Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Volvieron a intercambiar una mirada. Uno de ellos extendió las manos en un gesto que quería indicar «¿qué hacemos?». El intruso —si se trataba de alguien de fuera de Cormanthor— ya tenía escolta, y eso significaba que algún jefe de patrulla que había tenido la oportunidad de hablar con él y contemplarlo con más detenimiento, había sospechado algo. Tal vez también debieran sospechar dos miembros veteranos de los Guardianes Vigilantes.
No obstante, esto podía ser tan sólo una intriga privada, y el elfo solitario había atravesado el velo del hechizo de revelación sin que éste mostrara la menor reacción.
El otro guarda respondió a su gesto de extender las manos con un ademán de indiferencia, y se volvió hacia el árbol de querph situado a su espalda para arrancar algunas de sus suculentas bayas de color zafiro. Su compañero extendió la palma de la mano para pedirle unas cuantas, y le pasó el cuenco de agua mentolada. Al poco rato, el elfo con su invisible escolta quedaba relegado al olvido.
Sabía lo que buscaba. La gema del conocimiento se lo había mostrado: una mansión rodeada de oscuros pinos (que las doncellas de algunas casas rivales que Iymbryl conocía consideraban un signo de «melancólico amaneramiento»), cuyas altas y angostas ventanas constituían obras maestras del arte del esculpido y teñido de cristal, rodeadas de encantamientos que creaban periódicamente imágenes espectrales de trovadores, danzarines unicornios y ciervos encabritados en los aposentos alfombrados de musgo del interior. Dichas ventanas batientes eran obra de Althidon Alastrarra, que había marchado a Sehanine hacía unos dos siglos, y no las había mejores en todo Cormanthor.
Los terrenos de la Casa Alastrarra carecían de muros, pero los setos y las plantas crecían de forma que creaban una barrera continua a lo largo de los senderos flanqueados por árboles irndar que exhibían el sello del halcón, emblema de la Casa. Al anochecer aquellos blasones vivientes despedían un fulgor azul, claramente perceptible a la vista —existían muchos parecidos en toda la orgullosa ciudad— pero, de día, cierto mago humano disfrazado tendría que limitarse a deambular hasta encontrar un lugar que coincidiera con su imagen mental.
Casi todo el mundo creía que los sirvientes de los dioses lo sabían todo y podían ver todo lo que sucedía, sin importar cuántas paredes o penumbras nocturnas se interponían en su camino. Elminster sonrió con ironía ante la idea; Mystra tal vez pudiera, pero su Elegido era por completo incapaz de ello.
Se detuvo maravillado ante los árboles que parecían haber crecido formando afilados castillos de una elegancia exquisita. El kiira le habló de los conjuros que podían combinar árboles vivos y modelar su crecimiento, aunque ni Iymbryl ni sus antepasados sabían cómo hacer funcionar tales conjuros, ni quién, en la ciudad, podía realizar tal cosa en la actualidad.
Entre los árboles castillos había mansiones menores de agujas de piedra y lo que parecía ser vidrio soplado esculpido. Sin embargo, a tenor de los jardines colgantes que se extendían por encima de tales edificios, parecía como si los elfos no pudieran vivir sin cultivar plantas o compartiendo el espacio con árboles. Elminster intentó no mirar con excesivo descaro las ventanas circulares, los jardines cuidadosamente diseñados, y las intrincadas curvas de madera y piedra a su alrededor, pero jamás había visto moradas tan bellamente construidas. No tan sólo una casa aquí y otra allí, sino una calle tras otra, incluidas las sinuosas callejuelas; una ciudad de árboles vivos unidos en lo alto, y un exuberante esplendor de plantas, jardines y esculturas mágicamente animadas que, como si tal cosa, aventajaban la más exquisita obra humana que El había visto jamás, incluidos los jardines privados del rey mago Ilhundyl.
¡Dioses! A cada paso descubría nuevas maravillas. En aquel lado había una casa diseñada para parecer una ola encabritada, con una habitación con suelo de cristal suspendida bajo el arco formado por la estructura superior, en sí misma un jardín de arbustos meticulosamente podados. Más allá se divisaba una cascada de agua elevada a la altura de una torre merced a la magia, para que pudiera descender, cantarina, de estancia en estancia de una casa cuyas habitaciones eran todas estructuras ovoidales de vidrio tintado; en el interior, sus moradores elfos paseaban con copas en las manos. Al final de un sendero flanqueado por árboles serpenteaba un caminito que desembocaba en un estanque redondo. Varios asientos daban vueltas en torno al agua en una flotante danza lenta, balanceándose y elevándose mientras se movían merced a la magia.
Elminster siguió su lento avance, sin olvidarse de dar algún traspié de vez en cuando. ¿Cómo conseguiría encontrar la Casa Alastrarra en medio de todo esto?
Cormanthor bullía de actividad en esa brillante tarde. Sus calles de musgo pisoteado y los elevados puentes que saltaban de árbol en árbol estaban ocupados por gran número de elfos, aunque sin la suciedad ni el amontonamiento de gente de las ciudades humanas. Y no había ninguna criatura más inteligente que los gatos y sus primos alados, los tressyms, que no fuera un elfo.
