Elminster en Myth Drannor (6 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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La atención que había atraído en el Cuerno había sido un error, cualquiera que hubiera sido el peligro planteado por la ignorancia del explorador en cuestiones de magia. Había perdido una noche de sueño, y tuvo que usar cuatro conjuros apresurados para escapar, cuando al menos cuatro personas con hechizos y dagas lo habían atacado por separado en el lugar donde dormía. El último se había deslizado por el tejado, espada en mano, intentando sorprenderlo mientras él estaba atento a la lucha a muerte que se desarrollaba entre otros dos, en la oscuridad del piso inferior.

Ahora llevaba consigo un hermoso objeto de plata labrada adornado con piedras preciosas, sin duda muy reconocible, que cualquier elfo que lo viera podría activar desde lejos para volver sus poderes contra Elminster; un cetro que bien podía contener una maldición o lanzar magia que perjudicara a quien la despertara; un cetro que había pertenecido a un elfo cuyos descendientes podrían matar a cualquier humano que osara ponerle las manos encima; un cetro que alguien podía estar rastreando en aquellos mismos momentos.

¿Cómo podía haber sido tan increíblemente estúpido? El volvió a suspirar. En algún punto del viaje tendría que ocultar aquel objeto, en un lugar donde sólo él pudiera encontrarlo más tarde y donde quedara a salvo de su misterioso perseguidor o de cualquier patrulla elfa. Y eso significaba localizar un lugar muy específico; un punto determinado del terreno bajo los árboles, no un árbol de ese bosque.

A poco de amanecer, el día después de que Elminster caminara sobre las tenebrosas aguas de su duodécimo pantano, lo encontró. El suelo se elevaba abruptamente en una hilera de afilados riscos, el último de los cuales era una pelada aguja de piedra que semejaba la proa de una nave gigantesca lista para navegar hacia el sol.

El mago eligió el risco próximo a la proa, un promontorio algo más bajo que los demás, rodeado de árboles. Seleccionó uno que crecía aferrado al borde, y se arrodilló entre las raíces; recogió un puñado de tierra y lo desmenuzó entre los dedos hasta que la arenilla cayó al suelo dejando en su mano unas cuantas piedrecillas.

Sacó el cetro de plata de la bolsa, y le dedicó una rápida ojeada al tiempo que lo depositaba sobre su mano, entre los guijarros. Elminster meneó la cabeza, admirado por la belleza del objeto, y musitó un conjuro; acto seguido introdujo el cetro en el agujero que había abierto, lo cubrió con tierra, y arrancó un pedazo de musgo cercano para colocarlo sobre la tierra removida. Un puñado de hojas y ramitas completó el camuflaje, y luego se dirigió presuroso hacia el risco contiguo; una vez allí dejó caer una de las piedras, e hizo lo mismo en otros tres promontorios cubiertos de árboles. Deteniéndose en el último, murmuró otro conjuro que lo dejó debilitado y enfermo por dentro, en tanto que sus miembros hormigueaban con un fuego blancoazulado.

Respiró hondo una vez y otra, antes de sentirse con suficientes fuerzas para lanzar un segundo hechizo. Sólo se requería una combinación sencilla de gestos, una única frase, y la disolución de un cabello de detrás de la oreja.

El athalante permaneció inmóvil unos instantes, escuchando, y atisbó a su espalda en busca de indicios de movimiento. Nada captaron sus oídos y ojos, excepto el corretear de pequeñas criaturas del bosque que se movían en todas direcciones sin prestarle atención, de modo que dio la vuelta y prosiguió su viaje. No tenía ganas de esperar durante horas sólo para averiguar quién lo seguía.

