Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—Delmuth —le gritó—, os lo pregunto por última vez: ¿podemos poner fin a esto y separarnos en paz?
—Desde luego humano —respondió él con una sonrisa feroz—. ¡Cuando estés muerto, la paz resultará
perfecta
!
Y sus finos dedos trazaron un conjuro que El no conocía. Centelleó la energía, visible tan sólo en su perfilación; parecía la misma invocación invisible que los magos humanos convierten en lo que se conoce como campos de fuerza.
Delmuth vio que Elminster lo observaba con atención, y alzó la mirada, refocilándose, en tanto que los últimos destellos daban forma a una espada invisible que flotaba ante el elfo con la punta dirigida hacia el joven humano.
—Contempla un hechizo que no puedes devolverme. —El elfo rió por lo bajo, inclinándose casi encima del objeto—. Lo llamamos la letal espada rastreadora... ¡y todos los que llevan sangre elfa son inmunes a ella! —Chasqueó los dedos y prorrumpió en estentóreas carcajadas al tiempo que el arma saltaba al frente.
Se encontraba a pocos pasos de distancia, pero El ya sabía en qué magia quería convertir esa invisible espada de fuerza. Habría sido más sensato por parte de Delmuth si la hubiera empuñado y hubiera golpeado con ella el escudo de su oponente como si se tratara de una espada real, sin dar al humano tiempo para transformarla en aquellos breves contactos.
Pero, desde luego, también habría sido más sensato por parte de Delmuth no haber atraído jamás a Elminster a aquel lugar.
El joven mago convirtió la espada en algo diferente y se la volvió a lanzar. En cuanto golpeó al elfo, la risa de éste se apagó, al tiempo que el último intento de su manto de protegerlo antes de desperdigarse en miles de chispas voladoras lo levantaba del suelo.
Se quedó muy rígido cuando la magia contorsionada de Elminster cayó sobre él, y luego permaneció inmóvil, las manos levantadas como garras ante el pecho, las piernas tiesas, con las punteras de las botas dirigidas hacia el suelo. La parálisis que El había lanzado sobre él se reafirmó, y todo lo que el mago veía mover al elfo eran los ojos, desorbitados por el terror y clavados en el humano.
Aunque tal vez el elfo no estaba tan impotente. Delmuth todavía podía lanzar magia que se activaba simplemente con la voluntad, como los hechizos protectores de Elminster; y, en los ojos del caballero elfo, El vio que el terror era desplazado por la rabia y luego por la astucia.
Hacía mucho tiempo que el heredero de los Echorn no sentía tanto miedo. El temor era como un hierro helado en su boca, y el corazón parecía a punto de estallarle. ¡Que un simple humano pudiera hacerle esto! ¡Podía morir allí, flotando sobre un peñasco barrido por el viento en los bosques remotos del reino! Él...
Pero tranquilo... tranquilo, hijo de Echorn. Le quedaba un conjuro que ningún humano podía prever, algo más secreto y terrible aun que la espada. Habían estado apretados manto protector contra manto protector; si el suyo había caído, el del humano también debía de haber caído. ¿Acaso no era ése el motivo de que Elminster hubiera suplicado el final del enfrentamiento? Y ahora el humano debía considerarlo desamparado, y estaba allí inmóvil intentando en vano pensar en algún modo de asesinarlo con una roca o una daga sin romper la parálisis. Sí, si realizaba el conjuro ahora, el humano no conseguiría detenerlo.
El hechizo del «llamamiento de los huesos» lo había desarrollado Napraeleon Echorn siete siglos atrás —¿o acaso eran ocho?; nunca había prestado demasiada atención a sus preceptores—, como modo de reducir ciervos gigantescos a carretadas de carne lista para ser consumida, y podía trasladar hasta el conjurador un grupo concreto de huesos, de modo que éstos se abrían paso a través del cuerpo de la víctima. Si quien lanzaba el hechizo elegía recibir el cráneo, la víctima no podía esperar otra cosa que la muerte. Aunque a Delmuth no se le ocurría qué utilidad darle en aquel momento a un ensangrentado cráneo humano, ya tendría tiempo de pensar en una...
