Elminster en Myth Drannor (12 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Allí no había ningún elfo, pero la mirada invisible seguía presente. El joven se giró de nuevo, despacio.

Algo brilló en el aire delante de él, flotando sobre el sinuoso sendero del jardín, algo que no había estado allí antes: el reluciente yelmo, brazos y hombros de un elfo con armadura.

El cuerpo que debiera haber aparecido debajo no estaba, y la oscura y reluciente armadura se desvanecía como el humo bajo el pecho de la silenciosa aparición. Mientras El la observaba con fijeza, otra figura con armadura, idéntica a la primera, se alzó amenazadora de detrás de un arbusto a su izquierda.

El mago tragó saliva; así que había activado las defensas mágicas del lugar. Bombardearlas con hechizos probablemente no sería buena idea, de modo que giró sobre sus talones conforme más y más guardianes surgían en silencio del jardín en sombras, rodeándolo por todas partes.

Tras las rendijas abiertas en los yelmos para los ojos se encendió un fuego, cuando El se encontró de nuevo cara a cara con el que había aparecido primero para cerrarle el paso. La mansión se alzaba más allá, igual que en la escena que la gema le había mostrado. A través de las altas y angostas ventanas de las que los Alastrarra se sentían tan orgullosos se veía el suave resplandor de luces en movimiento.

Tal vez alguno de los habitantes estuviera echando una ojeada por una de aquellas ventanas para averiguar qué clase de criatura estaban matando sus guardianes.

En tanto que El se mantenía inmóvil sin saber muy bien qué hacer, y repasaba frenético las visiones de la gema en busca de guía, finos rayos ambarinos brotaron de improviso del fuego que ardía tras el yelmo que tenía delante, y tocaron al disfrazado príncipe de Athalantar.

No sintió dolor; los rayos lo atravesaban provocando un leve hormigueo, en lugar de quemar o desgarrar. Sintió un repentino calorcillo en la frente y un estallido de luz que casi lo cegó; entrecerró los ojos hasta que recuperó la visión.

La gema del conocimiento había cobrado vida y refulgía como una llama saltarina en la oscuridad del jardín. El estallido pareció satisfacer a los guardianes. Los haces indagadores se apagaron, y los amenazadores yelmos empezaron a hundirse en la oscuridad a ambos lados, hasta que El quedó solo con el primero, que permanecía suspendido en medio del camino, aunque el casco aparecía ahora a oscuras.

Elminster se obligó a andar hacia él con serenidad, hasta que el rastro de humo que indicaba dónde se desvanecía su cuerpo hubiera debido hacerle cosquillas en la nariz.

Pero no fue así. Cuando dio un paso que habría provocado su colisión con el silencioso centinela, el ser se desvaneció, extinguiéndose como una llama, y lo dejó ante la puerta principal de la mansión. A través del portal le llegaron ecos musicales, y observó cómo diminutos haces de luz dorada formaban infinitos y complejos dibujos sobre uno de sus paneles.

La gema no le dijo nada sobre trampas, gongs o sirvientes en la entrada, de modo que avanzó hacia las puertas y extendió la mano hacia la manija en forma de media luna que flotaba en el aire como una barra frente a ellas. Ojalá Mystra hiciera que estuviesen abiertas, se dijo.

Nada más dar el último paso y posar la mano sobre la barra, El se dio cuenta de que algo había cambiado. Por primera vez desde hacía horas, la omnipresente presión de aquellos ojos invisibles y vigilantes había desaparecido.

Lo embargó una sensación de frío alivio, alivio que duró casi un segundo completo antes de que la manija refulgiera bajo su mano con repentino y salvaje fuego azulado, y las puertas se abrieran silenciosamente, dejándolo ante los atónitos ojos de varios elfos que se encontraban en el vestíbulo situado al otro lado.

—Ay —musitó Elminster, en tono casi audible—. Madre Mystra, si realmente me amas, ¡no me abandones ahora!

Un viejo truco que practican los ladrones de la ciudad de Hastarl consiste en actuar con fría altivez cuando a uno lo sorprenden allí donde no pinta nada. Careciendo de tiempo para pensar, Elminster se sirvió de dicha táctica.

Los cinco elfos se habían quedado paralizados cuando se disponían a abrir alargadas botellas de vino y a escanciar su contenido sobre montones de nueces y verduras cortadas a cuadritos y dispuestas en bandejas que no parecían tener problemas para flotar a falta de una mesa. El joven mago rodeó el grupo, saludando con un sosegado y altanero cabeceo de reconocimiento —algo que distaba mucho de sentir, pues la gema carecía de imágenes de los criados; al parecer, Iymbryl había dedicado poco tiempo y atención a sus subordinados—, y siguió adelante hacia el fondo del vestíbulo, donde florecían pequeños jardines interiores. A su espalda, los criados esbozaron apresurados saludos y murmullos de bienvenida que Elminster no se detuvo a corresponder.

