Elminster en Myth Drannor (35 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Tal vez lo fueran, pero no lo detectaron. Ni tampoco apareció ninguno de los espectros guardianes. Elminster se introdujo en palacio por una ventana del piso superior, y planeó arriba y abajo de las salas, con una extraña sensación de inquietud. El palacio era espléndido, pero el piso superior estaba casi vacío; apenas unos pocos criados paseaban por allí calzados con suaves botas, ocupándose tranquilamente del polvo con unos cuantos hechizos menores.

Del Ungido no vio ni rastro, pero en un pequeño torreón alejado en el lado norte del palacio descubrió una reunión curiosamente similar a la que acababa de presenciar en el castillo Maendellyn: seis nobles sentados alrededor de una mesa encerada. Esta reunión tenía un séptimo y severo rostro elfo presente: el mago del tribunal supremo Earynspieir. Elminster no conocía a ninguno de los otros.

Lord Earynspieir estaba de pie, paseando. El joven príncipe penetró en la estancia y se acomodó en la mesa, sin que nadie lo detectara.

—Sabemos que hay conspiraciones que se traman en estos mismos momentos —dijo un elfo anciano y bastante regordete situado al final de la mesa—. Toda reunión, sea en una fiesta o en audiencia oficial, deberá considerarse, de ahora en adelante, como una batalla potencial.

—Más bien como una serie de emboscadas latentes —observó otro elfo.

—Lord Droth —intervino el mago del tribunal supremo volviéndose y haciendo un gesto con la cabeza en dirección al elfo corpulento—, y lord Arpalira, por favor creed que lo reconocemos y hacemos nuestros preparativos. Somos conscientes de que no podemos cercar al Ungido con
armathor
armados hasta los dientes, y...

—¿Qué preparativos? —preguntó sin rodeos otro lord. Éste tenía todo el aspecto de un comandante guerrero, desde sus cicatrices hasta la espada colgada al cinto. Cuando se inclinó al frente para hacer su pregunta, la potente voz tenía la energía del mando.

—Preparativos secretos, lord Paeral —respondió Earynspieir en tono muy expresivo.

Un caballero sentado junto al jefe de la Casa Paeral —un elfo dorado, y con mucho el miembro del sexo masculino más apuesto que Elminster había visto nunca, de cualquier raza— levantó los ojos, de un llamativo color plateado, y dijo en voz baja:

—Si no podéis confiar en nosotros, lord mago supremo, Cormanthor está condenado. Ya pasó el momento de guardar remilgados secretos. Si los que son leales no saben con exactitud ni dónde ni cuándo se desarrollan los acontecimientos en el reino, nuestro Ungido podría muy bien caer.

Earynspieir esbozó una mueca durante unos instantes, como si fuera presa del dolor, antes de adoptar una sonrisa forzada.

—Bien dicho como siempre, lord Unicornio. No obstante, como lord Adorellan ha señalado antes, cada palabra que se permita aflorar a nuestros labios sin necesidad es una nueva grieta en la armadura del Ungido. El muy serenísimo lord se encuentra oculto en este momento, por recomendación mía, y...

—¿Custodiado por quién? —preguntaron casi al mismo tiempo lord Droth y lord Paeral.

—Magos de la corte —respondió él, en un tono que indicaba que prefería no decir nada más.

—¿Las Seis Hermanas Besuconas? —inquirió el sexto noble, enarcando una ceja—. ¿Pueden realmente enfrentarse a un ataque decidido, teniendo en cuenta que algunas de ellas pertenecen a Casas a las que no destrozaría precisamente el corazón ver muerto al Ungido?

—Lord Siirist —reconvino el mago del tribunal supremo con severidad—, no le veo la gracia a vuestra descripción de las damas que con tanta competencia sirven al reino. Aun menos admiro vuestra franca mala interpretación de su lealtad. No obstante, otros han expresado vuestra misma preocupación, y el mismo experto, que en estos momentos se encuentra junto al Ungido con hechizos listos para defenderlo, ha leído las mentes de las seis damas para conocer la verdad sobre sus intenciones.

—¿Y el experto es? —instó lord Unicornio con firmeza.

—La Srinshee —replicó Earynspieir con un atisbo de exasperación en la voz—. Y si no podemos confiar en ella, señores, ¿en quién podemos confiar en todo Cormanthor?

Para Elminster quedó muy claro a medida que las discusiones proseguían que lord Earynspieir iba a contar tan poco como le fuera posible sobre los preparativos que hubiera hecho. En lugar de ello intentaba conseguir que aquellos nobles consintiesen en reunir magos y guerreros en varios lugares, bajo mandos que estuvieran de acuerdo con obedecer a cualquiera que les diera ciertas contraseñas. No pensaba decir qué Casas o individuos sabía que eran desleales, y desde luego no iba a revelar nada sobre el paradero actual del Ungido y la Srinshee.

Sin medios para transportarse, El ni siquiera podía echar una ojeada a la Cripta de las Eras, que estaba enterrada en el subsuelo... no sabía dónde.

