Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Bajó la mirada hacia el puñado de armas ensangrentadas de su mano y meneó la cabeza con pesar. Jamás le había gustado matar, por muy necesario que fuera. Limpió las hojas en el primer trozo de musgo espeso que encontró y siguió adelante, hacia el sureste, a través del cada vez más oscuro bosque.
El cielo no tardó en volverse gris, y se levantó una brisa helada, aunque la lluvia que se olía cercana nunca llegó, y Elminster prosiguió la penosa caminata con la alforja al hombro.
Justo antes del anochecer llegó a una pequeña hondonada y divisó aliviado el humo de una chimenea, una empalizada y unos campos que se extendían a lo lejos.
Encima del poste situado en una esquina de lo que parecía un corral, aunque ahora sólo contenía barro y hierba pisoteada, había un letrero que rezaba: «Bienvenidos a El Cuerno del Heraldo». Debajo figuraba una mala representación de una trompeta plateada casi circular. Elminster sonrió al verlo y avanzó junto a la empalizada; tras dejar atrás varios edificios de piedra que apestaban a lúpulo, traspasó una verja sobre la que pendía una muy mala réplica del curvado cuerno del heraldo.
Aquello tenía todas las trazas de ser el lugar en el que iba a pasar la noche. Atravesó a grandes zancadas el patio enfangado hasta llegar a una puerta ante la que un muchacho de aspecto aburrido mondaba y troceaba rábanos y pimientos, que luego arrojaba en baldes llenos de agua, al tiempo que vigilaba la llegada de posibles huéspedes.
El rostro del muchacho demostró cierto interés al inspeccionar a Elminster, pero no hizo ademán de tocar el gongo situado junto a su codo, limitándose a dedicar un inexpresivo gesto de asentimiento al fatigado joven de nariz aguileña. Elminster devolvió el saludo y penetró en el interior.
El lugar olía a cedro, y había una chimenea más adelante a la izquierda y también se oían voces. El joven mago echó un vistazo en derredor, haciendo oscilar la alforja colgada del hombro, y descubrió que se encontraba en medio de otro bosque; éste, un atestado laberinto de pilares hechos con troncos de árbol, dependencias oscuras, y losas cubiertas de serrín por las que correteaban los escarabajos. Muchos de los tablones mostraban las cicatrices de antiguos incendios que habían sido extinguidos a tiempo, en épocas ya lejanas.
Y, por el olor, aquel sitio sin duda era un lugar donde se fabricaba cerveza. No tan sólo las pequeñas cantidades de cerveza amarga que todo el mundo preparaba, sino brebaje suficiente para llenar el pequeño montón de barriles que El pudo distinguir a través de una ventana cuyos porticones estaban abiertos hacia afuera para dejar entrar un poco de luz y aire... y por la que se asomó un rostro que lo miró con fijeza, frunciendo las pobladas cejas, antes de gruñir:
—¿Solo? ¿A pie? ¿Quieres comida y cama?
Elminster asintió en silencio y fue recompensado con una hosca coletilla:
—Entonces, considérate en tu casa. Dos piezas de plata por una cama, dos más por la comida, a pieza de cobre por cada bock extra, y los baños aparte. El bar está allí a la izquierda; puedes entrar con la bolsa, pero te lo advierto: echo fuera a todo el que desenvaine un arma en mi casa... y sin miramientos, no me importa si es en plena noche, y además sin las armas. ¿Queda claro?
—Entendido —respondió El con cierta dignidad.
—¿Tienes nombre? —exigió el fornido propietario del rostro, apoyando un brazo rechoncho y peludo sobre el alféizar.
Por un instante, El se sintió tentado de responder con un simple «sí», pero la prudencia le hizo contestar:
—El, vengo de Athalantar y me dirijo a los rápidos.
—Yo me llamo Deldren. —El rostro se balanceó en señal de asentimiento—. Yo mismo construí este lugar. Hay pan, salsa y queso en la repisa de la chimenea. Sírvete un bock de cerveza y di a Rose qué te apetece. Ya tiene la sopa lista.
El rostro desapareció, y Elminster procedió a seguir las instrucciones recibidas mientras por la ventana penetraba el chirrido y golpeteo de barriles transportados de un lugar a otro.
Una multitud de rostros cansados alzaron la mirada cuando entró en el bar, y observaron con mudo interés cómo el joven sazonaba su queso con mostaza y se instalaba con su jarra en una mesa situada en un rincón. El dedicó a la estancia en general un educado saludo con la cabeza y a Rose otro más entusiasta, y se dedicó a llenar el quejumbroso estómago y a contemplar a los parroquianos que lo observaban.
En un rincón del fondo había una docena de mujeres y hombres fornidos y sudorosos que llevaban blusones y grandes botas deformadas, y mostraban mucha mugre y expresiones cansadas. Granjeros locales que habían acudido a comer antes de retirarse a dormir.
Había una mesa ocupada por hombres pertrechados de corazas de cuero, y armas sujetas con correas. Todos lucían insignias con una espada escarlata dispuesta sobre un escudo blanco; uno de ellos vio que Elminster estudiaba la suya y gruñó:
—Somos la Compañía de la Espada Roja. Nos dirigimos hacia Calishar para ofrecer nuestros servicios como escoltas de caravanas.
