Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—Se acabó el lanzamiento de hechizos para todos, señores míos —ordenó en tono afable—. Veamos a este hombre. —Clavó la mirada en los ojos del joven mago.
Elminster notó la boca repentinamente reseca. Los ojos del monarca elfo eran como agujeros abiertos en el cielo nocturno. En sus profundidades nadaban estrellas titilantes, y uno podía caerse en aquellos negros pozos y verse arrastrado abajo, y abajo, hasta desaparecer...
Sacudió la cabeza para despejarla, apretó los dientes ante el esfuerzo requerido, y colocó uno de sus pies cubiertos con botas sobre el suelo de losas. Sintió como si alzara la torre de un castillo sobre los hombros cuando intentó estirar aquella pierna para incorporarse. Gimió, y se dispuso a hacerlo.
A su espalda, los tres magos intercambiaron miradas. Ni siquiera ellos podían vencer la voluntad del Ungido, cuando sus mentes se enfrentaban a la del soberano de todo Cormanthor.
Pálido y tembloroso, con el sudor corriendo a raudales por sus mejillas y barbilla, el joven de cabellos negros se alzó despacio, los ojos fijos en los del monarca, hasta colocarse junto al elfo sentado.
—¿Te resistes aún a mí? —musitó el anciano.
Los labios del joven se movieron con penosa lentitud mientras intentaban formar las palabras.
—No —respondió por fin, despacio—. Se os da la bienvenida a mis pensamientos. ¿Acaso no intentabais hacer que me incorporara?
—No —repuso el Ungido, volviendo la cabeza de modo que el vínculo que unía sus miradas se rompió, como sesgado por un cuchillo. Frunció el entrecejo y entornó los ojos—. Tal vez otro actúa a través tuyo.
—¡Mi señor! —exclamó el mago Earynspieir, arrojándose entre Elminster y el monarca—. ¡Es éste precisamente el peligro del que debéis guardaros! ¿Quién sabe qué mortífero hechizo puede activarse contra vos, a través de este joven?
—Sojuzgadlo, entonces, si debéis hacerlo —indicó el Ungido con voz fatigada—. Los tres. Y, Earynspieir, no quiero cuellos rotos ni pulmones congelados por «accidente», ni nada parecido. Descubriré a quién sirve con el cetro, y leeré sus recuerdos sobre la cuestión del kiira más tarde.
De una de las bandejas que flotaban junto a él, el elfo de túnica blanca tomó lo que parecía una larga vara de cristal de color burdeos, lisa y recta, no más gruesa que su dedo meñique, que parecía a punto de quebrarse en cualquier momento.
Elminster se encontró de repente elevándose en el aire hasta quedar suspendido e inmóvil sobre el suelo, con las manos extendidas muy rígidas lejos de los costados. Podía mover ojos, garganta y pecho; todo lo demás estaba inmovilizado como si lo sujetara una tenaza de hierro.
Una luz se encendió en la vara de cristal, y la recorrió longitudinalmente. El anciano apuntó con ella a la cabeza del joven, y ambos contemplaron cómo el fino haz de luz salía de la varita y avanzaba por el aire, con una casi perezosa lentitud, hasta tocar la frente de Elminster.
Un frío insoportable recorrió imparable el cuerpo del athalante, estremeciéndolo hasta las puntas de los dedos. Mientras temblaba en el aire oía el castañeteo de sus dientes que entrechocaban sin control, y luego las exclamaciones de asombro de los cuatro elfos.
—¿Qué es esto? —intentó decir, pero todo lo que surgió de sus labios congelados fue un borboteo confuso.
Entonces, de repente, notó que su boca era libre de moverse, y que giraba —lo giraban— en el aire, para contemplar el rostro fantasmal que se cernía sobre el patio, los rasgos espectrales de un rostro que conocía.
Una cara tranquila, serena, que los contemplaba a todos con apacible interés. Sus ojos se posaron sobre el joven príncipe, y se iluminaron.
—¿Es quien yo creo que es, humano? —preguntó el Ungido en tono quedo.
—Es la divina Mystra —le contestó con sencillez—. Soy su siervo.
—Eso ya lo había empezado a sospechar —le indicó el anciano elfo con un leve tono sombrío. Al cabo de un instante, él y el joven humano se desvanecieron juntos.
Los tres magos contemplaron boquiabiertos el sillón flotante vacío, y luego se miraron entre sí. Earynspieir giró en redondo y levantó los ojos al cielo. El enorme rostro humano desaparecía poco a poco, y los fantasmales mechones se agitaban como inquietas serpientes mientras la imagen parecía apartarse ligeramente del jardín del Ungido.
Pero lo que provocó que los elfos se acobardaran y tartamudearan los nombres de todos sus dioses fue el modo en que el hermoso rostro femenino los miró de uno en uno, al tiempo que una amplia y satisfecha sonrisa se extendía por él.
A poco, el rostro ya había desaparecido por completo.
—Algún truco del humano, sin duda —masculló Earynspieir, visiblemente alterado.