Sonriendo para sus adentros, lanzó el hechizo.
Elminster, tu cráneo, por favor...
Seguía regocijándose con la idea —canturreando para sí, mejor dicho— cuando el mundo se oscureció y se inició el breve pero increíble dolor. Ni siquiera pudo chillar cuando la roja sangre borboteó en su cerebro y Faerun desapareció para siempre.
Elminster hizo una mueca de disgusto al ver estallar el chorro de sangre, y, cuando la espantosa cosa empapada en sangre salió disparada hacia él, usó el escudo mágico tal como haría un guerrero con su equivalente físico, para desviar el huesudo proyectil lejos de él, en dirección al vacío.
El último príncipe de Athalantar contempló por última vez el flotante cuerpo decapitado, meneó la cabeza entristecido, y pronunció las palabras que lo conducirían de vuelta a la sala situada en el centro del castillo encantado, y junto a la Srinshee. Esperaba que no se hubiera despertado y descubierto que él no estaba; no sentía ningún deseo de trastornarla innecesariamente.
El joven de nariz aguileña dio un paso en dirección a la cumbre más cercana, y se desvaneció en el aire. Los buitres que aguardaban en un árbol cercano decidieron que ahora podían cenar en paz, y agitaron las alas torpemente para elevarse en el aire. Sus largas y lentas pasadas tendrían que ser muy certeras; no sucedía cada día que la comida flotara sobre el suelo.
—Gal —dijo Athtar con paciencia, mientras escalaban la segunda pared rocosa vertical consecutiva—. Sé que te ha alterado todo eso de tu escondite... ¡por los dioses, que medio bosque ya lo sabe!... Pero volveremos a buscarlo, y no sirve de nada...
Algo veloz, redondo y del color de la sangre húmeda cayó del cielo y se llevó con él el rostro de Athtar.
El cuerpo de Athtar pasó rozando a su compañero en su caída, agitando las extremidades y la cosa que lo había matado rebotó sobre su pecho para ir a rodar hasta una maraña de raíces, frente al rostro de Galan.
El elfo contempló atónito las cuencas vacías de la calavera de un compatriota cubierta de sangre fresca... durante los breves instantes anteriores al momento en que su mano se soltó de la semidesmoronada repisa y se encontró precipitándose en la misma oscuridad que se había llevado a su compañero.
Elminster dio un paso en la oscura estancia, y vio que algo no estaba nada bien. La Srinshee había desaparecido, y una joven elfa desnuda se encontraba de rodillas ante un ceniciento esqueleto desmadejado, sollozando con desesperación. ¿Se había quemado su amiga?
La muchacha alzó los ojos, el rostro inundado de lágrimas, y sollozó.
—¡Oh, Elminster! —Le tendió los brazos, y El corrió a ellos, y la abrazó. ¡Que los dioses vieran aquello! ¡La joven era la Srinshee!
—Lady Oluevaera —dijo con suavidad, al tiempo que le acariciaba los cabellos y la acunaba contra su pecho—, ¿qué ha acaecido aquí?
Ella sacudió la cabeza y consiguió balbucear:
—Más tarde.
Murmurando sonidos tranquilizadores, el joven mago la meció, durante algún tiempo hasta que su llanto se apaciguó, y la mujer pudo hablar.
—Elminster, perdóname, pero estoy agotada y en grave peligro de fallarle a Cormanthor por primera vez en mi vida.
—¿Hay algo que pueda hacer?
Oluevaera levantó el juvenil rostro para encontrarse con sus ojos. Los de ella eran todavía viejos, sabios y tristes, observó El.
—Sí —musitó ella—, ponerte en peligro otra vez. No puedo pedirte esto: el riesgo es excesivo.