Casi no parecía una ciudad; pero, para El, las ciudades entrañaban piedras y humanos, hacinados con su inmundicia, su vocerío y su seriedad, junto con unos cuantos halflings y semielfos, y alguno que otro enano para dar variedad al grupo.
Aquí sólo se veían las trenzas azuladas y las tersas pieles blanquiazules de orgullosos elfos que paseaban ataviados con espléndidos vestidos; o con capas que parecían tejidas con temblorosas y verdes hojas de plantas vivas; o con ceñidos vestidos de cuero hechizados de tal modo que las cambiantes tonalidades del arco iris recorrían lentamente los cuerpos de quienes los llevaban; o con indumentarias similares a nubes de encaje y chucherías que envolvían tímidamente sus cuerpos. A estas últimas se las denominaba «túnicas flotantes», le informó el kiira, mientras El se esforzaba para no mirar con excesivo descaro los gráciles cuerpos que sus envolventes movimientos dejaban al descubierto. Las túnicas flotantes emitían un constante tintineo cuya cadencia descendente recordaba a innumerables campanillas rodando por una misma escalera.
Elminster intentaba no mirar nada con fijeza o, más bien, no levantar siquiera la vista, y suspiraba apesadumbrado de vez en cuando si percibía que alguien lo miraba con interés. Aquel talante melancólico daba la impresión de satisfacer a los escasos viandantes que le prestaban atención; la mayoría parecían absortos en sus propios pensamientos o entusiasmos compartidos. Si bien las voces resultaban más agudas, ligeras y agradables al oído, los elfos de Cormanthor eran tan charlatanes como los humanos en un mercado; y, mientras andaba, el joven consiguió observar de forma disimulada lo que más le interesaba ver: cómo se movían los elfos, para poder imitarlos.
La mayoría parecía moverse de forma rítmica y oscilante, como bailarines. Ah, ése era el motivo: ninguno caminaba asentando la totalidad del pie en el suelo; incluso los más altos y apresurados de sus ciudadanos avanzaban danzando sobre las puntas de los dedos. Bajo la apariencia que había tomado prestada, El hizo lo propio, y se preguntó cuándo disminuiría aunque fuera un poquitín aquella sensación suya de desasosiego.
Ésta se negó a desaparecer, y mientras seguía adelante, girando aquí y allá por entre los árboles gigantescos que se elevaban como torreones de castillos en los senderos musgosos, cayó en la cuenta de que lo observaban.
No se trataba de las incontables inspecciones fortuitas, las miradas de elfos que reían y de gatos tumbados o incluso las de los alados corceles que giraban en lo alto, sino de un único par de ojos que permanecían siempre fijos en él, siguiéndolo.
Empezó a volver sobre sus pasos, con la esperanza de poder echar una ojeada a quien fuera que lo siguiese, pero la sensación fue en aumento, como si el origen del escrutinio se fuera acercando. En un par de ocasiones se detuvo y giró sobre sí mismo, como para contemplar en su totalidad alguna avenida majestuosa, pero en realidad para ver quién compartía con él el sendero bajo las copas de los árboles, e intentar detectar cualquier rostro que ya hubiera visto con anterioridad.
Algunos elfos le dirigieron miradas extrañadas, y El se volvió rápidamente. Miradas curiosas significaban que los que lo observaban apreciaban en él una conducta peculiar, y el joven no deseaba atraer la atención por ningún concepto. Tendría que seguir adelante como hasta el momento, intentando no prestar atención al extraño hormigueo que notaba entre los omóplatos y le advertía del constante escrutinio.
¿Tendría esta ciudad abierta algún siniestro medio de identificar a los intrusos que no pertenecieran al Pueblo? Seguramente, supuso, o de lo contrario no tardarían en verse invadidos por los metamorfistas llamados alunsree o doppelganger (seres capaces de adoptar la apariencia de cualquier otro). ¿Acaso no era «alunsree» un vocablo elfo? Los elfos debían de haber tenido que enfrentarse ya a aquel problema cuando los humanos se gruñían aún unos a otros en cuevas y chozas de barro.
Así pues, alguien lo había detectado. Alguien lo bastante intranquilo para seguirle los pasos todo este tiempo, mientras deambulaba por casi todas las calles y senderos de Cormanthor. ¿Qué podía hacer?
Nada salvo lo que ya hacía: buscar la Casa Alastrarra sin que diera la impresión de buscar algo ansiosamente. No se atrevía a preguntar a nadie dónde estaba, ni a atraer la atención con su conducta hasta el punto de que alguien pudiera preguntarle si necesitaba ayuda. Y tampoco se atrevía a invocar la magia de la gema del conocimiento mientras no se viera desesperado.
