helechos del bosque sin senderos en el que la patrulla del Cuervo Blanco se había tropezado con demasiados ruukhas.

—Mi más profundo agradecimiento, señora —le dijo Elminster, doblando una rodilla para quedar por debajo de ella y no por encima—. Aun así, y a riesgo de parecer desagradecido, ¿no estarán esos miembros del Pueblo a quienes disgusta la idea de que uno de mi raza sea nombrado
armathor
volviendo patas arriba Cormanthor, buscándome? ¿Y no esperarán otros elfos del reino que me ocupe de aquellos deberes que van con mi rango, es decir, que me deje ver?

—Ya te verán, y muy pronto —respondió la Srinshee sombría—. Eres el centro de innumerables conspiraciones e intrigas, incluso de aquellos que no te desean ningún mal. Estamos hastiados, en la hermosa ciudad de Cormanthor, y cada nuevo interés se convierte en algo con lo que las grandes Casas pueden divertirse. Demasiado a menudo, sus juegos estropean o destruyen aquello con lo que juegan.

—Los elfos cada vez se parecen más a los hombres —le dijo El, sentándose en el roto fuste de una columna.

—¡Cómo te atreves! —rugió la anciana hechicera. El joven alzó la cabeza y se encontró con que ella le sonreía y alargaba la mano para acariciarle los cabellos—. Cómo te atreves a decirme la verdad —murmuró ella—. Tan pocos de mi raza lo hacen nunca... o lo han hecho jamás. Es un raro placer, tener tratos con la honradez.

—¿Cómo es eso? ¿Los elfos no son honrados? —inquirió él bromeando, pues había un brillo en sus ojos que pudiera muy bien ser lágrimas.

—Digamos que algunos de nosotros somos demasiado mundanos para nuestro propio bien —respondió ella con una sonrisa, apartándose de él andando por el aire. Giró luego en redondo y añadió—: Y otros están demasiado cansados del mundo.

Al escuchar aquellas palabras, una oscuridad se alzó a su espalda, y unas zarpas centellearon repentinamente sobre ella. Elminster se incorporó sobresaltado con un grito ahogado, pero las garras centellearon a través de ella y siguieron adelante a través de la penumbra que reinaba entre ambos, dejando un débil y agudo gimoteo que se desvaneció como perdido en la lejanía.

Elminster observó el lugar por el que había desaparecido, y luego se volvió hacia la menuda hechicera.

—¿Uno de los fantasmas? —inquirió, enarcando una ceja.

—También ellos quieren aprender tu magia —asintió ella.

El joven sonrió, pero, al ver su expresión, dejó que la mueca se desvaneciera poco a poco de sus labios.

—No bromeáis —observó con aspereza.

La anciana sacudió la cabeza. La tristeza se había vuelto a enseñorear de sus ojos.

—Empiezas a ver, espero, hasta qué punto mi Pueblo te necesita, y a otros como tú, para que nos aporten nuevas ideas y despierten la llama del espíritu que en el pasado nos elevó por encima de todos los demás habitantes de Faerun. Asociarse con humanos, con nuestros medio hermanos y con las gentes menudas, e incluso con los enanos es el sueño del Ungido. Ve con claridad lo que debemos hacer, pero las grandes Casas se niegan obstinadamente a ver otra cosa que no sea esta vida de ensueño alargándose eternamente, con ellos mismos en la cima de todo.

—Creo que me ha tocado una pesada carga —repuso Elminster, meneando la cabeza con una leve sonrisa.

—Puedes llevarla —manifestó ella, y le guiñó un ojo con picardía—. Por eso te eligió Mystra.

—¿No nos hemos reunido para decidir la mejor línea de acción? —inquirió Sylmae con frialdad. Paseó la mirada por el círculo de rostros solemnes que se cernían sobre la pira; el suyo propio y el de las otras cinco hechiceras que habían acompañado al Ungido a la Cripta de las Eras cuando los magos del tribunal supremo, Earynspieir e Ilimitar, se negaron a hacerlo.

—No, hermana. —Holone sacudió la cabeza—. Ése es el error que debemos dejar en manos de las Casas y los otros miembros de la corte. Debemos esperar, observar y actuar por el bien del reino cuando las acciones precipitadas de otros lo hagan necesario.

—¿Qué acción temeraria pues requerirá que actuemos? —inquirió Sylmae—. ¿La designación de un humano para ocupar la categoría de
armathor
en el reino... o las respuestas que inevitablemente seguirán?

—Esas respuestas nos indicarán la posición de cada uno —intervino la hechicera Ajhalanda—. El siguiente conjunto de acciones por parte de esos jugadores, a medida que esto va tomando cuerpo, puede muy bien hacer necesaria nuestra intervención.

—Que ataquemos, quieres decir —dijo Sylmae, elevando la voz—. Al Ungido, o a una de las grandes Casas del reino, o...

—O a todas las Casas, o a los magos del tribunal supremo, o incluso a la Srinshee —manifestó Holone con calma—. Todavía no sabemos qué... Únicamente que es nuestro deber y nuestro deseo reunirnos, conferenciar y actuar como una sola.

—Es nuestra esperanza, querrás decir —declaró la hechicera Yathlanae, hablando por primera vez aquella noche—, que podamos trabajar en conjunto, y no nos dividamos, mano contra mano y voluntad contra voluntad, como todas tememos que sucederá con el reino.

—Y por lo tanto debemos elegir con sumo cuidado, hermanas —dijo Holone con tono lúgubre—, con sumo cuidado, para no caer en la disensión entre nosotras.

Más de una de las hechiceras reunidas suspiró, sabiendo lo difícil que eso solo iba a ser.

Ajhalanda rompió el larguísimo silencio.