Naeryndam se limitó a menear la cabeza en silencio, pero el otro mago de la corte tiró de la manga de su compañero para llamar su atención, y señaló.
La inmensa sonrisa había reaparecido de improviso. Ahora no había un rostro a su alrededor, pero los tres magos supieron lo que era. La verían en sus sueños hasta el día de su muerte.
Mientras daban la espalda a las estrellas y corrían hacia las puertas más cercanas de acceso al palacio, otro espectáculo hizo que se detuvieran y abrieran de par en par los ojos, mudos de nuevo por el asombro.
En todos los jardines, los espíritus vigilantes se alzaban en silencio para contemplar cómo se desvanecía aquella sonrisa.
Bajo la hermosa ciudad de Cormanthor, en un lugar secreto, se encuentra la Cripta de las Eras, el sagrado depósito del saber de nuestro Pueblo. «Que el Mythal se levante y Myth Drannor caiga», dice una balada, «y aun así la Cripta lo recordará todo». Hay quien dice que la Cripta sigue allí todavía, intacta y tan espléndida como en un principio, aunque son pocos los que conocen ya el camino para llegar. Algunos dicen que es la tumba de la Srinshee; otros afirman que ésta se ha transformado en una criatura enloquecida de magia desgarradora, y que ha convertido la Cripta en su guarida. E incluso hay algunos que admiten que no lo saben.
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No aparecieron brumas en esta ocasión, únicamente una suave ondulación de aterciopelada oscuridad de un negro purpúreo, y enseguida Elminster se encontró en otro lugar.
El gobernante vestido de blanco se hallaba a su lado, en una fría y húmeda sala de piedra cuyo techo describía un arco bajo sobre sus cabezas. Cristales luminosos aparecían insertados en los puntos donde las entrecruzadas vigas de piedra de sus bóvedas se unían entre ellas.
El elfo y el humano estaban en el punto mejor iluminado, un lugar despejado en el centro de la abovedada estancia. La pared estaba horadada en cuatro puntos de su superficie circular por arcos profusamente decorados que se abrían a largos pasadizos combados que conducían —el joven escudriñó en uno y luego en otro— a sendas salas también abovedadas.
Se había dejado un sendero sinuoso y estrecho en el centro de cada pasillo para permitir el paso, pero el resto del espacio estaba atestado de objetos preciosos: un inmenso océano de monedas, lingotes de oro y estatuas, que sostenía entre sus congeladas olas cofres de marfil rebosantes de perlas y resplandecientes joyas que lanzaban al aire un sinfín de arcos iris.
Las arcas estaban amontonadas de seis en seis a lo largo de los muros, y astas de estandartes en metal cincelado y labrado se apoyaban sobre ellas como árboles derribados. A poca distancia, un dragón tan alto como Elminster, tallado de una única y gigantesca esmeralda, estaba reclinado entre las ramas de un árbol de sólido sardónice; las hojas eran de electro cubiertas con diminutas gemas talladas. El príncipe de Athalantar se volvió despacio sobre los talones para examinar todo aquel tesoro, intentando que su rostro se mantuviera inexpresivo y muy consciente de que el Ungido observaba con atención su cara.
Había más riquezas allí, en aquella sala, de las que había visto en toda su vida. La fortuna almacenada cortaba el aliento. Todo el tesoro de Athalantar quedaba eclipsado simplemente por lo que pudiera quedar bajo su cuerpo, si cayera de bruces sobre el montón de monedas más próximo. Justo junto a su pie relucía un rubí tallado tan grande como su cabeza.
Elminster apartó la mirada de toda aquella abundancia para buscar los ojos del Ungido, inquisitivos y soñadores.
—¿Qué es todo esto? —inquirió—. Yo... quiero decir que sé lo que estoy viendo, pero ¿por qué guardarlo aquí, bajo tierra? Las joyas resultarían más deslumbrantes a la luz del sol.
—A mi Pueblo no le gusta el frío metal, y guarda consigo muy poco para usarlo y contemplarlo de forma cotidiana; algo que gnomos, enanos y humanos no parecen capaces de comprender. Las gemas que necesitamos para servir de recipiente a la magia, sí: ésas las guardamos con nosotros; el resto reposa en diferentes criptas. Lo que pertenece al Ungido, o más bien habría que decir a la corte, y por lo tanto a todo Cormanthor, viene aquí. —Recorrió con la mirada uno de los pasadizos—. Algunos llaman a esto la Cripta de las Eras.
—¿Porque habéis estado amontonando riquezas aquí durante todo ese tiempo?
—No; por quien habita aquí, custodiándolo todo. —El soberano alzó una mano a modo de saludo, y El miró con atención el pasillo hacia el que se había vuelto el anciano elfo.
Allí había una figura, diminuta en la borrosa distancia y tan delgada como un palo, que se balanceaba airosamente mientras se acercaba.
—Mírame —ordenó de improviso el Ungido.