Mystra lo había enviado a Cormanthor con una misión. Qué era lo que debía hacer allí no se lo había revelado todavía, pero le había dicho que lo necesitarían «dentro de un tiempo». No parecía que tuviera que darse demasiada prisa en llegar, pero El deseaba ver la legendaria ciudad de los elfos. Según relataban los juglares, era el lugar más hermoso de todo Faerun, lleno de portentos y de elfos tan bellos que contemplarlos cortaba la respiración; un lugar de diversiones, prodigios mágicos y canciones, donde mansiones fabulosas elevaban sus chapiteles a las estrellas, y el bosque y la ciudad crecían el uno alrededor de la otra en un vasto e interminable jardín. Un lugar donde mataban a todo aquel que no fuera elfo nada más verlo.

Bueno, había una frase de una antigua balada sobre un bandolero estúpido que se había convertido en un dicho irónico entre los athalantes: «Tendremos que quemar ese tesoro en cuanto le pongamos las manos encima». Ese dicho tendría que servirle durante los días venideros, porque El sospechaba que pasaría mucho tiempo flotando alrededor de Cormanthor bajo el aspecto de una neblina vigilante y atenta.

Mejor eso, supuso, que pasar al olvido eterno de la muerte y hundirse olvidado de todos en la tierra de algún jardín elfo, dejando incumplido su servicio a Mystra.

El joven se detuvo al pie de un árbol tan ancho como una casita de campo y, desperezándose como un gato, se cambió la alforja de hombro y volvió a emprender la marcha en dirección sureste, andando a buen paso. Sus botas no producían el menor ruido mientras avanzaba por el aire. Echó un vistazo a las plácidas aguas de un pequeño estanque al pasar, y éstas le devolvieron la imagen de un joven sin afeitar, de barba rebelde, agudos ojos azules, negros cabellos enmarañados, nariz afilada y figura larguirucha y desgarbada. No le faltaba atractivo, pero su aspecto tampoco inspiraba excesiva confianza. Bueno, en algún momento tendría que impresionar a algún elfo...

De haber vuelto la cabeza en el momento oportuno, habría visto cómo una nube de hongos apiñados se levantaba del húmedo suelo del bosque cuando algo invisible los perturbó, y volvía a posarse suavemente mientras lo que quiera que fuese aquel algo musitaba una maldición y se desviaba veloz a un lado. ¿Acaso el joven que tenía delante iba a meterse directamente en el mismo corazón custodiado de Cormanthor?

Entonces la penumbra del bosque dio paso de repente a unos crecientes anillos de fuego, y el suelo se estremeció. Sí, al parecer iba a hacerlo.

Elminster se adelantó presuroso, corriendo por el aire, mientras balanceaba la alforja adelante y atrás a fin de tomar impulso. Aquello había sido un conjuro de batalla, lanzado con prisas.

Las hojas seguían ardiendo en las oscilantes ramas que tenía ante sí, y un árbol se desplomó sobre el suelo con estrépito hacia el oeste, en respuesta a la profunda y arrolladora fuerza de la explosión que había sacudido la zona junto a él momentos antes.

El mago esquivó una larga rama lateral, ascendió por un promontorio y descendió hasta un pequeño valle rocoso tapizado de helechos que se abría al otro lado. En el fondo, brotaba un manantial entre dos peñascos cubiertos de moho, uno de los cuales rodaba en aquel momento, seguido de un rastro de fuego y de un revoltijo de huesos de alguna criatura destrozada.

Vio figuras que luchaban entre las rocas y descubrió que eran elfos, que combatían contra musculosos guerreros de piel rojiza, sobresalientes colmillos y armaduras de cuero negro que blandían dagas, hachas y mazas.

Unos hobgoblins habían sorprendido a los elfos en el arroyo y asesinado a la mayoría de ellos. Mientras el joven mago corría entre los helechos, que la alforja agitaba y balanceaba a su paso, una espada elfa centelleó con luz mágica al tiempo que subía y bajaba; su presa se desplomó, rugiendo de dolor y con las manos cerradas en torno a la destrozada garganta, justo cuando una barra de hierro empuñada por otro hobgoblin cayó sobre la cabeza del espadachín elfo con un fuerte golpe que resonó por todo el valle.

