Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—Lo comprendo, y no os guardo rencor, lord mago... ¿Cómo podría hacerlo en esta difícil situación?
—Exactamente —repuso el otro en tono satisfecho, casi sonriente—. Me temo que he juzgado mal a vuestra raza, señor, y a vos con ella; nunca creí que los humanos se preocuparan por las intrigas y las... digamos, bondades y preocupaciones de otros. Todo lo que vemos y oímos de vosotros aquí es el sonido de las hachas al derribar árboles y las espadas impacientes poniendo fin a la más mínima disputa.
—Es cierto que algunos de entre nosotros son partidarios de la más veloz y directa de las políticas —coincidió Elminster con una sonrisa—. Sin embargo, debo apresurarme a recordaros a vos y a todos los demás habitantes de Cormanthor que juzgar a los humanos de todas las tierras como una masa única es tan incorrecto como juzgar a los elfos de la luna de acuerdo con las costumbres de los elfos oscuros, o viceversa.
El elfo que lo acompañaba se dio la vuelta, muy envarado, los ojos llameantes, y luego se relajó de forma visible y consiguió lanzar una corta risita.
—Observación aceptada, señor humano; pero debo recordaros que las gentes de Cormanthor no están acostumbradas a una forma de hablar tan directa, y puede que les guste menos que a mí.
—Comprendido. Mis disculpas. Alguien se acerca; en realidad, una pareja.
Earynspieir miró a El, sobresaltado por la repentina concisión, y se volvió para ver a la pareja elfa que el joven humano había mencionado. Ambos sostenían copas y avanzaban sin prisas, los brazos entrelazados, pero sus expresiones de sorpresa no dejaban la menor duda de que se dirigían hacia allí debido a la inesperada visión del
armathor
humano del que tanto se había hablado.
—Ah —musitó el elfo—, todavía faltan algunas horas antes del crepúsculo, cuando empezarán las danzas y, ah, diversiones menos decorosas. Los que desean conversar con franqueza entre ellos o con el Ungido, o elegir nuevos consortes para la noche, a menudo llegan ahora, cuando los juerguistas son pocos y se ha consumido bastante menos vino del que se consumirá horas mas tarde; éstos forman parte de tales personas. Permitid que realice las presentaciones.
Elminster inclinó la cabeza, todo un príncipe de pies a cabeza, en tanto que la pareja se acercaba majestuosa al mago del tribunal supremo. El joven y apuesto elfo contempló a Elminster como si un jabalí se hubiera puesto ropas y acudido a la fiesta, pero la bellísima doncella elfa del vestido de gasa que lo acompañaba sonrió con dulzura al mago elfo y dijo:
—Hermosa tarde, venerado señor. Espe... ah, esperábamos ver al Ungido con vos. ¿Está indispuesto?
—Nuestro excelentísimo Ungido ha tenido que marcharse por unas cuestiones urgentes relacionadas con el reino, hace apenas unos instantes. ¿Puedo presentaros en su lugar al príncipe Elminster del país de Athalantar, el más reciente de nuestros
armathor
?
El elfo siguió mirando a El con fijeza, sin decir nada. Su acompañante lanzó una risita nerviosa y respondió:
—Un inesperado y... ¿debo atreverme a decirlo?... insólito placer.
No le tendió la mano.
—Príncipe Elminster —ronroneó el mago—, ante vos lord Qildor, de la Casa de Revven, y lady Aurae de la Casa Shaeremae. Que vuestro encuentro y despedida os produzcan idéntico placer.
—Mi honor se ilumina —replicó Elminster con una inclinación, recordando una frase de los recuerdos que le había brindado el kiira. Tres pares de cejas se enarcaron a un tiempo, sorprendidas ante aquellas palabras de antigua cortesía elfa, mientras el humano seguía diciendo—: Es mi deseo cultivar la amistad de los encantadores habitantes de Cormanthor, pero no alarmarlos ni inmiscuirme en su vida privada. Para alguien como yo, tanto la tierra como la gente de este hermoso lugar son tan bellos que merecen ser venerados como tesoros que se honran desde lejos.
—¿Significa eso que no sois el primer espadachín espía de un ejército humano? —refunfuñó lord Qildor, al tiempo que dirigía la mano hacia la trabajada empuñadura de plata de la espada que llevaba a la cintura.
—En modo alguno —repuso él con suavidad—. No es el deseo de mi reino ni el de cualquier otra tierra habitada por hombres que yo conozca invadir Cormanthor ni imponer nuestras costumbres y comercio donde no se nos quiere y sólo puede causar daño. Mi presencia aquí es una cuestión personal; no soy el portador de un asunto de Estado ni el precursor de una invasión o de una exploración para fisgonear. Ningún cormanthiano tiene por qué temerme o verme como la representación de otra cosa que no sea un único humano que siente un gran respeto por vuestro Pueblo y sus logros.
—Perdonad mis impertinentes palabras —rogó lord Qildor, enarcando de nuevo las cejas—, pero ¿permitiríais que un mago comprobara la veracidad de vuestras palabras?
