Elminster en Myth Drannor (31 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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—Tan sólo uno de esos herederos, sin mencionar la docena aproximada de criados y espadachines domésticos que has eliminado por el camino, sería más que suficiente para comprar tu muerte, humano. ¡Sólo uno! De modo que ahora te tenemos por fin, y nos enfrentamos al difícil problema de cómo matarte diez veces de un modo apropiado... ¿o deberíamos decir once? —Ivran se acercó más aun—. Dos de los valientes que asesinaste eran íntimos amigos míos. Y a todos los aquí presentes nos entristece la pérdida de lady Symrustar, cuya promesa nos ha reconfortado a todos durante las tres últimas estaciones. Nos arrebataste a estas personas, gusano. ¿Tienes alguna frivolidad que decir en tu favor? ¿Algo para distraernos mientras
te despedazamos
?

Al mismo tiempo que aullaba estas últimas palabras, Ivran arremetió contra él, arrojando su espada a tal velocidad que ésta se transformó en una mancha plateada. Su intención era acuchillar la mano de El e impedir que éste lanzara cualquier conjuro antes de que los otros elfos —que saltaban hacia él por todas partes— pudieran alcanzarlo.

Con una sonrisa sombría, Elminster puso en marcha su hechizo, y se convirtió en una ascendente y turbulenta columna de chispas blancas. Los elfos que cargaban contra él lo atravesaron y fueron a chocar entre ellos, clavándose profundamente las espadas unos a otros. Los atacantes arquearon los cuerpos presas de terribles dolores, y chillaron o tosieron sobre las empuñaduras de armas hundidas hasta la cruz, al tiempo que regaban con su sangre las losas del suelo.

La arremolinada columna de chispas empezó a alejarse, en dirección al pasadizo por el que había entrado el joven mago. Entre rugidos y jadeos, con dos espadas que no eran suyas sobresaliendo de su cuerpo, Ivran gritó:

—¡Matad al humano! ¡Usad el hechizo de la punta de espada!

La última palabra quedó ahogada por la sangre que borboteaba por sus labios, y un elfo de cuya frente manaba sangre en abundancia —el que se había mostrado tan temeroso antes— corrió hacia el tambaleante Ivran; sus manos relucían con magia curativa.

—¡Yo tengo el hechizo! —gritó Tlannatar Árbol de la Ira, disponiéndose a cumplir las órdenes de su cabecilla—. ¡Arrojad al aire las armas!

Obedientes, aquellos elfos que todavía podían arrojaron espadas y dagas al aire por encima de sus cabezas. Estrellas de fuerza de un blanco azulado llameaban y parpadeaban alrededor de las manos de Tlannatar, cuando el conjuro atrapó las armas lanzadas al aire y las envió al otro extremo de la sala en un mortífero torrente, con la punta por delante.

La blanca columna rotante de chispas y luz se detuvo en la entrada del corredor, y las armas arrojadas contra ella se desviaron en pleno vuelo para rodearla, cada vez más veloces, y luego regresar a la habitación como una mortífera andanada de dardos lanzados al azar. Tlannatar lanzó un grito cuando una se incrustó en su oído, y cayó de bruces con la boca abierta aún; ahora permanecería abierta para siempre. Ivran, a quien su sanador sostenía en pie, fue alcanzado en la garganta y escupió sangre al techo en un último chorro agonizante. Otro elfo cayó, en el otro extremo de la sala, atravesado de parte a parte por una espada; dio dos pasos tambaleantes en dirección al montón de cascotes que intentaba usar como protección, y luego se desplomó sobre él y ya no volvió a moverse.

Cuando la columna que había sido el
armathor
humano desapareció por el pasillo y el silencio volvió a apoderarse de la habitación, el elfo asustado miró a su alrededor. De todos ellos, sólo él seguía en pie, aunque alguien gimoteaba y se movía débilmente junto a una pared.

—¿Cuántos de nosotros —preguntó a la vacía estancia con voz temblorosa— se necesitan para acabar con la vida de un humano? ¡Padre Corellon!
¿Cuántos?

Un poder en bruto bullía a través de Elminster —más del que jamás había conocido fuera del abrazo de Mystra— y se sentía más fuerte, cómodo y poderoso a cada segundo. Mientras giraba sobre sí mismo, el hechizo púrpura tejido por los magos iba siendo absorbido hacia su interior, entregándole su energía... ¡salvaje, desatada y maravillosa!

Entre carcajadas irrefrenables, El se sintió crecer en estatura y brillo, en tanto se alzaba de la destrozada base de la torre derrumbada.

Era consciente de la presencia de los cuatro magos que trepaban y gritaban aterrorizados. Giró en su dirección, borracho de poder, ansioso por matar, destruir, y...

Los magos conjuraban algo a la vez. Elminster se inclinó hacia ellos, en un intento de llegar allí antes de que pudieran huir, o hacer lo que fuera que intentaban hacer, pero su forma de remolino no podía ir más deprisa. Trató de doblarse al frente, para barrerlos, pero no consiguió mantener la posición, ya que sus giros volvieron a enderezarlo. Ahora casi había llegado hasta ellos, estaba...