Con un repugnante crujido, la cabeza del elfo se hundió en medio de un surtidor sanguinolento, y su cuerpo cayó entre espasmos sobre el de su compañero. Éste —al parecer, el último superviviente de la patrulla élfica— era un elfo alto que lucía sobre los hombros un manto adornado con hileras de colgantes ovales incrustados de joyas que centelleaban y relucían conforme maniobraba. Un mago, se dijo El, al tiempo que alzaba una mano para lanzar un hechizo.

El elfo fue más veloz. Una de sus manos se convirtió en una bola de fuego que hundió en el rostro del adversario que sostenía el palo. En tanto que el enemigo retrocedía tambaleante, rugiendo de dolor y rabia, del fuego surgieron dos largas lenguas llameantes, como los cuernos de un toro; las llamas acuchillaron al ruukha de tez roja y consumieron la armadura de cuero para dejar al descubierto el chamuscado pellejo gris. El bastón de hierro chocó con estrépito contra las rocas mientras el hobgoblin daba media vuelta y huía entre alaridos, y el mago elfo trasladaba sus llameantes cuernos al rostro de otro asaltante.

Demasiado tarde. El fuego chisporroteaba todavía sobre el rostro enfurecido de un ruukha con orejas de murciélago, cuando otro se alzó por encima para clavar las oscuras y afiladas púas de un largo tridente en el torso del mago elfo.

Los rayos rastreadores lanzados por Elminster seguían volando por el aire cuando el elfo ensartado consiguió liberarse de las ensangrentadas púas, entre alaridos de dolor, y se desplomó en el arroyo. Los hobgoblins surgían ahora como un enjambre de detrás de las piedras, para precipitarse sobre el mago elfo. El vio cómo su rostro de finas facciones se contraía, presa de terribles sufrimientos, mientras susurraba algo, y el aire sobre el arroyo se inundó de repente de innumerables chispas plateadas.

Sus adversarios se sacudieron espasmódicamente, al tiempo que el elfo se hundía en las revueltas aguas, y dejaron caer las armas. Aún se tambaleaban cuando los rayos de Elminster los alcanzaron y los inundaron de un fuego blancoazulado.

De las bocas y narices de los hobgoblins brotaron rugientes llamaradas mágicas, y los ojos se hincharon para acto seguido reventar en estallidos de neblina blancoazulada. Los cuerpos carbonizados deambularon bamboleantes y sin rumbo por entre rocas y helechos pisoteados, hasta derrumbarse. Sólo quedaba el elfo... y más ruukhas que se abrían paso desde el otro lado del valle, con hachas, tridentes y espadas en las manos.

Alrededor de Elminster todo eran cadáveres elfos arqueados y desmadejados, cuando llegó junto al mago. Unos ojos esmeralda transidos de dolor se abrieron con un parpadeo para mirarlo a través de los enmarañados y sudorosos cabellos canosos, y se desorbitaron al descubrir a un humano.

—Me quedaré a tu lado —indicó el athalante al elfo, levantándole la cabeza del agua ensangrentada. La acción provocó la cancelación del hechizo que le permitía andar por el aire, y, en cuanto sus pies se hundieron en las frías y arremolinadas aguas, descubrió que ésta se filtraba por una de sus botas.

También descubrió que en realidad no tenía tiempo de preocuparse por ello, ya que los helechos se agitaron a su alrededor y aparecieron más ruukhas, que mostraban en el rostro desagradables muecas de triunfo. La patrulla elfa debía de haber acampado en medio de un refugio hobgoblin, o tal vez había sido rodeada mientras dormían.

Al parecer, todo el pequeño valle estaba repleto de amenazadores ruukhas de colmillos amarillos, que alzaban escudos ante ellos a la vez que avanzaban agachados moviéndose con suma cautela. Daba la impresión de que ya habían aprendido que los magos eran siempre peligrosos... y que habían sobrevivido a aquella lección, lo que significaba que habían matado magos con anterioridad.