—Lo haría y lo haré —replicó El, mirándolo directamente a los ojos.
—En ese caso —dijo él—, os he juzgado erróneamente antes de nuestro encuentro, sólo en base a las especulaciones de otros. No obstante, lord Elminster, debéis saber que yo, como la mayoría del Pueblo, temo y odio a los humanos; ver a uno de ellos en el corazón del reino es fuente de alarma e indignación. No creo que ninguna acción noble que realicéis, o palabra amable que pronunciéis, pueda cambiar eso nunca. Tened cuidado, señor; otros serán menos educados que nosotros. Quizás hubiera sido mejor para todos que no hubieseis venido jamás a Cormanthor.
Calló unos instantes, con expresión solemne, y por fin añadió despacio:
—Ojalá pudiera encontrar palabras más agradables para vos, amigo, pero no puedo. No está en mí... y he visto a más humanos que la mayoría.
Meneó la cabeza con cierta tristeza, y se alejó. Las joyas centellearon aquí y allá entre los cabellos que descendían por su espalda, tan largos y magníficos como los de cualquier humana de noble cuna. Su dama, que había escuchado con la mirada baja, alzó la cabeza orgullosa, dirigió a Elminster y al mago del tribunal supremo una sonrisa compartida, y anunció:
—Es tal como mi señor dice. Que os vaya bien a ambos, señores.
Cuando se hubieron alejado a una distancia segura y observaban de nuevo con disimulo al elfo y al humano que permanecían juntos, Elminster se volvió para mirar a lord Earynspieir directamente al rostro.
—¿Así que los habitantes de Cormanthor no están acostumbrados a hablar sin rodeos, señor? —comentó con aire congraciador, enarcando las cejas. Earynspieir hizo una mueca.
—Por favor, creed que no intenté confundiros, señor caballero —respondió—. Tengo la impresión de que ver a un humano despierta en los cormanthianos un espíritu de brusquedad que no había visto antes.
—Unas palabras muy bien dichas —concedió El— y... Pero ¿quién se acerca?
Flotando en el aire hacia ellos se aproximaban dos damas elfas; flotaban literalmente, ya que los pies, enfundados en botas altas, estaban a unos centímetros del suelo. Ambas eran altas para ser elfas y dotadas de elegantes curvas, ataviadas con vestidos que realzaban cada línea de sus exquisitamente bellos cuerpos. Todas las cabezas se volvieron para contemplarlas mientras se abrían paso entre los asistentes.
—Symrustar y Amaranthae Auglamyr, nobles y primas —murmuró en tono quedo el mago, y a El le pareció detectar una cierta avidez en el tono de su acompañante, algo muy comprensible.
La mujer que iba delante resultaba imponente incluso entre todas las jovencitas elfas que El había visto desde su llegada a la ciudad. Una melena que era casi de un azul cobalto ondeaba libremente sobre sus hombros y descendía por la espalda, para quedar recogida en una faja de seda que descansaba sobre la cadera derecha, igual que se recoge la cola de un caballo para impedir que arrastre por el suelo; los ojos eran de un brillante azul casi eléctrico, que centelleaban promesas a Elminster bajo negras y muy arqueadas cejas a medida que se deslizaba más cerca. Una cinta negra, sin adornos, le rodeaba la garganta, y sus carnosos labios se hallaban ligeramente fruncidos; pasó la lengua sin disimulo sobre ellos mientras examinaba al hombre situado de pie junto al mago elfo. La parte delantera del rojo vestido estaba cortada para mostrar el dibujo de un dragón de muchas cabezas creado con joyas pegadas a su estómago plano, fina cintura y escote; llamas congeladas de delicado alambre recogían y realzaban los altos pechos, y la punta, pícaramente exhibida, de una de sus orejas estaba espolvoreada de polvillo dorado. Era adorablemente hermosa... y lo sabía.
Su prima vestía un traje menos indiscreto azul oscuro, aunque un lado estaba abierto hasta por encima de la cintura para mostrar una fina telaraña de cadenas de oro que se derramaban por el desnudo costado, casi moreno. Tenía una larga cabellera de color miel, impresionantes ojos castaños, y una sonrisa mucho más agradable que su compañera de cabellos azules, junto con la piel más tostada y las curvas más exuberantes que ningún elfo que Elminster hubiera visto nunca. Pero su prima eclipsaba su belleza como un sol anula con su fulgor una estrella nocturna.
—La que va delante es Symrustar —murmuró Earynspieir—. Es la heredera de su Casa... y peligrosa, señor; su honor consiste tan sólo en todo aquello que pueda hacer con impunidad.
—Preferís mucho más a lady Amaranthae, ¿no es así? —le contestó Elminster, también en un murmullo.
El mago del tribunal supremo volvió la cabeza veloz para contemplar al joven con ojos que mostraban a la vez respeto y una seria advertencia.
—Vuestra vista es más aguda que la de la mayoría de los ancianos elfos, joven lord —susurró, mientras las damas descendían junto a ellos.