Sintiéndose repentinamente exasperado consigo mismo, salió volando de la estancia, se lanzó por todo el palacio como una flecha en pos del enemigo, y giró al norte, fuera de la ciudad. Necesitaba la tranquilidad de los árboles otra vez, para vagar impulsado por el viento y pensar. Probablemente, al final terminaría hurgando y fisgando en las vidas de los elfos de toda la ciudad, sólo para averiguar toda la información que pudiera serle útil. Lo cierto era que no sabía cómo obtenían la mayoría de elfos las monedas que necesitaban para gastar en cosas, por ejem...

Algo se movió, bajo los árboles delante de él. Algo que le resultaba inquietantemente familiar.

Aminoró la velocidad con rapidez, desviándose a un lado para describir un círculo y así verlo mejor. Estaba justo fuera del bosque ahora, más allá del punto por el que solían pasar las patrullas regulares, en los límites de una zona de pequeños y sinuosos barrancos y enmarañadas zarzas.

La cosa que contemplaba estaba muy arañada por aquellas zarzas, mientras se arrastraba pesadamente, moviéndose sin rumbo sobre manos y rodillas; o, más bien, una mano, ya que la otra estaba doblada hacia atrás en una garra paralizada, y la murmurante criatura que gateaba se apoyaba en la muñeca. Palos afilados, rocas o espinas hacía tiempo que habían desgarrado aquella muñeca, al igual que otras partes, y el ser reptante iba dejando un rastro de sangre. Muy pronto, algo que devorase tales seres indefensos detectaría su presencia, o se tropezaría con él.

El joven mago descendió hasta flotar con la barbilla sobre la tierra, para contemplar a través de una serpenteante selva de apelmazados mechones azules los ojos torturados y anegados de lágrimas de la adalid de los
ardavanshee
: lady Symrustar Auglamyr.

14
Cólera en la corte

Los elfos todavía dicen «Tan espléndido como la mismísima corte del Ungido» para describir el lujo o una obra de belleza exquisita, y el recuerdo de aquel esplendor, que ahora nos ha sido arrebatado, no morirá jamás. La corte del Ungido era famosa por su decoro. Era bien sabido que incluso los vástagos de las Casas más poderosas se detenían admirados y atónitos ante la reluciente pompa que presentaba a la vista, y moderaban palabras y acciones con la más cortés elegancia; y desde el trono de Cormanthor, que flotaba sobre ellos, surgían las sentencias más solemnes y nobles de la época.

Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival

Espadas de plata y noches estivales:

una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor

Año del Arpa

Se escuchó un sonido estridente, como de innumerables arpas tañidas a la vez, y la dulce y mágicamente ampliada voz de lady heraldo recorrió la lisa superficie vítrea del suelo de la enorme Sala de la Corte:

—Lord Haladavar; lord Urddusk; lord Malgath.

Se produjo un revuelo entre los cortesanos; rápidas conversaciones se dejaron oír y luego se apagaron en un susurro excitado mientras los tres ancianos caballeros elfos se deslizaban al interior, andando por el aire, vestidos con todas sus galas. Sus sirvientes se separaron de ellos para unirse a los
armathor
ante las puertas de la corte, y en el tenso y sepulcral silencio los tres jefes de las Casas recorrieron el largo y amplio salón en dirección al estanque.

Un murmullo fue creciendo a su paso a medida que los cortesanos de ambos lados de la estancia cambiaban de posición para intentar conseguir el mejor punto de observación. En medio de este frenesí de actividad una figura menuda, delgada, casi infantil se introdujo detrás de uno de los tapices que ocultaban las salidas, y se escabulló.

Flotando sobre el refulgente y circular Estanque del Recuerdo estaba el trono del Ungido, y sentado cómodamente en su esplendoroso arco se encontraba el anciano lord Eltargrim en sus centelleantes ropajes blancos.

—Acercaos y sed bienvenidos —dijo, en tono formal pero afectuoso—. ¿De qué deseáis hablar, aquí ante todo Cormanthor?

—Quisiéramos hablar de vuestro plan sobre la apertura —contestó lord Haladavar extendiendo las manos—; tenemos ciertos recelos sobre la cuestión.

—Dicho con franqueza, y con un espíritu similar: seguid —repuso Eltargrim con tranquilidad.

A un tiempo, los tres caballeros echaron a un lado las bandas de sus túnicas, y los rayos chisporrotearon alrededor de las empuñaduras de tres espadas de tormenta. Una exclamación horrorizada surgió de entre los cortesanos ante aquella violación de la etiqueta y el peligro que podían implicar espadas desnudas, si se las empuñaba en esta sala en medio de todo el conjunto de hechizos que ésta contenía.

Los
armathor
se adelantaron con expresión lúgubre desde sus puestos junto a las puertas, pero el Ungido hizo una seña para que retrocedieran y alzó la mano, en demanda de silencio. Cuando se hizo, señaló las luces titilantes que parpadeaban con entusiasmo en el estanque a sus pies, y dijo con calma:

—Ya habíamos advertido vuestro armamento, y somos de la opinión de que fue un error de juicio que lo considerarais necesario para recalcar vuestra solemne resolución.