Elminster permaneció plantado junto al elfo, que tosía débilmente, y echó una veloz mirada a su espalda. Sí, allí estaban, acercándose despacio, los rostros sonrientes ante la seguridad del éxito. Debían de ser setenta o más, y los conjuros que le quedaban eran demasiado pocos para que aquello no supusiera un problema.

El príncipe usó la única magia que podía proporcionarle tiempo para pensar en una salida adecuada. Abrió con rápido ademán una de las solapas de cuero de la alforja, sacó las seis dagas que asomaron en un desordenado puñado, y siseó las palabras necesarias mientras las arrojaba al aire y chasqueaba los dedos. Las dagas salieron disparadas como avispas enfurecidas y describieron un círculo alrededor del joven príncipe, mientras descargaban cuchilladas contra el rostro de un ruukha que se encontraba demasiado cerca.

Aquello provocó un aullido general de rabia, y las criaturas se abalanzaron sobre el joven mago desde todas partes. Las dagas silbaron y se hundieron en todos los que se introducían en su estrecho círculo, pero no eran más que seis contra muchos ruukhas fornidos que se abrían paso a empellones para llegar hasta el joven mago.

Una lanza disparada desde lejos alcanzó a El en el hombro y lo dejó entumecido, y una piedra arañó su nariz cuando retrocedió tambaleante. Lo malo del hechizo de las armas volantes era que el movimiento de las dagas daba ideas a sus atacantes. ¿Para qué adentrarse en aquella cortina de acero cuando se podía enterrar a su creador bajo una lluvia de armas arrojadas desde lejos?

Otra piedra le dio en la frente con fuerza, y Elminster dio un traspié, aturdido. Un grito exultante se elevó a su alrededor, cuando los ruukhas atacaron. Sacudiendo la cabeza para alejar el dolor, el joven se desplomó sobre el elfo y profirió las palabras de un conjuro que no había esperado tener que usar todavía. Confiaba haberlo hecho a tiempo.

Unos ojos que relucían con visión de mago miraron el risco cubierto de árboles que tenían delante, y luego el siguiente. Y el siguiente. ¡Que los dioses maldijeran al usurpador! ¡Había estado en todos ellos!

¿Habría dejado el cetro en el primero, y preparado los otros como señuelos? ¿O lo había depositado en el segundo risco, o...?

El indignado propietario de aquellos ojos pensó que los dioses no maldecirían al joven príncipe-mago de un modo adecuado, y acometió por sí mismo la tarea de hacerlo concienzudamente.

Una vez que dejó de gruñir y refunfuñar, profirió un conjuro. Como esperaba, reveló una pulsante telaraña de líneas de poder que conectaba todos los riscos, pero no mostraba con claridad la posición del cetro. Para romper la telaraña hacía falta el consentimiento del joven mago... o su muerte.

Bueno, si lo uno era imposible, lo otro tendría que servir. Las manos volvieron a moverse para tejer otro encantamiento. Algo se alzó como un humo espeso del suelo del bosque, algo que siseaba y susurraba en tono quedo mientras adquiría forma, y cuyos mismos movimientos eran una amenaza que indicaba avidez.

Algo que de improviso adquirió solidez y se alzó muy erguido mientras acuchillaba el aire con docenas de afiladas garras. Un asesino de magos.

Unos ojos en los que se leía el deseo de matar observaron cómo se alejaba en busca del último príncipe de Athalantar. Cuando se perdió de vista entre los árboles, una sonrisa apareció bajo aquellos ojos vigilantes, en unos labios que no sonreían muy a menudo. Entonces la boca volvió a moverse para lanzar una nueva retahíla de maldiciones sobre la cabeza de Elminster. De haber estado escuchando, los dioses se habrían sentido muy satisfechos con algunos de los fragmentos más ingeniosos.

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