Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—No dije más que la verdad cuando nos conocimos —manifestó lady Symrustar, apartando de nuevo, con un elegante gesto, la magnífica cabellera—; realmente deseo conocer todo lo que pueda sobre los humanos. ¿Me complaceréis? Mis preguntas a veces pueden parecer estúpidas.
—Señora, permitidme —murmuró, preguntándose cuándo llegaría su ataque y qué forma tomaría. Mientras se adentraban más y más en las silvestres y vacías profundidades del jardín y los últimos restos de luz solar empezaban a desvanecerse, se sorprendió levemente de lo minucioso que era su interrogatorio y lo genuino que parecía su interés.
Por fin llegaron a un claro entre los árboles iluminado por el pálido resplandor de la luna. En tanto charlaban con toda seriedad sobre cómo vivían los elfos en Cormanthor y los humanos en Athalantar, Symrustar condujo a su exótico humano hasta un banco que describía una curva alrededor de un estanque circular en el centro del claro. El reflejo de las estrellas centelleaba en sus profundidades cuando tomaron asiento en el aire nocturno, agradablemente cálido, y la brillante luz de la luna rozó la tersa piel de la joven con sus dedos de marfil.
Con toda naturalidad y sencillez, como si esto fuera algo que las mujeres elfas hacían al sentarse en bancos a la luz de la luna, la muchacha guió las manos de Elminster al interior de los sujetadores de alambre de su vestido. Temblaba.
—Contadme más sobre los hombres —murmuró, los ojos muy abiertos ahora, y aparentemente más oscuros—. Contadme... cómo aman.
El príncipe de Athalantar casi sonrió cuando un recuerdo se materializó en su mente: un curioso libro sin nombre, hallado en la biblioteca de la tumba de un hechicero perdida en el interior del bosque Elevado. Se trataba del diario de un guardabosques semielfo anónimo de hacía mucho tiempo, que relataba sus pensamientos y acciones, y que la hechicera Myrjala había hecho leer a Elminster para que aprendiera cómo ven la magia los elfos. Sobre el tema de dar placer a las damas elfas, mencionaba el uso de la lengua con suavidad sobre las palmas de las manos y las puntas de las orejas.
Elminster deslizó la mano fuera del lugar donde ella la había puesto, dejó que las puntas de sus dedos descendieran por el vientre, y luego le cogió la muñeca.
—Con voracidad —respondió, y posó la lengua sobre su palma abierta.
Ella jadeó, estremecida de verdad ahora, y él alzó la vista por la fuerza de la costumbre para mirar en derredor.
La luz de la luna centelleó sobre un rostro elfo crispado y furioso. Un elfo, allí en los árboles. El joven liberó la otra mano. Había otro, allá. Y otro. Estaban sentados en el centro de un silencioso círculo que se iba cerrando.
—¿Qué sucede, lord Elminster? —inquirió lady Symrustar, casi con aspereza—. ¿Resulto... de algún modo aborrecible?
—Señora —contestó él—, están a punto de atacarnos. —Acercó las manos al cetro de su cinturón, pero la joven elfa se alzó, giró con veloz gracia, y miró en dirección a los árboles.
—Caerán sobre nosotros, ahora, en silencio —indicó con calma—. Sujetaos a mí, ¡y haré que los dos salgamos de este lugar!
Elminster le pasó un brazo por la cintura y se agazapó, el cetro en la mano y listo. Lady Symrustar murmuró algo al mismo tiempo que las elásticas figuras saltaban sobre ellos desde los árboles, e hizo algo a su espalda que el joven mago no vio. Al cabo de un instante ambos habían desaparecido.
Los guerreros elfos rodaron por el suelo y se incorporaron de un salto, gruñendo desilusionados; las espadas habían acuchillado un aire que ahora estaba vacío.
—¿Qué es esto? —dijo uno de ellos, deteniéndose junto al banco donde habían estado abrazadas las dos figuras. Una diminuta escultura de obsidiana descansaba sobre él, balanceándose ligeramente; representaba a Symrustar Auglamyr, los brazos pegados a los lados, y con ataduras a su alrededor para mantenerlos allí. La punta de un dedo cauteloso la tocó y descubrió que conservaba todavía el calor del cuerpo de alguien.
—¡El humano! —gruñó uno de los elfos, alzando la espada para hacer añicos el objeto—. ¡Usaba magia arcana para seducirla!
—¡Espera..., no la destruyas! ¡Es una prueba palpable de ello!
—¿Para enseñársela a quién? —rugió otro elfo—. ¿Al Ungido? Fue él quien introdujo a esta víbora humana entre nosotros, ¿no lo recuerdas?
—¡Cierto! —asintió el primer elfo. Dos espadas centellearon como una sola al descender y destrozar la diminuta pieza de obsidiana con tal puntería que ninguna de las hojas tocó el banco situado debajo.
La explosión que siguió hizo pedazos banco, estanque y pavimento, y roció de cabezas y extremidades de elfos los árboles de los alrededores.