—Bien hallados —ronroneó lady Symrustar, echando los cabellos a un lado con elegancia al tiempo que se inclinaba al frente para besar a lord Earynspieir en la mejilla—. ¿No os importará, anciano lord sabio, si me llevo a vuestro invitado? Siento... sentimos... una gran ansiedad por conocer más cosas sobre los humanos; ésta es una oportunidad poco corriente.
—N... no, desde luego que no, señora. —El mago elfo exhibió una amplia sonrisa—. Señoras, ¿puedo presentaros a lord Elminster de Athalantar? Es un príncipe en su tierra, y recientemente, como sin duda habéis oído, un
armathor
de Cormanthor.
El elfo se volvió hacia Elminster, con una clara advertencia en los ojos, y continuó:
—Lord Elminster, es un gran placer para mí daros a conocer a dos de las más hermosas flores de nuestra tierra: lady Symrustar, heredera de la Casa Auglamyr, y su prima, lady Amaranthae Auglamyr.
El joven mago hizo una profunda reverencia y besó las puntas de los dedos de lady Symrustar, un gesto poco común, al parecer, a juzgar por el ronroneo que ella emitió, y por el modo vacilante en que lady Amaranthae extendió su mano a continuación.
—El honor, señoras —dijo—, es mío. Pero, sin duda, no pensaréis en abandonar al guardián del reino sólo para hablar conmigo. Yo soy la atracción de lo desconocido, cierto; pero, señoras, confieso que me siento abrumado tan sólo ante una de vosotras, y he llegado a apreciar profundamente la atenta sabiduría de mi querido lord Earynspieir desde nuestro primer encuentro; ¡él es mejor conversador que yo, con mucha diferencia!
Algo brilló en los ojos del mago del tribunal supremo mientras Elminster hablaba con tanta energía, pero no dejó escapar el menor sonido cuando lady Symrustar se echó a reír y repuso:
—Sin lugar a dudas Amaranthae hará una devota compañía al más poderoso mago de todo Cormanthor mientras nosotros dos charlamos, lord Elminster. Tenéis mucha razón en vuestra valoración de sus cualidades, y se pueden obtener más cosas cara a cara si sólo son dos las caras en cuestión. Vos y Amaranthae podéis disfrutar de vuestra mutua compañía más adelante. ¡Qué ingenio tan agudo poseéis! ¡Vamos, marchémonos!
Mientras enlazaba sus dedos con los de él, Elminster se volvió para dedicar un educado cabeceo al mago —cuyo rostro resultaba inescrutable— y a lady Amaranthae, que dedicó al humano una expresión a la vez profundamente agradecida y una muda advertencia sobre su prima; El le agradeció ambas cosas con un segundo movimiento de cabeza y una sonrisa.
—Parecéis muy atraído por mi prima, lord Elminster —susurró melosa lady Symrustar en su oído, y El se volvió veloz hacia ella, recordándose que tendría que tener mucho cuidado con esta muchacha elfa.
Mucho
cuidado. Cuando se volvió, ella también lo hizo, extendiendo una esbelta pierna a su alrededor de modo que quedaron juntos, pecho con pecho. El joven príncipe sintió cómo los pezones envueltos en alambre de sus pechos se clavaban en la parte baja de su torso, y una piel suave como la seda se restregaba contra sus calzones. La muchacha llevaba una liga de encaje negro alrededor de aquella pierna, y botas negras con tacones de aguja que le llegaban hasta las rodillas.
—Mis disculpas por irrumpir en vuestro camino, señor —musitó, en un tono que no tenía nada de disculpa—. Me temo que no estoy acostumbrada a la compañía humana, y me siento bastante... ¡excitada!
—No son necesarias las disculpas, bella dama —respondió El con suavidad—, cuando no existe ofensa. —Dirigió una veloz mirada a su espalda, a la fiesta, y vio varios rostros curiosos vueltos hacia ellos, pero a nadie que se dirigiera en su dirección.
»Ya debéis de saber lo hermosa que los miembros masculinos de al menos dos razas os encuentran —añadió, echando un vistazo al frente para asegurarse de que el jardín estaba igualmente vacío, y sabiendo que sin duda lo estaba: esta dama planeaba las cosas con sumo cuidado—, pero debo confesar que encuentro las mentes espléndidas más intrigantes que los cuerpos espléndidos.
—¿Preferiríais pues —lady Symrustar le sostuvo la mirada— que abandonara toda pretensión de indescriptible nerviosismo, lord Elminster? —inquirió en tono quedo—. Entre el Pueblo, son muchos los que no creen que las señoras poseamos un cerebro.
Elminster enarcó una ceja.
—¿Con vuestro veloz intelecto deslizándose de festejo en festejo para demostrarles lo contrario?
—Tocada —reconoció ella con una carcajada y ojos centelleantes—. Creo que esto me va a gustar.
Lo condujo por el jardín, andando ahora —agotada o desaparecida ya la magia que la había hecho levitar—, con tal contoneo de caderas a cada paso que el joven notó la boca reseca; sin embargo, mantuvo la mirada fija en sus ojos y descubrió un tenue brillo astuto en ellos. La muchacha era totalmente consciente del efecto que tenía sobre él.