Cuando Elminster se volvió, se encontró cara a cara con todo el poder desatado del gobernante de Cormanthor. Una vez más, sus botas abandonaron impotentes el suelo, y quedó colgado en el aire por encima del anciano en tanto que unas sondas irresistibles le recorrían todo el cuerpo, haciendo surgir recuerdos de una cañada llena de helechos, de su libro de hechizos dejado atrás, de un Iymbryl jadeante, y de cierto cetro.
El monarca se detuvo en ese punto, y luego hizo retroceder a toda velocidad la mente del muchacho, a través de combates con bandoleros y el Cuerno del Heraldo, hasta cierto encuentro en las afueras de la ciudad de Hastarl donde... Ahora el rostro sonriente de Mystra había regresado, para cerrar el paso a las sondas del soberano. La diosa enarcó una ceja en dirección al elfo en gesto de censura, y sonrió para suavizar la reprimenda cuando el monarca elfo se tambaleó hacia atrás con un gruñido ante aquella sacudida mental y el dolor que le provocó.
Bruscamente, El se encontró de nuevo sobre el suelo, tumbado como un saco de grano.
Al levantar la vista, ante sus ojos apareció el diminuto rostro arrugado de la elfa más anciana que jamás había visto. Su larga melena plateada rozaba las baldosas; sus pies, calzados con zapatillas, andaban por el aire, a unos centímetros por encima de las desgastadas losas del suelo, y su piel parecía actuar de envoltura sobre los huesos, huesos tan pequeños y bien proporcionados que resultaba exquisita en lugar de grotesca, no obstante el hecho de que, a excepción de los lugares en los que mediaba su diáfano vestido, El podía casi distinguir su esqueleto.
—¿Has visto suficiente? —preguntó ella con picardía, acariciándose las caderas y girando seductora, como una danzarina de taberna.
—Yo... Mis disculpas por mirar así. —El joven bajó la mirada y añadió con rapidez—: Nunca había visto a alguien del Pueblo que pareciera tan anciano.
—Hay pocos de nosotros que sean tan ancianos como la Srinshee —intervino el Ungido.
—¿La Srinshee?
La anciana elfa inclinó la cabeza en regio saludo. Luego se dio la vuelta, extendió la mano sobre el vacío, y se sentó en el aire, recostada como si estuviera tumbada en un sofá almohadillado. Otra hechicera.
—Es ella quien debe contarte su historia —dijo el soberano, alzando una mano para acallar cualquier otra cosa que fuera a decir el joven—. Primero debo dictar mi sentencia.
Se apartó un poco del príncipe y avanzó por el aire. Luego giró otra vez para mirar al athalante y anunció:
—De tu honradez y honor no he dudado nunca. Tu ayuda a la Casa Alastrarra, sin pensar en recompensas ni privilegios, de por sí es digna de un
armathor
; en palabras humanas, el rango de caballero, que conlleva a su vez la ciudadanía... en Cormanthor. Esto te lo concedo sin condiciones, y te doy la bienvenida.
—¿Sin embargo...? —inquirió El, inquieto ante el tono cauteloso del anciano elfo.
—Sin embargo, no puedo evitar llegar a la conclusión de que fuiste enviado a Cormanthor por la divinidad a la que sirves. Cada vez que intento averiguar el motivo, ella obstaculiza mis pesquisas.
Elminster se adelantó hacia el elfo y clavó la mirada en sus ojos.
—Leed en mí ahora, os lo ruego, y sabed que os digo la verdad, venerado señor —dijo—. La gran Mystra me envió aquí para «aprender los rudimentos de la magia», tal y como lo dijo ella, y porque previó que se me necesitaría en este lugar «en un futuro». No me reveló cuándo ni cómo, ni quién me necesitaría, ni por qué motivo.
—No dudo de tus creencias, humano —asintió él—; es a la diosa a la que no consigo desentrañar. No pongo en duda que dijera esas palabras; pero, por otra parte, me impide averiguar tus auténticos poderes y sus verdaderos designios... y tengo un reino que proteger. Por lo tanto, haré una prueba.
»¿Crees —añadió con una sonrisa— que le muestro a todo intruso del exterior riquezas que podrían atraer a todos los humanos codiciosos que hay desde aquí al mar occidental bramando exaltados por los bosques de Cormanthor?
—Las costumbres elfas tal vez sobrepasen la comprensión de los hombres, pero eso no las convierte en costumbres de chiflados —intervino la Srinshee con una risita.
—¿Qué prueba tenéis en mente? —preguntó El paseando la mirada del uno al otro—. No tengo muchos deseos de iniciar nuevos duelos mágicos o combates mentales.
—Esto ya lo sé —asintió el Ungido—; de haber sido uno de ésos, jamás se te habría conducido hasta aquí. Arriesgarme a aparecer ante ti es poner en peligro una poderosa arma de Cormanthor; poner en peligro la Srinshee innecesariamente es jugar con un tesoro de nuestro reino.
—Basta de lisonjas, Eltargrim —dijo la hechicera con modestia—. Conseguirás que el muchacho te considere un poeta en lugar del rudo guerrero que eres.