Elminster se enderezó despacio. El jardín en el que se encontraban ahora tenía una cama circular, bañada en luz de luna, y un anillo de árboles. En la lejanía parpadeaban luces por entre las ramas, pero no se veían edificios ni elfos vigilantes.
—Estamos a solas, Elminster —indicó lady Symrustar en voz queda—. Esos varones celosos no pueden seguirnos aquí, y mis protecciones mantienen a los curiosos alejados de este extremo de los jardines de la familia. Además, lo que meta en mi cama es totalmente cosa mía.
Sus ojos centellearon cuando giró hacia él. De algún modo su vestido se había deslizado hasta las rodillas, dejando el cuerpo desnudo bajo la luz de la luna.
El joven príncipe casi estuvo a punto de volver a reír; no de ella, pues era tan hermosa que apenas conseguía controlarse, sino de su propia mente caprichosa.
Tiene unos hombros preciosos
, le informaba ahora muy excitada.
Eso está muy bien
, le contestó él, e hizo a un lado todo pensamiento.
La muchacha se adelantó saliendo del creciente charco de seda que había sido su vestido y avanzó hacia él, entre el fulgor de innumerables gemas que resplandecían bajo la luz de la luna a cada paso que daba.
Se detuvo suavemente ante él, y El le besó los párpados y luego la barbilla; pero, al llegar a los labios, encontró el paso cerrado por dos dedos alzados.
—Deja mi boca para el final —le dijo desde detrás de ellos—. Para los elfos es algo particularmente especial.
El joven murmuró su asentimiento con un sonido vago y estiró la cabeza hacia las orejas de la muchacha. Por el modo en que ésta se estremeció y gimoteó en sus brazos, el libro tenía razón.
Las lamió con suavidad, sin darse prisa. Tenían un delicioso saborcillo picante. Symrustar volvió a gemir cuando El se aplicó a la tarea, introduciendo en ellas la lengua. Los dedos de ella le arañaron la espalda, haciéndola sangrar bajo la camisa.
—Elminster —susurró, y luego repitió su nombre, arrastrándolo con la lengua como si se tratara de algo sagrado que debía entonarse en forma de cántico—. Príncipe de una tierra lejana —añadió, y la voz se elevó con repentina premura—, muéstrame lo que se siente al conocer el amor de un hombre.
La suelta melena se arrolló alrededor de ambos, y los mechones se movieron según sus silenciosas órdenes para arrancarle las ropas como docenas de manos diminutas e insistentes. Giraban uno alrededor del otro cuando le abrieron la camisa y tiraron de él en dirección al lecho.
De improviso, Symrustar volvió a gimotear y dijo:
—No puedo esperar más. Mi boca... Elminster, ¡bésame en la boca!
Sus labios se encontraron, y luego las lenguas. Y El se encontró con el ataque que había estado esperando.
Las brillantes chispas de un hechizo parecieron atravesar como una exhalación su mente, con la voluntad de ella justo detrás. Symrustar intentaba controlarlo, en cuerpo y mente, para que fuera su marioneta, mientras escarbaba entre sus recuerdos para averiguar todo lo que pudiera... en especial magia humana. Elminster la dejó correr y perforar y revolver mientras era él quien leía lo que quería en los pensamientos abiertos y expuestos de la joven.
Dioses, desde luego era una criatura despiadada y malvada. Vio una pequeña figura de obsidiana que había preparado, y cómo lo habían culpado a él de lo ocurrido; vio cómo sus mechones se arrollaban hacia lo alto para rodearle la garganta y estrangularlo si intentaba usar cualquier arma contra ella. Descubrió sus intrigas para coger en una trampa a varios elfos de la corte, desde el Ungido hasta cierto rival y pretendiente, Elandorr Waelvor, y hasta el mago del tribunal supremo Earynspieir. El otro mago ya era suyo; atrapado y manipulado, lo había enviado a atacar a alguien contra quien ella no osaba alzarse: ¡la Srinshee!
Elminster casi atacó entonces, sabedor de que con un simple hechizo tendría poder suficiente para partirle el cuello como una ramita, melena o no melena; pero, en lugar de hacerlo, convirtió su llameante furia en una férrea posesión de la mente de la muchacha, apretando hasta que ella chilló en silencio, sorprendida y horrorizada. Interrumpió con brutal precipitación la observación que ella hacía de sus recuerdos, lo que la dejó ciega y aturdida, y la mantuvo así mientras usaba el poder del cetro —que sus guedejas le habían arrebatado con suma destreza— y duplicaba el hechizo de transmutación que la Srinshee había efectuado antes sobre su persona.
Entonces embistió él contra la mente de ella, arrollando cualquier semblanza de reserva o control que le quedara a la joven, de modo que obligó a su mente a permanecer abierta y vulnerable, sus intrigas, recuerdos y pensamientos revelados a cualquiera que la tocara. La condujo de vuelta al apogeo de la lascivia, loca de deseo, y luego puso en marcha el hechizo, trasladándose a donde Elandorr Waelvor se encontraba en pose lánguida con una copa en la mano, en medio de la fiesta. Transportó a toda velocidad al elfo al secreto cenador, y lo arrojó a los brazos de Symrustar, sus labios en los de ella, y la mente de la joven, con todas sus traiciones y planes para
él
, al descubierto para que la leyera.