—Precisamente, muy venerado señor —replicó Haladavar, y luego añadió lo que su tono ya había dejado claro—: Me alegro de que lo veáis así.

—Ojalá yo pudiera ser de la misma opinión —masculló la Srinshee, instalándose en la florida pantalla del techo por encima de ellos a la vez que apuntaba a través de ella a los tres nobles con el Báculo de la Fragmentación—. Ahora que habéis hecho vuestro gesto, comportaos, caballeros —murmuró, como si volvieran a ser niños, y ella fuera su tutora—. Cormanthor os lo agradecerá.

Echó una rápida ojeada a lo alto y comprobó que la hilera de varitas que apuntaban hacia abajo estaba en su lugar, esperando sólo un toque suyo para descargar sus diferentes ataques.

—Que Corellon permita que ninguna de ellas sea necesaria —musitó la hechicera, y dirigió toda su atención a los acontecimientos que tenían lugar a sus pies.

Inconsciente del peligro que se cernía sobre sus cabezas, los tres nobles se dispusieron en una fila de cara al estanque, y el cabeza de la Casa Urddusk retomó la conversación.

—Muy venerado señor —dijo con sequedad—, no poseo el don de la melifluidad; prefiero hablar poco y con franqueza. Os ruego pues que no os ofendáis ante lo que diga, pues es justo que lo sepáis: si no nos escucháis, o desdeñáis nuestras preocupaciones sin parlamentar, intentaremos usar estas espadas que hemos traído contra vos. Lo manifiesto con profundo pesar; rezo para que no sea necesario. Pero, gran señor, se nos debe escuchar. Flaco favor haríamos a Cormanthor si calláramos ahora.

—Os escucharé —repuso el Ungido con suavidad—. Es para lo que estoy aquí. Hablad.

Lord Urddusk miró al tercer lord; Malgath era conocido como orador lisonjero, y algunos podrían incluso haber usado la palabra «astuto». Ahora, sabedor de que los ojos de toda la corte estaban puestos en él, no pudo resistir adoptar una actitud teatral.

—Gran Señor —ronroneó—, tememos que el reino como lo conocemos desaparezca si a gnomos, halflings, nuestros medio hermanos y cosas peores se les permite correr por Cormanthor derribando árboles con sus hachas y expulsándonos a nosotros. Ya he oído que planeáis colocarnos a todos los lores como administradores del bosque, para que decretemos qué árbol puede derribarse y cuál permanecer. Pero, lord Eltargrim, pensad en esto: cuando se corta un árbol y éste muere, no existe marcha atrás, y por mucho que nos retorzamos las manos o nos disculpemos por haber elegido el árbol equivocado no habrá modo de recuperarlo. Las magias adecuadas podrán hacerlo, sí, pero durante los últimos doce inviernos nuestros mejores magos han dedicado casi toda su sabiduría y energía a la creación de nuevos conjuros que hagan crecer árboles de tocones, y den mayor vitalidad a los árboles. Tales magias de reabastecimiento serían innecesarias si nos limitamos a
mantener fuera a los humanos.
Ya habéis dicho antes que la pereza de los humanos asegurará que la mayoría de ellos no nos causen problemas. Quizá sea verdad, pero nosotros vemos la otra clase de humanos: los impacientes, los aventureros, los que exploran por el gusto de espiar, y destruyen para dominar... con demasiada frecuencia. También sabemos que los humanos son codiciosos, casi tan codiciosos como los enanos. Y ahora planeáis permitir que ambas razas penetren hasta el mismo corazón de Cormanthor. Los humanos talarán los árboles, y los enanos gruñirán exigiendo más
¡para alimentar sus fraguas!

Cuando lord Malgath rugió estas últimas palabras algunos de los presentes casi gritaron su aquiescencia; el Ungido aguardó casi tres segundos a que el ruido se apagara. Cuando todo quedó relativamente en silencio otra vez preguntó:

—¿Es vuestra única preocupación, señores? ¿Que el reino tal y como lo conocemos desaparezca si dejamos que otras razas se instalen en nuestra ciudad, y las otras zonas que patrullamos y queremos? Los halflings en particular, muchos semielfos, e incluso algunos humanos han residido durante años en los bordes del reino y sin embargo nosotros estamos aquí hoy, con toda libertad para discutir. Haré que los
armathor
lo comprueben, si lo deseáis, pero estoy seguro de que ningún humano ha invadido esta sala hoy.

Se produjo una oleada de risas, pero lord Haladavar gruñó:

—Éste no es un asunto que me produzca risa, venerado señor. Humanos y enanos, en particular, tienen la costumbre de hacer caso omiso de toda autoridad que se ejerza sobre ellos, y de desafiar a nuestro Pueblo donde y cuando pueden. Si los dejamos entrar se emparejarán con nosotros, nos embaucarán, y nos superarán en número desde el principio. ¡No tardaremos en vernos expulsados de Cormanthor!

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