Desesperado: rodeado de enfurecidos magos elfos, que buscaran su muerte con la magia relampagueando en sus manos. Elminster paseó la mirada por la calle como si tales peligros fueran a abalanzarse sobre él desde todas partes de un momento a otro, pero la escena seguía siendo casi como la de un día festivo. La gente bailaba en pequeños grupos o declamaba en tonos grandilocuentes mientras iban de un lugar a otro envueltos en su propia vanidad. Las melodiosas llamadas de los cuernos anunciaban nuevas canciones, y hacia el este una pareja de jinetes a lomos de pegasos se perseguían por el cielo trazando círculos, vueltas y carreras que a menudo dejaban una arremolinada estela de hojas a su paso.
De haberse atrevido, El se hubiera sentado en uno de los muchos bancos y asientos flotantes que flanqueaban los musgosos senderos, y contemplado las idas y venidas de Cormanthor con franca fascinación. Sin embargo, si su auténtico aspecto fuera descubierto, podrían muy bien matarlo en el acto, y él tenía una misión que cumplir para Iymbryl. ¿De todos modos, dónde entre todos estos árboles se encontraba la Casa Alastrarra? Daba la impresión de llevar horas andando, y la luz le indicó que el sol empezaba a descender en dirección oeste; y, conforme el astro rey descendía, El tenía cada vez más la sensación de que su misteriosa sombra no tardaría en atacar.
¿Al anochecer? ¿O cuando reinara una mayor intimidad? Donde se encontraba ahora, la red de senderos entrecruzados empezaba a reducirse, y las luces, puentes y sonidos disminuían. Si seguía adelante, acabaría sin duda por internarse en las profundidades del bosque al otro lado de la ciudad, en dirección... sudoeste. Sí, sudoeste. Atisbó en aquella dirección, y descubrió enredaderas colgantes, espesos bosquecillos de árboles nudosos y un pequeño valle plagado de helechos. Eso lo decidió. En aquellos instantes, las cañadas con helechos no ocupaban un lugar muy prominente en su lista personal de lugares pintorescos.
Dio media vuelta y reanudó la caminata, bailando suavemente sobre las puntas de los dedos, como daba la impresión que hacían todos los habitantes de la ciudad. Ahora se movía con decisión, como si se dirigiera a un destino conocido; pero mantenía la mano cerca de la empuñadura de la daga que llevaba oculta en la manga. ¿Acaso se dirigía de cabeza hacia un enemigo invisible que lo esperaba? ¿Alguien capaz de desenvainar una espada y blandirla de modo que un falso y apresurado Iymbryl Alastrarra se empalara en ella?
Los delicados acordes de un arpa surgieron de un jardín de plantas colgantes situado a su izquierda cuando pasó frente a él. Debía seguir adelante. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Una vez cumplida la misión que el moribundo Iymbryl le había encomendado le quedaba aún por realizar el primer encargo de Mystra. El joven mago sacudió la cabeza, exasperado. Este lugar era tan hermoso, y deseaba con tanta ansia poder pasear por él y disfrutar del paisaje...
Igual que había deseado crecer en Athalantar con su padre y su madre, en lugar de tiritar en territorios agrestes como un huérfano proscrito, perseguido por señores de la magia. Sí, siempre había alguien con poderes mágicos acechando para estropear las cosas. Elminster apretó los dientes y se dirigió al nordeste. Atravesaría la ciudad, y luego intentaría rodearla enfilando los senderos más exteriores desde allí; calculaba que había recorrido ya la mayor parte de su laberíntico centro, sin encontrar el menor rastro del símbolo del halcón de los Alastrarra.
Ninguna espada invisible lo derribó, pero la sensación de ser observado no desapareció. Los resplandores de los símbolos hechizados iban en aumento alrededor de Elminster a medida que éste andaba. Los destellos del sol poniente caían sobre las copas de los árboles tiñéndolas de fuego dorado, pero sus haces no conseguían atravesar la moteada penumbra que reinaba debajo.
Los juegos y la música prosiguieron constantes mientras el crepúsculo caía sobre Cormanthor. El joven siguió andando, mientras intentaba no demostrar su creciente ansiedad. ¿Acaso lo había engañado la gema del conocimiento? ¿Le había mostrado una antigua mansión de los Alastrarra, o se hallaba la mansión en las afueras de la ciudad? No obstante, no le había mostrado ninguna escena de otra posesión familiar, ni indicios de que se encontrara en otro lugar que no fuera Cormanthor.
Sin duda Iymbryl sabía dónde vivía, y lo sabía demasiado bien para que fuera importante y quedara reflejado con claridad en los recuerdos de la joya. La localización de la Casa Alastrarra era algo conocido y cotidiano para los portadores de las gemas, no algo...
¡Alto! ¿No era eso el símbolo del halcón que buscaba?
Se desvió a un lado, apresurando el paso. ¡Lo era!
El grito de agradecimiento a Mystra no fue menos ferviente por haber sido pronunciado en silencio.
La puerta en forma de arco estaba abierta, con conjuros de luces azules y verdes parpadeando a lo largo de su filigrana de parras vivas. Elminster la traspuso, dio dos pasos en la penumbra del jardín iluminado por la luz del crepúsculo, y luego se giró para inspeccionar la calle a su espalda.