Demasiado tarde. Los cuatro elfos bajaron veloces las manos a los costados —manos que dejaban un reguero de fuego— y se quedaron contemplándolo con expectación. Ni huían ni parecían asustados siquiera.

Un instante después, Faerun estalló, y El se sintió desgarrado y arrojado en todas direcciones, como hierba seca atrapada en un vendaval. «¡Mystra!» chilló, o intentó hacerlo, pero no había nada excepto aquel rugido y la luz, y caía... Muchos caían sobre innumerables copas de árboles...

—¿Y luego qué sucedió? —La voz del mago del tribunal supremo Earynspieir temblaba de cólera y exasperación contenidas. «¿Por qué, oh Corellon, dime por qué los jóvenes del reino tienen que ser unos estúpidos sedientos de sangre?»

El aterrorizado mago elfo que tenía delante empezó a llorar, y cayó de rodillas, suplicando por su vida.

—Vamos, incorpórate —indicó lord Earynspieir con repugnancia—. Ahora ya está hecho. ¿Estás seguro de que el humano está muerto?

—Lo hicimos estallar en mil pedazos, se... señor —farfulló uno de los otros magos—. He estado buscando cualquier signo de utilización de magia y de criaturas invisibles desde entonces, y no he encontrado pruebas de ninguna de ellas.

Earynspieir asintió casi distraídamente.

—¿Quién sobrevivió, de todo el grupo que entró allí?

—Rotheloe Tyrneladhelu, señor. No... no se le aprecia ninguna herida, pero no ha dejado de llorar aún. Puede que su mente se haya visto afectada.

—De modo que tenemos a ocho muertos y a un noveno doliente —repuso con frialdad el mago del tribunal supremo—, y a vosotros cuatro ilesos y triunfantes. —Contempló el castillo en ruinas—. Y sin el cuerpo del enemigo, para estar seguros de que ha muerto. Realmente, una gran victoria.

—¡Bueno, pues lo fue! —gritó un cuarto mago, presa de repentina cólera—. ¡No os vi allí, de pie codo con codo con nosotros, lanzando hechizos contra el Asesino de Herederos! ¡Salió del castillo borboteando como una especie de dios, una mortífera columna de fuego y chispas de treinta metros de altura y más, que escupía hechizos en todas direcciones! La mayoría habrían huido, lo juro... ¡pero nosotros permanecimos firmes y mantuvimos la calma y acabamos con él! Y... —Paseó la mirada por todos los rostros silenciosos y sombríos que lo rodeaban, magos de la corte y hechiceras y guardas, estos últimos todos héroes de guerras pasadas, cuyos rostros arrugados permanecían impasibles, y finalizó sin demasiada convicción—: ...y me siento orgulloso de lo que hicimos.

—Ya me había dado cuenta —repuso Earynspieir en tono seco—. Sylmae, Holone... Leed las mentes de éstos para verificar lo que dicen... y la de Tyrneladhelu, para descubrir hasta qué punto ha quedado destrozada su mente. Necesitamos saber la verdad, no lo ampulosos que pueden ser sus alardes. —Se dio media vuelta mientras ellas asentían.

En cuanto las hechiceras iniciaron su avance, uno de los magos levantó las manos, que inmediatamente quedaron circundadas por rojos anillos de fuego, y advirtió:

—¡Manteneos donde estáis, muchachas!

—Tendrás un aspecto bastante menos atractivo llevando esos aros de fuego en el trasero, cachorro —indicó Sylmae torciendo la boca—. Prescindamos de estas tonterías, o en los próximos tres pasos Holone y yo nos cansaremos de todo esto.

—¿Cómo os atrevéis a examinarme en busca de la verdad? Al heredero de una Casa.

—Desde luego —Sylmae se encogió de hombros—. En esto, actuamos con la autoridad del Ungido.

—¿Qué autoridad? —se mofó el mago mientras retrocedía un paso, con los llameantes aros ardiendo aún alrededor de sus manos—. ¡Todo el reino sabe que el Ungido se ha vuelto loco!

El mago del tribunal supremo se dio la vuelta despacio, una figura delgada pero amenazadora bajo la negra túnica, y dijo con severidad:

—Después de que tu trasero se coma esos aros de fuego que tanto te gustan, Selgauth Cathdeiryn, y que hayas sido examinado a conciencia para comprobar la verdad, unos guardas te conducirán ante el Ungido. Entonces podrás hacer tal comentario a nuestro venerado señor en persona. Si te sientes algo más prudente entonces que ahora, puede que seas lo bastante sensato para hacerlo con más educación.

Galan Goadulphyn contempló la superficie del estanque una última vez, y suspiró. De haber sido menos orgulloso, podría haber vertido lágrimas, pero era un guerrero de Cormanthor, no uno de aquellos pusilánimes, los afectados y perfumados zopas a los que las muy nobles Casas del reino se complacían en llamar herederos. Él era como una roca o una vieja raíz de árbol. Lo soportaría sin quejarse y volvería a levantarse. Algún día.