Elminster tuvo una última visión de los ojos de la elfa contemplando horrorizada a Elandorr al darse cuenta de quién era y lo que veía en su mente mientras ella lo besaba, desnuda y a dos rápidos pasos de su lecho. Mientras ambos elfos se quedaban rígidos y gemían horrorizados, bocas y mentes aparejadas y abiertas al otro, Elminster rompió el contacto.
Se encontraba en una zona iluminada muy tenuemente en la que había estado Elandorr, en medio de un puñado de elfos muy sobresaltados. Otros, que no llevaban más que campanillas en la extremidades, danzaban en el aire sobre sus cabezas, riendo en voz baja; vasos de vino volaban por el aire hacia ellos como avispas furiosas, desde bandejas que flotaban en medio de un grupo de aburridos y hastiados elfos vestidos con sus mejores galas que habían estado discutiendo sobre la decadencia del reino en general... hasta su repentina aparición.
—¿Recordáis los locos planes de Mythanthar sobre Mythals para escudarnos a todos? Si, incl...
—Cuando yo era joven no nos entregábamos a tan ultrajantes exhi...
—Bueno, ¿qué puede esperar ella? No todo joven
armathor
del reino pue...
El silencio descendió sobre ellos como si cada garganta hubiera sido seccionada por el mismo golpe de espada, y todos los ojos se volvieron para contemplar la alta figura que había aparecido en medio de su reunión.
Elminster se quedó mirándolos, un humano con las ropas desordenadas y cetro en mano. Respiraba con dificultad, y había un hilillo de sangre en la comisura de la boca donde Symrustar lo había mordido.
Los elfos lo miraban a los ojos, aturdidos y furiosos.
—¿Qué le habéis hecho a Elandorr?
—¡Ha matado a Elandorr!
—Lo ha desintegrado... ¡tal y como hizo con Arandron e Inchel y los otros junto al estanque!
—¡Atención todos! ¡El humano asesino se encuentra entre nosotros!
—¡Matadlo! ¡Matadlo ahora, antes de que acabe con más de nosotros!
—¡Por el honor de la Casa Waelvor!
—¡Matad al perro humano!
Centellearon las espadas por todas partes, o fueron invocadas mágicamente desde lejanas vainas y estancias para posarse en las manos de sus dueños entre el fulgor de los hechizos; El giró en redondo y gritó con voz sonora y profunda:
—Elandorr vive... ¡Lo he enviado a enfrentarse a la asesina que mató a los que estaban junto al estanque!
—¡Oíd al humano! —se mofó un elfo, blandiendo su espada—. ¡Debe de pensar que los elfos somos gente muy simple, si espera que creamos esa afirmación!
—Soy inocente —rugió Elminster, y puso en marcha el cetro. A su alrededor se alzó una llamarada que desvió espadas y arrojó hacia atrás a sus propietarios.
—¡Lleva un cetro de la corte! ¡Ladrón!
—¡Sin duda ha asesinado a uno de los magos para obtenerlo!
¡Matad al humano!
Elminster se encogió de hombros y usó el único hechizo que podía, para desvanecerse al cabo de un instante antes de que media docena de espadas centellearan sobre el punto en el que había estado.
En el repentino silencio, antes de que se iniciaran los gemidos de desilusión, se escuchó la voz clara de un elfo anciano que decía:
—En mi época, jovencitos, ¡celebrábamos juicios antes de desenvainar las espadas! ¡Un simple roce mental revelaría la verdad! ¡Si lo encontramos culpable, ya habrá tiempo entonces para las armas!
—Callaos, padre —le espetó otra voz—. Ya hemos oído demasiadas veces cómo deberían hacerse las cosas, o se hacían en los albores de los tiempos. ¿Es que no veis que el humano es culpable?
—¡Ivran Selorn! —intervino otra voz anciana en tono ofendido—. ¡Pensar que llegaría el día en que te oiría dirigirte a tu progenitor en este tono! ¿No te da vergüenza?
—No —respondió Ivran en tono casi salvaje, alzando la espada. Su hoja brilló bajo la luz del hechizo y mostró el jirón de tela atravesado en ella—. Tenemos al humano —anunció triunfalmente, levantándola bien para que todos los presentes la vieran—. Con esto, mi magia puede rastrearlo. Le daremos caza antes del amanecer.
No existe bestia más peligrosa de cazar que un humano advertido... excepto una: un mago humano advertido.
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archimagos de Faerun,
publicado aproximadamente el Año del Báculo
Se encontraba de pie en medio de una total oscuridad, pero era una oscuridad que olía correctamente. Olía a humedad, y había todo un espacio abierto a su alrededor. Hizo algo con la mente, y el cetro de su mano emitió un suave resplandor verde.