El joven dio su nombre y destino como respuesta, tomó un trago de su jarra, y luego permaneció silencioso hasta que los presentes perdieron todo interés en él.
La conversación que se había desarrollado de un modo inconexo antes de su entrada volvió a reanudarse. Parecía una especie de pique entre los dos últimos huéspedes: hombres barbudos y escandalosos cubiertos con ropas harapientas, que llevaban enormes espadas desgastadas y pequeños arsenales de copas tintineantes, cuchillos, mazos y otras pequeñas herramientas.
Uno de ellos, Karlmuth Hauntokh, era más peludo, gordo y arrogante que el otro. Mientras el joven príncipe de Athalantar escuchaba, se tornó elocuente sobre las «oportunidades que bullen justo en estos momentos... sí, bullen, os lo aseguro... para exploradores como yo
mesmo
... y mi amigo Surgath aquí presente».
Se inclinó al frente para contemplar a los Espadas Rojas con ojos viejos y sapientes, y añadió en un ronco susurro confidencial que sin duda se escuchó hasta en los establos:
—Es a causa de los elfos, ¿sabéis? Se están marchando... Nadie sabe adónde, pero se van. Abandonaron lo que llamaban Elanvae, que son los bosques que atraviesan el río Tortuoso situados al nordeste de aquí, el pasado invierno. Ahora todo ese territorio está a nuestra disposición. ¡No hace ni diez días que encontré una chuchería allí, con incrustaciones de oro y brillantes, en una casa desplomada!
—Sí —intervino uno de los granjeros en tono escéptico—, ¿y de qué tamaño era, Hauntokh? ¿Más grande que mi cabeza, esta vez?
El explorador hizo una mueca, y sus negras cejas se juntaron para formar una feroz línea.
—No seas insolente, Naglarn —refunfuñó—. ¡Cuando estoy allá fuera, blandiendo la espada contra los lobos, pocas veces te veo adentrarte valientemente en los bosques!
—Algunos de nosotros —replicó el aludido en un tono que rezumaba desdén—, tenemos un trabajo honrado que hacer, Hauntokh. Pero, claro, tú ignoras lo que es eso, ¿verdad?
Muchos de los granjeros rieron por lo bajo o esbozaron sonrisas en silencio.
—Dejaré pasar ese comentario, granjero —repuso él con frialdad—, puesto que me gusta mucho el Cuerno, y pienso seguir bebiendo aquí mucho después de que utilicen tu propio arado para enterrarte en algún punto de esos terrenos tuyos llenos de hierbajos. Pero te enseñaré a no mofarte de quienes se atreven a ir allí donde tú no osas hacerlo.
Hauntokh introdujo una mano peluda en la abierta pechera de la camisa con la celeridad de una serpiente, y de entre el vello canoso extrajo una bolsa de tela del tamaño de un puño. Sus fuertes y achaparrados dedos desataron los cordones que la cerraban, y pusieron a la vista su contenido: una esfera de reluciente oro, incrustada de refulgentes gemas. Un involuntario suspiro de asombro surgió de todas las gargantas de la sala cuando el hombre la alzó orgulloso.
Era un objeto precioso, tan antiguo y exquisito como todas la obras elfas que Elminster había tenido ocasión de contemplar. Sin duda valía lo mismo que una docena de Cuernos del Heraldo, o más. Mucho más, si aquel resplandor era indicativo de capacidades mágicas que servían para algo más que simple adorno. El observó cómo su luz interna se reflejaba en el anillo que llevaba el explorador; un anillo que lucía la imagen garabateada de una serpiente alzándose para atacar.
—¿Habíais visto algo semejante? —se jactó Hauntokh—. ¿Eh, Naglarn? —Giró la cabeza y paseó la mirada por los aventureros de la Espada Roja que estaban inclinados al frente tan llenos de avidez y sorpresa que parecían a punto de caer de sus sillas, y contempló a su camarada explorador—. ¿Y tú, Surgath? —le instó—. ¿Has traído algo la mitad de valioso que esto?
—Bueno, en realidad... —dijo el otro hombre barbudo y curtido por el sol, mientras se rascaba la cabeza. Se removió en su asiento, y colocó un pie embutido en una bota sobre la mesa, en tanto que Karlmuth Hauntokh reía por lo bajo, disfrutando de aquel instante de clara superioridad.
Y entonces el harapiento explorador extrajo de la bota alzada algo largo y fino, y esbozó una mueca burlona que rivalizaba con la de su compañero. El pudo observar que no le quedaban demasiados dientes.
—No era mi intención humillarte, Hauntokh —dijo en tono desenvuelto—. No, ésa no es la forma de actuar de Surgath Ilder. Discreción y seguridad, ése es mi lema... —Alzó el largo y delgado cilindro, y posó la mano sobre el arrugado paño de seda que lo envolvía—. También yo he estado en Elanvae —siguió con voz cansina—, para ver si encontraba pieles... o tesoros. Ahora bien: hace años, probablemente antes de que tú nacieras, Hauntokh, no me cabe la menor duda...