La imagen que mostraba el estanque no resultaba precisamente inspiradora. Su rostro era una máscara de vieja sangre reseca, la fina línea de la mandíbula desfigurada allí donde un pliegue de piel desgarrada se había soldado en aquel estado colgante, haciendo que su barbilla resultara cuadrada como la de un humano. Le faltaba la punta de una oreja, y los cabellos estaban tan enredados como las patas de una araña muerta, gran parte de ellos pegados en las oscuras costras que cubrían los surcos en carne viva que las rocas habían excavado en su cabeza.

Galan volvió a mirar el estanque. Sus labios se curvaron en una poco seductora sonrisa mientras, muy tieso, realizaba una ceremoniosa reverencia en dirección a él; acto seguido, se dio la vuelta y de una patada arrojó a sus tranquilas profundidades una piedra, que destrozó la lisa superficie con fangosas ondulaciones.

Sintiéndose mucho mejor, comprobó las empuñaduras de espada y daga para asegurarse de que estaban sueltas y listas en sus fundas, y se puso en marcha a través del bosque una vez más. Las tripas le lanzaron roncos gruñidos en más de una ocasión, recordándole que las monedas no se comían.

Eran dos días de viaje ininterrumpido a través de los árboles hasta Assamboryl, y desde allí un día más hasta llegar a Seis Endrinos. Las horas parecían más largas sin las interminables sandeces de Athtar; si bien no es que le desagradara el relativo silencio, por una vez. Se sentía completamente entumecido, y lo que fuera que se hubiera dañado en el muslo derecho le producía un dolor tan ardiente que renqueaba por entre el musgo y las hojas muertas como un humano desmañado.

Por suerte, vivía muy poca gente por los alrededores, debido a las estirges. Había una que revoloteaba por entre los árboles en aquellos momentos, manteniéndose a buena distancia pero siguiendo su ruta.

No debía de estar sedienta, pero, si se encaminaba hacia donde se encontraban todos los parientes de la criatura, el viejo Galan el Galante podría convertirse en un saco de piel vacía antes del anochecer.

Un pensamiento muy alegre, ése.

Una balsa de hongos se alzó de detrás de una ribera cubierta de helechos situada a su izquierda. Arrugó la nariz. La plataforma estaba repleta de montones de sombreretes blancos frescos, cuyos moteados tallos marrones rezumaban la blanca savia que los señalaba como recién cogidos. Su estómago volvió a retumbar, y sin pararse a pensar agarró unos cuantos y se los metió en la boca.

—¡Eh!

En su fastidiosa gazuza, había olvidado que los flotadores de hongos necesitaban de alguien que tirara de ellos. O los empujara, como hacía el enojado elfo del otro extremo de la plataforma, que sacaba a la superficie su cosecha a tiempo para lavarla y clasificarla. El elfo sacó una daga y la blandió en alto, listo para lanzarla.

Galan se la arrebató de los dedos con su propio cuchillo, que lanzó a increíble velocidad, y continuó con una rápida zambullida bajo el flotador y un salto hacia arriba en el otro lado, con la espada desenvainada ya.

El elfo lanzó un grito y retrocedió a trompicones hasta detenerse contra un árbol. Galan se alzó ante él en lenta y silenciosa amenaza, y apoyó la punta de la espada contra la garganta del granjero.

El aterrado cultivador empezó a hablar atropelladamente, suplicante, y reveló toda clase de amistosa información sobre su nombre, linaje, propiedad de esta madriguera de hongos, las excelentes setas que producía, el hermoso tiempo que habían tenido últimamente, y...

Galan le lanzó una desagradable sonrisa, y levantó una mano. El elfo malinterpretó el gesto.

—¡Desde luego, señor humano! ¡Por favor perdonad mi tardanza en comprender vuestras necesidades! Poseo poco, al no ser más que un pobre granjero, pero es vuestro... ¡todo vuestro! —Con dedos frenéticos el granjero desató su cinturón, deslizó fuera de él la bolsa, y se la entregó a Galan con dedos temblorosos, al tiempo que los sueltos y amplios calzones de trabajo le caían hasta los tobillos.

El cinturón estaba repleto de monedas; monedas pequeñas, sin duda, pero aun así probablemente serían buenos thalvers y bedoars y thammarches del reino. Mientras Galan lo sopesaba, incrédulo, el granjero volvió a malinterpretar su expresión y balbuceó:

—Pero ¡claro que tengo más! ¡No soñaría con jugar o engañar al gran
armathor
humano que el mismo Corellon ha enviado a nuestro Ungido para fustigar a los pecaminosos y decadentes miembros del reino! ¡Tomad!

Esta vez sus dedos sacaron una bolsa de una correa que pendía de su cuello... una bolsa repleta de joyas. Galan la aceptó con ojos desorbitados por la sorpresa, y el granjero prorrumpió en lágrimas y chilló:

—¡No me matéis, poderoso
armathor
! ¡No tengo nada más que daros aparte de mi plataforma de hongos y mi comida!

Galan gruñó su asentimiento ante esta última palabra —porque, al fin y al cabo, ¿cómo hablaría un poderoso
armathor
humano?— y extendió una mano para hacer señas con insistencia. Cuando el granjero se quedó mirándola, la acompañó con un insistente movimiento de la espada.

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