Un repentino estallido de risas procedente de una puerta abierta a la derecha hizo que los sirvientes se afanaran en sus tareas y se olvidaran de él. El muchacho sonrió aliviado ante la buena suerte que Mystra parecía depararle. Por el pasillo que no había elegido se acercaba volando una colección de botellas a espectacular velocidad, a la altura del pecho, en evidente respuesta a la llamada de algún criado.

La sonrisa se le heló en el rostro cuando una doncella elfa apareció con pasos danzarines por una arcada en forma de media luna situada en la pared derecha y lo miró directamente a la cara. Los grandes ojos negros de la joven se llenaron de asombro al tiempo que exclamaba:

—¡Mi señor! ¡No os esperábamos de vuelta en casa hasta dentro de otros tres amaneceres!

Hablaba en tono ansioso, y alzaba los brazos para abrazarlo. ¡Oh, Mystra!

Una vez más, Elminster hizo lo que la época pasada en las callejuelas de Hastarl le había enseñado. Guiñó un ojo, se apartó de ella para seguir su camino por el pasillo y se llevó un dedo a los labios en un gesto malicioso que parecía decir: «Guarda silencio».

Funcionó. La muchacha soltó una risita divertida, le hizo un gesto que prometía futuros éxtasis, y se alejó danzando por el pasillo en dirección al vestíbulo principal. La banda de su minúsculo atuendo osciló tras ella un instante, mostrando el reluciente símbolo del halcón.

Naturalmente. Aquel sello, como el que lucían los cinco elfos que había junto a las puertas, era la librea del personal; aparte de ello, los sirvientes vestían los atuendos adecuados para cada ocasión, sin uniformes de ninguna clase.

Y de los recuerdos que iba tomando prestados emergió el rostro de la chica que había desaparecido ya de la vista al doblar una esquina, y su nombre: Yalanilue. En las reminiscencias de Iymbryl, la muchacha reía del mismo modo, con la cara pegada a la suya; pero entonces no llevaba nada de ropa.

El joven aspiró hondo y luego soltó el aire despacio y con pesar. Al menos la gema del conocimiento lo guiaba a través de los diferentes matices de la lengua élfica.

En su descenso por el pasillo, encontró una arcada a la izquierda que conducía a una estancia donde el reflejo de las estrellas rielaba sobre las aguas desiertas de un estanque, y otra, a la derecha, que desembocaba en una habitación oscura que parecía albergar una colección de esculturas. A partir de allí, el corredor mostraba puertas cerradas a ambos lados de las paredes hasta terminar en una habitación redonda donde refulgentes esferas de luz flotaban a la deriva, cual somnolientas libélulas, para iluminar una fina escalera de caracol.

El joven ascendió por ella, deseoso de abandonar el pasillo antes de que lo encontrara alguno de los alastrarranos. En su ascensión dejó atrás una sala donde unos bailarines realizaban estiramientos y contorsiones, evidentemente calentando los músculos para una inminente representación. Eran de ambos sexos, y se cubrían tan sólo con sus largos cabellos, en algunos de cuyos mechones llevaban prendidas diminutas campanillas, en tanto que sus cuerpos aparecían pintados con intrincados y, a todas luces, recientes diseños.

Uno de ellos dedicó una ojeada al elfo que ascendía presuroso la escalera, pero El se llevó un dedo a la barbilla como absorto en sus pensamientos y siguió adelante, fingiendo no haber observado la presencia de los cimbreantes cuerpos de los danzarines.

La escalera lo condujo hasta un rellano festoneado de plantas colgantes o, mejor dicho, con tiestos de fondos aguzados, hechizados para volar a diferentes alturas por el rellano, de modo que las hojas que pendían rozaran ligeramente las iridiscentes baldosas del suelo.

Elminster se agachó para pasar entre ellos en dirección a una arcada visible en la penumbra del fondo, sin abandonar en ningún momento su pose «meditabunda». Entonces, se detuvo bruscamente cuando algo le cerró el paso.

Aquel algo se convirtió en un resplandor blanco y frío: la hoja desnuda de una espada en posición horizontal. El arma colgaba en el aire por sí sola, pero unas pocas motitas errabundas de luz mágica atrajeron la mirada de El hacia una mano elfa, una mano derecha alzada en una esquina, cerca de la entrada de una estancia.

Pertenecía a un elfo apuesto, casi fornido, que debía de estar considerado como un musculoso gigante entre los cormanthianos. El elfo se alzó con gesto grácil del reluciente tablero de juego negro del suelo sobre el que había estado jugando a círculos mágicos en la oscuridad con una criada de aspecto frágil, una doncella que habría resultado hermosa de no haber tanto miedo reflejado en los ojos. Estaba perdiendo, mucho, y sin duda veía acercarse los azotes o cualquier otro castigo que su grandullón oponente le hubiera prometido. El joven se preguntó por un instante qué le reportaría más dolor, si un triunfo o una derrota.

La gema indicó al joven que el fornido elfo que tenía delante era Riluaneth, un primo recogido por los Alastrarra tras la muerte de sus padres, y una fuente de problemas desde entonces. Rencoroso y con una vena de crueldad que raramente lograba reprimir, Ril había disfrutado provocando y, en ocasiones, atormentando a los dos jóvenes hermanos Alastrarra, Iymbryl y Ornthalas.