—Cuéntame —murmuró el joven mago—. Empiezo a creer que lanzarme al peligro es lo que Mystra me envió a hacer aquí.
La Srinshee intentó sonreír. Sus labios temblaron un instante, y luego repuso:
—Puede que tengas razón. He visto a Mystra mientras tú no estabas. —Alzó una mano para anticiparse a sus preguntas, y continuó—: De modo que debes mantenerte con vida para escucharlo luego. Me queda el poder justo para lanzar un hechizo de transmutación de cuerpos.
—Para enviarme a donde se encuentra alguien, y trasladarlo aquí —comentó El entrecerrando los ojos.
—El Ungido asiste a un festejo esta noche —asintió ella—, y seguro que habrá alguien lo bastante furioso para intentar asesinarlo.
—Lanza el conjuro —le instó él con firmeza—. Se me han agotado algunos hechizos, pero estoy listo.
—¿Lo harás? —inquirió la hechicera, y meneó la cabeza, secándose impaciente nuevas lágrimas—. Oh, El... es un honor tan...
Saltó de su regazo y atravesó corriendo la habitación. Sólo entonces Elminster advirtió que el lugar estaba salpicado de lo que parecían cetros de poder de magos, e incluso un bastón. La Srinshee se inclinó y recogió uno de ellos.
—Lleva esto contigo —indicó—. Le queda algo de poder. Puede duplicar cualquier hechizo que veas lanzar a otra persona mientras lo sostienes. Tómalo en tus manos, y te susurrará a la mente sus poderes.
El joven lo cogió y asintió. Impulsivamente, la hechicera le lanzó los brazos al cuello y lo besó.
—Ve con mis mejores deseos... y, lo sé, con la bendición de Mystra, también.
Elminster enarcó una ceja. ¿Qué habría sucedido allí?
Aún se lo preguntaba cuando la Srinshee lanzó su conjuro; las brumas azules se arremolinaron, y el mundo desapareció con ellas.
El amor de un elfo es algo profundo y precioso. Si se le da un mal uso o se desdeña, puede resultar letal. Por amor han caído y se han dividido reinos, y desaparecido orgullosas familias elfas. Hay quien ha dicho que un elfo o elfa son la fuerza de su amor, y que todo lo demás no es otra cosa que carne y escoria. Cierto es que los elfos pueden amar a humanos, y los humanos amar a elfos... pero, en tales encuentros del corazón, la tristeza no está nunca muy lejos.
Shalheira Talandren, gran bardo elfo de la Estrella Estival
Espadas de plata y noches estivales:
una historia extraoficial pero verídica de Cormanthor
Año del Arpa
Las brumas se disiparon, y Elminster se encontró en un jardín que no había visto nunca, un lugar lleno de muchos árboles de sombra altos y erguidos que se alzaban al cielo como enormes columnas negras desde los céspedes de musgo recortado adornados con pequeños arriates de hongos. En las alturas, las hojas de los árboles cerraban el paso por completo a los rayos del sol, aunque El distinguió rayos de sol a lo lejos, donde debía de haber claros.
La única luz provenía de esferas de aire luminoso, globos que refulgían en apagados tonos de azul, verde, rojo rubí o dorado mientras flotaban lentamente y sin destino fijo por entre los árboles.
En medio de los árboles de sombra paseaban elfos vestidos con elegantes trajes de seda, que reían y charlaban, y bajo cada globo de luz flotaba una bandeja que sostenía toda una variedad de altas y finas botellas, y montones de fuentes de manjares exquisitos; a simple vista Elminster reconoció ostras, champiñones y lo que parecían ser larvas de bosque en salsa de ciruela o de albaricoque.
También había un elfo situado muy cerca, que lo miraba con sobresalto. Un elfo que el joven mago había visto antes: uno de los magos del tribunal supremo que estaban con el Ungido cuando Naeryndam lo había conducido al palacio.