—Sylmae, tú te mueves entre toda la gente, alta o baja, más que el resto de nosotras. ¿Qué Casas debemos vigilar? ¿Quién guiará donde otros siguen?

La aludida exhaló un profundo suspiro, que hizo que las llamas de la pira se estremecieran bajo sus barbillas, y dijo:

—La espina vertebral de las antiguas Casas, aquellos que durante estos últimos trescientos años han despreciado al Ungido y se han opuesto a él, a las damas hechiceras, y a todo lo que es nuevo: los Starym, desde luego, y las Casas Echorn y Waelvor. El camino que ellas caven, lo seguirán las antiguas Casas y también todas las tímidas de reciente creación. Ellas son la marea: lenta, poderosa y previsible.

—¿Por qué observar la marea? —preguntó Yathlanae—. Por mucho que uno la escudriñe, no cambia, y uno no hace más que inventar nuevos motivos y significados para sus movimientos, a medida que la vigilancia se alarga.

—Bien dicho —intervino Sylmae—, y además la marea no son aquellos a los que debemos vigilar. Son los poderosos y orgullosos recién llegados, las Casas ricas, encabezadas por Maendellyn y Nlossae.

—¿No son tan previsibles como las otras, a su manera? —terció Holone—. Apoyan todo lo que sea nuevo y pueda quebrar el poder de las antiguas Casas, que les permita suplantarlas o al menos ponerlas en situación de igualdad. Como sucede con todos los elfos, se cansan de verse despreciados.

—Existe un tercer grupo —advirtió Sylmae—, que precisa la mayor vigilancia de todos. Constituyen un grupo sólo en mi forma de referirme a ellos; en Cormanthor cavan sus propios senderos, y se encaminan a estrellas distintas. Advenedizos imprudentes, los llaman algunos; son las Casas que probarían cualquier cosa, simplemente por el placer de formar parte de algo nuevo. Son Auglamyr y Ealoeth, y familias menores como las de Falanae y Uirthur.

—Tú y yo somos Auglamyr, hermana —declaró Holone con voz pausada—. ¿Nos estás diciendo que nosotras seis deberíamos probar o probaremos cualquier cosa nueva?

—Ya lo hacemos —repuso la hechicera—, al reunirnos así e intentar actuar de acuerdo. No es algo que los orgullosos señores de cualquiera de las Casas, a excepción de aquellas que he nombrado al final, tolerarían si se enteraran. Las elfas sólo sirven para danzar, adornarse con joyas y engendrar criaturas, ¿no lo sabías?

—Y cocinar —apostilló Ajhalanda—. Olvidaste lo de cocinar.

—Siempre fui una elfa poco servicial —repuso Sylmae, sonriendo a la par que se encogía de hombros.

—En cuanto a eso, también hay elfos en este reino que resultan señores poco serviciales —indicó Yathlanae.

—Sí, demasiados —intervino Holone—, o nombrar
armathor
a un humano no sería más que un noticia frívola.

—Veo que Cormanthor corre el peligro de ser destruido, si no actuamos de un modo sensato y veloz, cuando llegue el momento —les dijo Sylmae.

—En ese caso, hagámoslo —respondió Holone, y todas las otras repitieron:

—Sí, hagámoslo.

Como si aquello hubiera sido una señal, el fuego se extinguió; alguien había enviado un hechizo visualizador en su dirección. Sin otra palabra o luz, se separaron y desaparecieron en silencio, dejando el aire que flotaba sobre el palacio a los murciélagos y las relucientes estrellas... que parecieron encontrarse muy cómodos allí hasta el amanecer.

8
Cosas para las que sirve un humano

Los elfos de Cormanthor siempre han sido famosos por dar respuestas tranquilas y prudentes a las amenazas que detectan. A menudo lo meditan durante medio día o más antes de salir y matarlas.

Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival

Espadas de plata y noches estivales:

una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor

Año del Arpa

—Son tan hermosos... —murmuró Symrustar—. ¿Lo ves, prima?

Amaranthae se inclinó para contemplar los peces colas de seda, que describían círculos y volteretas en el cilindro de cristal mientras bailoteaban en busca del mejor lugar bajo los dedos de Symrustar, de los que sabían que no tardaría en caer comida.

—Me encanta el modo en que el sol convierte sus escamas en diminutos arcos iris —respondió ella diplomática, tras haber decidido hacía ya tiempo que, por mucho que lo intentara, su prima nunca aprendería hasta qué punto odiaba los peces.

Symrustar tenía allí más de un millar de mascotas dotadas de escamas y aletas. Desde el recipiente superior donde ahora distribuía pedazos de la comida secreta que ella misma mezclaba (Amaranthae había oído decir que sus principales ingredientes eran la carne, la sangre y los huesos triturados de pretendientes fallidos), el acuario de cristal de Symrustar descendía más de treinta metros hasta el suelo, en una fabulosa escultura compuesta de conductos, esferas, y grandes recintos de cristal hueco que tenían la forma de dragones y otras bestias. Amaranthae ansiaba andar por allí —aunque no excesivamente cerca— el día que el padre de Symrustar descubriera que cierto enorme tanque, cerca del extremo de la rama, se parecía a él con una precisión de detalles muy poco halagüeña.

Lord Auglamyr no era precisamente famoso por su buen carácter. «Una nube de tormenta de orgullo desmedido, que lo arrasa todo a su paso», fue el modo en que una dama de edad de la corte lo describió en una ocasión, y sus palabras habían rebosado amabilidad.

Tal vez era allí donde Symrustar había adquirido su total y amoral crueldad. Amaranthae tenía buen cuidado de mostrarse siempre servicial con su ambiciosa prima, pues no le cabía la menor duda de que Symrustar Auglamyr la traicionaría en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de ser grandes amigas, si la joven se interponía en su camino aunque fuera mínimamente.

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