—Riluaneth —lo saludó El con voz tranquila. La reluciente espada giró despacio en el aire para apuntarle, pero el joven hizo caso omiso.

Había un hechizo que el kiira deseaba con urgencia que él examinara, un hechizo que Iymbryl había conectado con la imagen de Riluaneth y que estaba asociado con un sentimiento de profunda ira. Elminster siguió las indicaciones de la gema, y permaneció inmóvil mientras el corpulento primo se deslizaba hasta él.

—Como siempre, Iym —ronroneó su primo—, irrumpes en el preciso lugar donde no se desea tu presencia, y ves demasiadas cosas. Eso te perjudicará algún día... sin duda muy pronto.

El resplandor que envolvía la espada se apagó de improviso, y el arma salió disparada de la repentina oscuridad en dirección al rostro del mago.

Éste se agachó a un lado, seguido por la tranquila risa de Riluaneth. La espada pasó rauda sobre su cabeza y se internó en la oscuridad, en busca de su auténtico objetivo. La criada sollozó sólo una vez, aterrada y sin fuerzas para nada más, en tanto que la hoja se precipitaba hacia su boca.

Con expresión torva, El le salvó la vida aun a riesgo de perder la suya. Un rápido conjuro interrumpió la trayectoria del arma y la obligó a alejarse de la doncella elfa. Riluaneth gruñó sorprendido, y se llevó la mano al cinto, a la empuñadura del cuchillo que guardaba allí.

Bueno, un intruso humano podía hacer al menos una buena obra para la Casa Alastrarra en ese día. Apretó los dientes y rechazó el torpe intento mental del fornido elfo para recuperar el control de la espada; el intento finalizó bruscamente cuando El alzó un poco la veloz espada por encima de la daga que el otro había desenvainado, y dejó que se hundiera en el diafragma del elfo.

Riluaneth se tambaleó, doblándose sobre la empuñadura alojada en el convulsionado vientre, al tiempo que trataba de mascullar algunas palabras. La daga parpadeó cuando el elfo empezó a liberar cualquiera que fuera la magia funesta que contenía. No deseando verse atrapado en algo que probablemente era más bien mortífero, El decidió usar el hechizo que Iymbryl tenía reservado para la próxima vez que Riluaneth causara «problemas».

El corpulento elfo dejó escapar todo su aliento en una bocanada de humo blanco, y se bamboleó; más penachos de vapor blanco escaparon de sus oídos, nariz y globos oculares. El cerebro del elfo ardía dentro de su cabeza, algo que Iymbryl, con un negro sentido del humor que no era corriente en él, había predicho que sería «un fuego muy efímero, sin duda».

Y así fue. Elminster apenas tuvo tiempo de apartarse antes de que el enorme y lustroso cuerpo se desplomara a su lado e iniciara un impetuoso descenso escaleras abajo. Dio un par de tumbos, golpeando sordamente, mientras descendía.

Alguien chilló al pie de la escalera. El joven mago empezó a clasificar impaciente toda la magia que la gema exhibía con orgullo, dejando a un lado imágenes de hábiles conjuros realizados por elfos con altivas sonrisas, y por fin localizó lo que necesitaba.

Un hechizo de sangre de fuego, capaz de reducir a la nada a un fornido pendenciero. Una pira funeraria sin barcaza podía ser propia de la tradición enana, pero Elminster no tenía tiempo para ocuparse de detalles nimios; un gong de tres campanas había lanzado ya un estridente acorde en el piso inferior.

Un breve resplandor le indicó que los restos de Riluaneth ardían. Echó una ojeada en dirección al tablero de juego y descubrió que había desaparecido: criada, piezas y todo lo demás. Él no era el único en aquella casa capaz de moverse con rapidez.

Sin embargo, podía ser el único humano que jamás hubiera asesinado a un elfo allí. Malditas fueran todas las familias crueles y arrogantes. ¿No podría haberse topado con Ornthalas en este pasillo, y no con más problemas?

Abajo, el fuego se extinguió y la espada tintineó contra el suelo. Ya no debía de quedar nada de Riluaneth aparte de un rastro de humo y cenizas.

Había llegado el momento de desaparecer de allí y dirigirse a otro punto de la enorme mansión. No tardaría en correrse la voz de su participación en la muerte del elfo. Si consiguiera llegar hasta el heredero primero, y entregarle la gema...

Elminster atravesó la arcada y recorrió el pasillo a toda velocidad, corriendo con una falta tan total de elegancia que habría chocado a más de un elfo, pero que desde luego lo ayudaba a cubrir el terreno con una celeridad que ellos no habrían considerado de buen gusto. Abrió de golpe una puerta y penetró en una sala de techo alto situada al otro lado; la habitación estaba llena de biombos cubiertos de filigranas que se alzaban del suelo al techo, y de atriles con manos animadas en lo alto que le ofrecían libros abiertos conforme pasaba raudo por su lado.

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