—Bien hallado —saludó Elminster con una cortés reverencia—. Lord Earynspieir, ¿verdad?
El mago elfo pareció, si acaso, más confundido y alarmado que antes, si bien respondió:
—Earynspieir es mi nombre, caballero humano. Perdonad si no recuerdo el vuestro, ya que me siento algo inquieto. ¿Dónde está el Ungido?
—No lo sé —el joven extendió las manos—. ¿Acaso estaba aquí donde me encuentro yo, hace un momento?
—Lo estaba. —El mago estrechó los ojos.
—Entonces —asintió El—, las cosas están como debían estar. Yo debo asistir a la fiesta en su lugar.
—¿Vos? —Earynspieir hizo una mueca—. ¿Y esto lo decidisteis vos, joven señor?
—No —respondió él con suavidad—, lo decidieron por mí... por la seguridad del reino. Y yo acepté. A propósito, mi nombre es Elminster. Elminster Aumar, príncipe de Athalantar... y, como ya sabéis, Elegido de Mystra.
El mago elfo apretó los labios. Sus ojos descendieron hasta el cetro introducido en el cinturón del joven y apretó aun más la boca, pero sin decir nada.
—Tal vez, lord mago, podríamos dejar de lado vuestros sentimientos hacia mí por un momento —murmuró El—, mientras me contáis dónde estamos, y qué es lo habitual en un festejo elfo. No deseo ofender a nadie.
Los ojos de Earynspieir se deslizaron oblicuamente al encuentro de los del joven, y frunció los labios con repugnancia. Luego pareció tomar una decisión.
—Muy bien —dijo, con la misma suavidad—. Es posible que mi reacción natural hacia los de vuestra raza me haya dominado en exceso. El Ungido ya me dijo que resultaría mucho más fácil para todos nosotros si os considerara como uno de nosotros, un miembro del Pueblo, de visita procedente de un reino lejano, y bajo el disfraz de un humano. Lo probaré, joven Elminster. Por favor tened paciencia conmigo; me siento algo intranquilo por otros motivos.
—¿Y no podéis contármelos? —inquirió él con dulzura.
El elfo le lanzó una mirada penetrante y respondió con sequedad:
—Dejad que os hable con total franqueza... una costumbre popular entre los de vuestra raza, según he oído. Por otra parte, dudo que conozcáis a cualquier cormanthiano lenguaraz con el que chismorrear, lo que me permite hablar más abiertamente de lo que podría hacer en otras circunstancias.
Elminster asintió. El elfo miró a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírlo, y luego se giró hacia el joven príncipe y dijo sin rodeos:
—La decisión de nuestro Ungido con respecto a vos no ha resultado muy popular. Muchos que poseen el rango de
armathor
en el reino se han presentado en palacio para renunciar al título, y romper sus espadas ante el soberano. Se ha hablado de deponerlo e incluso asesinarlo, de daros caza a vos, y de... toda una serie de cosas desagradables aquí esta noche, y en otras partes, hasta que él... ah, recobre el buen juicio. Mi colega, el mago del tribunal supremo Ilimitar, no ha regresado de una visita a varias de las Casas más antiguas del reino, y no sé qué ha sido de él... ni si tiene algo que ver con la traición. Creía gozar de toda la confianza del Ungido y, sin embargo, sin una palabra ni una advertencia, desaparece de mi lado, y aparecéis vos, hablando con cierta reserva sobre «la seguridad del reino», algo que siempre he tenido buenos motivos para creer que me estaba confiado a mí. No obstante la confianza que mostró el Ungido en vos, os considero como un mago humano de poderes desconocidos pero probablemente grandes, que mantiene una íntima relación con una diosa de su raza... y por lo tanto, sean cuales sean vuestros motivos, un gran peligro para Cormanthor, al encontraros justo en su centro. ¿Comprendéis por qué me muestro tan poco cortés con vos?