El explorador más corpulento emitió un gruñido, pero sus ojos siguieron fijos en el objeto envuelto en seda.
—... aprendí que, cuando uno tiene prisa y está en un bosque elfo, generalmente puede tropezar con un botín como éste en un sitio: una tumba.
Si la estancia había estado en silencio antes, aquella última palabra hizo que el silencio resultara sepulcral.
—Es el único lugar que los elfos cazadores tienden a dejar en paz, ¿sabes? —continuó Surgath—. De modo que, si a uno no le importa luchar por su vida alguna que otra vez, es posible... sólo es posible... tener la suerte de encontrar algo como
esto
. —Retiró de un tirón el paño de seda.
Se escuchó un murmullo, y luego volvió a hacerse el silencio. El hombre sostenía una vara de plata cincelada y adornada con estrías. Uno de los extremos aparecía rematado por una lengua oscilante como una estilizada llama, y el otro estaba coronado por una gema azul tan grande como la boca desencajada por la sorpresa del Espada Roja situado más cerca. Entre ambas puntas, un esbelto dragón, que casi parecía vivo, se enroscaba en torno al mango del cetro con dos relucientes piedras preciosas por ojos. Una era verde y la otra color ámbar, y en la punta de la enroscada cola aparecía otra gema más, ésta de un tono marrón dorado.
Elminster se quedó contemplándolo durante unos segundos antes de acordarse de alzar su bock para ocultar la ansiedad reflejada en su rostro. Un objeto como aquél podría resultar muy útil, en el caso de que tuviera que enfrentarse a guardas elfos... Era obra de elfos, sin duda, a juzgar por su elegancia y belleza. ¿Qué poderes poseería?
—Este cetro que veis —siguió Surgath, agitándolo; en ese instante se escuchó una exclamación y un estrépito, cuando Rose penetró en la sala con una bandeja de pastelillos calientes, y la dejó caer sobre sus propios pies, llena de asombro— fue sepultado junto con un señor de los elfos hará unos dos mil veranos o más, según creo. A ese personaje le gustaba impresionar a la gente... ¡como sucede con ciertos exploradores perezosos y lenguaraces sobre los que puedo posar los ojos en estos momentos! De modo que hacía que esta vara realizara cosas. Observad.
Su atónito público contempló cómo tocaba uno de los ojos del dragón a la vez que hacía lo propio con la enorme gema situada en el extremo del cetro. Una luz intensa relampagueó cuando apuntó con él a Karlmuth Hauntokh, que lanzó un gemido y se arrojó al suelo temblando de miedo.
—No temas, Hauntokh —dijo Surgath entre risotadas—. Deja de arrastrarte por el suelo. Eso es todo lo que hace, ¿ves?: emitir esa luz.
Elminster meneó la cabeza ligeramente, pues sabía que el objeto debía de hacer más que eso, pero sólo un par de ojos en toda la estancia repararon en la reacción del joven que lucía una barba de varios días.
En cuanto el explorador rival volvió a aparecer a la vista de todos, con una expresión colérica, Surgath añadió en tono grandilocuente:
—Ah, pero todavía hay más.
Oprimió el otro ojo del dragón y la gran gema a la vez, y un rayo de luz atravesó el bar y alcanzó el bock de Elminster, que salió despedido dando vueltas. El joven observó cómo rebotaba contra la pared, humeante, y entrecerró los ojos.
—Todavía no hemos acabado —anunció el hombre alegremente, mientras el rayo se apagaba y la jarra rodaba fuera de la estancia—. ¡Aún queda esto!
Esta vez palpó la joya de la cola y la gema, y obtuvo una esfera que emitía un zumbido y un resplandor azul en cuyo interior danzaban y giraban diminutas chispas.
El rostro del joven mago se tensó, y sus dedos se agitaron detrás del queso. Bajó los ojos, como si buscara su jarra, para que los demás no pudieran ver que murmuraba algo; tenía que sofocar la última manifestación del cetro, antes de que provocase nefastas consecuencias.
El hechizo se realizó, aparentemente sin que se dieran cuenta los demás ocupantes del bar, y Elminster se recostó en su asiento aliviado, con las sienes perladas de sudor. No había terminado todavía; quedaba pendiente el pequeño detalle de cómo arrebatarle el cetro al anciano. Tenía que hacerse forzosamente con el cetro.
—Pues bien —canturreó Surgath—, en mi opinión este juguetito no desentonaría en el puño de un rey, y en estos momentos intento decidir a cuál ofrecérselo. Tengo que llegar allí, hacer el trato, y volver a salir sin que me maten o me arrojen a una mazmorra. En primer lugar tengo que elegir al rey adecuado, ¿comprendéis? Porque ha de ser alguien que pueda pagarme al menos cincuenta rubíes, ¡y todos ellos han de ser más grandes que mi pulgar!
El explorador miró en derredor con aire de suficiencia, y añadió:
—Ah, y una advertencia: también encontré una magia muy útil que se ocupará de cualquiera que intente robarme esto. Se ocupará de forma permanente, no sé si me entendéis.